jueves, septiembre 12, 2024
Cultura

La escritura irónica y erudita de Alberto Lagunas

A casi seis años de su muerte, revisitamos dos cuentos en la obra del escritor nicoleño Alberto Lagunas. Ellos nos revelan una escritura original, sellada de insólita ironía y exquisita erudición.

Hasta hace poco, Alberto Dionisio Lagunas -nacido en la ciudad de San Nicolás hacia el año 1940- era uno de los últimos sobrevivientes del campo cultural rosarino de los sesenta; aquel espacio que tuvo a Jorge Riestra, Adolfo Prieto, Juan José Saer, Nicolás Rosa, Gary Vila Ortiz, Josefina Ludmer, María Teresa Gramuglio y hasta el mismísimo Augusto Roa Bastos entre otros, como rutilantes protagonistas o asiduos concurrentes.

Inés Santa Cruz, en la edición publicada por la Editorial Municipal en 1994, trataba de esbozar el linaje del escritor: “No acusa influencias directas, pero sí amor por los grandes maestros: Virginia Woolf, Thomas Mann, Kafka, Poe y todo el simbolismo. Después vinieron Silvina Ocampo, Cortázar, Bioy Casares. Borges es algo ineludible, pero no se manifiesta como presencia gravitante. Claro que en materia de amores su corazón literario se ha ido ensanchando, en principio con los amigos más cercanos como su entrañable e inolvidada Alejandra Pizarnik. En los años que corren crece su admiración por Marguerite Yourcenar. Pero todas estas figuras femeninas son artes y modos de su inquebrantable fidelidad a Virginia Woolf”.

Desde los primeros envíos a “El escarabajo de oro” que dirigía Abelardo Castillo, y luego en los compilados impresos por la editorial Biblioteca o Centro Editor de América Latina, sus relatos se presentaron breves o de mediana extensión, sugerentes, surrealistas y con un humor emparentado al de Alfred Jarry o el más recurrido por la crítica del uruguayo Felisberto Hernández.

A continuación les ofrecemos “El montacargas” y “Canto Agónico”. Dos maquetas literarias, de estructuras ajustadas y recurrentes a la red semántica del autor: los entrecruzamientos del  mundo onírico con la realidad narrada y su fe a la “Teoría y Práctica del Arte Simbolista”.

   El montacargas 

La pared se cubría rápidamente ante sus ojos. Mucho más cerca ahora, mucho más cerca de su cara estaba el enrejado del montacargas. Era necesario adelantarse hasta rozar el hierro de la puerta, es necesario, porque atrás podía abrirse el piso en el momento justo en que él se moviera.

El ruido es insoportable. Siempre el ruido es insoportable en ese montacargas desvencijado que cruje hasta el último de sus tornillos. Un sonido ronco, un chirriar quejumbroso y alarmante va metiéndose continuamente en los oídos, en las venas, en los últimos recovecos del cerebro que comienza a retomar el ruido que lo marea y hace que cierre sus ojos y mueva la cabeza de un lado a otro sin control, y las manos se levanten hasta rozar su frente sudorosa y sus piernas, flojas e inestables como soportes de gelatina, den ese paso que no debe dar, porque él sabe que no hay que darlo, pero ya es tarde, demasiado tarde, porque el cuerpo no le obedece y el movimiento se ejecuta inexorablemente. En un segundo el vacío llega al estómago y a la garganta como un vómito. En un segundo, sus piernas se debaten en el aire y sus ojos sorprenden el montacargas que continúa subiendo mientras él se precipita entre telarañas y cables que no logran impedir su caída o retener su cuerpo, que grita y se queja por anticipado del golpe que hará estallar su cabeza. El pozo es una boca negra que lo traga, su boca es un grito interminable que expande sus redes en la pieza asfixiante todavía oscura porque no ha amanecido y retumba en la cortina de la ventana y en las paredes y en las sábanas sudorosas que se adhieren al pecho transpirado y a sus manos que le devuelven la imagen de sus cuarto en un segundo, en el segundo que dura el refregarse los ojos con los dedos y pensar o decir, otra vez la pesadilla. Porque como todas las mañanas, la imagen nítida de su caída del montacargas lo devuelve a la realidad.

Luego, la preocupación por no llegar tarde al trabajo, hará que olvide momentáneamente el montacargas que lo lleva al piso superior del edificio. Y el apuro por estar allí a horario borrará por un instante el terror. Luego, durante el día, en la oficina comenzará nuevamente a pensar en el piso que puede abrirse en cualquier momento y arrojarlo al vacío y esa sensación tan conocida por él hará que se desentienda de su tarea o se demore en sumar las largas columnas de números que lo acechan en los renglones, o tarde en inspeccionar las listas minuciosas de las mercaderías agazapadas en el piso superior del edificio.

Cada vez que viaja en el montacargas trata de olvidar sus pensamientos. Pero el ruido es incesante desde el principio y él nota que sus piernas flaquean, que la saliva lo atormenta en la boca y que su cabeza pierde la noción justamente cuando busca el pañuelo para escupir, justamente cuando hace esa pirueta que lo empuja al vacío y grita, otra vez el montacargas y trata de despertarse cuando el dolor en las sienes y el grito hondo y sostenido lo devuelven a la quietud oscura de la pieza. Todas las cosas parecen ajenas a su miedo. Los colores de las paredes, las revistas compradas alguna vez, sus corbatas, el ropero donde guarda el traje para ir al trabajo, parecen alejados de su malestar. E incluso al observarse en el espejo pensaba parece mentira, porque su rostro arrugado y sus ojos no muestran su preocupación. Cuando chico solía jugar con dos espejos paralelos; colocaba en el medio un palito y a partir de ese momento no sabía cuál era la figura verdadera. Una serie de palos que no eran palos sino hierros entrecruzados se detiene delante suyo. Al instante el montacargas comenzó su viaje. La pared se escurría rápidamente ante sus ojos. Es necesario adelantarse hasta rozar el hierro con la puerta. Es necesario, se repetía. Trató de no escuchar las quejas herrumbradas, el sonido perturbante del motor, pero todo se le metía por las venas y los dedos y los oídos, por la garganta que gritaba, que grita ahora incesantemente en la caída entre cables y telarañas, mientras en un segundo quiere dudar si en el fondo del agujero será el golpe rotundo contra la piedra o estará esperando la cama con las sábanas transpiradas contra su pecho.

Marta Faure Blum y Alberto Lagunas en Teatro Municipal. Fuente: Fototeca San Nicolás

Canto Agónico

Teoría y Práctica del Arte Simbolista

                                                  “…en el profundo espejo del deseo”

                                                                            Delmira Agustini.

No temerás al público. Sólo te interesará el destello de la luz sobre tu cuerpo. El reflejo sobre el vestido negro que sin embargo lanzará luces doradas, luces de plata sobre la platea. Esos destellos serán tu verdadera imagen. Y tu voz saldrá de esa imagen creada por las luces como si fuera tu cuerpo. Tu voz. El canto. Sin otra gloria que el cuerpo sobre-impreso sobre tu cuerpo.

Y desde esa imagen sostenida por las luces ahuyentarás temores. Eres lo que la imagen es. La imagen es el matiz. Y el matiz es la realidad de luces y trampas compartidas. Nada más que tu excelso pelo mostrando la elegancia de un cuerpo creado desde las luces de un escenario y tu voz trabajada hasta la desesperación para decir el canto que es tu única verdad. Sin mirar, la señal imperceptible llegará al Maestro. Ante el Caos, Música. Y entonces el poema como canto saldrá de tu garganta, joya entre violines que sollozan; voces enterradas en el otoño.

Con voz impostada, trasvestida de luz, dices el nombre: “Julián del Casal” y callas. Tu voz ahora es el canto y la música. El cuerpo de la música y el canto.

Duerme ahora

tranquilo corazón

no bajo la palma serena

sino en la lujuria sonora

de la blanca nieve falsa.

 

Oh borrachera tranquila

que me transporta hacia el canto

entero

de un trópico de morfina.

 

Suaves pieles, blancas manos,

que destrozan en mi pecho

el corazón dolorido.

Y en el beso y el quejido

de una canción olvidada

renazco como el halcón.

 

Yo tuve un sueño amoroso:

ser el único cantor

en las arenas blanquísimas

rodeado de pestilencias

como sirenas malditas

rosadas y celestiales

que hasta mi alma llegasen

como un cuadro de Moreau.

 

Duermo ahora entre el follaje

de un sueño ya sin retorno

mientras un piano –a lo lejos-

se incendia mirando el mar.

Introducción y selección de textos: Flavio Zalazar

Portada: Alberto Lagunas, escritor. Fuente: Fototeca San Nicolás.