La movilización del 30 de marzo de 1982 y el marzo caliente de 2017
Andrés Carminati*/El Furgón – El 30 de marzo 1982, la CGT Brasil, una de las dos centrales en que se dividía el movimiento obrero durante la última dictadura, convocó a una movilización a Plaza de Mayo. En un clima de creciente descontento obrero y popular, la central dirigida por el cervecero Saúl Ubaldini motorizó una protesta que terminaría poniendo contra las cuerdas a la dictadura.
A 35 años de aquellos sucesos, y en un marzo con intensas movilizaciones populares, desde varios sectores se proponía homenajear aquella fecha de la mejor manera que puede hacérselo: con un Paro Nacional.
En marzo de 1982 había tres razones fundamentales para convocar a la protesta. La primera estaba vinculada con la ola de quiebras que desde principios de 1981 venía sacudiendo a diversas ramas industriales: metalúrgicas, textiles, automotrices, etc. Los efectos más nocivos del programa de Martínez de Hoz se habían empezado a manifestar con fuerza recién a partir de 1980. En los periódicos se publicaba, casi a diario, noticias de cierres y suspensiones en fábricas de todo el país. En febrero de 1981 se hablaba de “record de quebrantos”.
Esta situación iba de la mano de un proceso de creciente malestar entre las filas obreras. Los conflictos se extendían en todas las ciudades. Y en muchos casos se produjeron extensas tomas de fábrica en defensa de los puestos de trabajo. El SMATA, dirigido por José Rodríguez – sindicado como cómplice en la represión de los delegados combativos de la Mercedes Benz, Peugeot y Ford al comienzo de la dictadura-, declaró dos paros nacionales de mecánicos durante 1981.
La tercera razón era la cada vez más extensa impopularidad del gobierno de facto. Después de la declaración del segundo paro nacional a la dictadura, en julio de 1981, se conformó la “Multipartidaria”, que agrupaba a los principales partidos burgueses. En su documento fundacional hablaban, por primera vez, del “inicio de la transición hacia la democracia”. Eso sí, bajo el “lema del Episcopado Argentino: la reconciliación nacional”.
Por su parte, la otra rama del sindicalismo, la CNT-“20”, que controlaba importantes sindicatos como ferroviarios, metalúrgicos, la carne, etc., consideraba que todavía había espacio para el “diálogo”. Y como en ocasiones anteriores, desautorizaron cualquier medida. Como podrá apreciar, estimada lectora y lector, la tibieza y colaboracionismo del “triunvirato” tienen una larga tradición en el movimiento obrero argentino.
En diciembre de 1981, Roberto Viola renunció al cargo de presidente por “problemas de salud” y en su lugar asumió Leopoldo “Wiscacho” Galtieri. La “enfermedad” de Viola era más bien de carácter político: el creciente descontento político y social, que se agudizaría en los meses posteriores.
Durante los primeros días de febrero de 1982, la CGT anunció la convocatoria a una “concentración popular a realizarse en lugar y fecha que oportunamente se determinarán” (como verá, el suspenso de las fechas tampoco es nuevo). Recién a mediados de marzo se confirmó que la protesta sería el 30 de ese mes. Consistiría en una “movilización pacífica” hacia Plaza de Mayo, donde se entregaría un petitorio al gobierno. A su vez, en cada provincia se definirían los itinerarios de la manifestación.
Además de la vigencia del estado de sitio y las amenazas que a diario se hacía desde organismos oficiales, la movilización se topó con un nuevo obstáculo: la escalada belicista que se inició a partir del “incidente de las islas Georgias del Sur”, el 19 de marzo. A partir de ese día, el calentamiento de la confrontación diplomática con Gran Bretaña se convirtió en un nuevo eje de presión para que la CGT depusiera la movilización.
No obstante, a pesar de la coerción represiva y la apelación nacionalista, la convocatoria a la protesta no se depuso.
Como había sucedido durante el 19 y 20 de diciembre de 2001, en Buenos Aires, el eje del enfrentamiento fue la Plaza de Mayo. Los manifestantes querían llegar hasta el simbólico lugar donde reside el poder, mientras que las fuerzas represivas de los poderosos tenían la orden de impedirlo.
La acción de la policía se concentró en reprimir a los grupos de manifestantes para que no se pudieran formar las columnas. Desde el mediodía, empezaron a hostigar a los que intentaban reunirse: a palazos, con la caballería, con balas de goma o los carros hidrantes. Una verdadera cacería que se sostuvo hasta las primeras horas de la noche. Durante la jornada fueron detenidos, sólo en la ciudad de Buenos Aires, unos 3.000 manifestantes. Como no alcanzaban los patrulleros para tamaña cosecha, la policía procedió a incautar colectivos de línea para subir a los detenidos.
Puesto que la dictadura se había caracterizado por la represión clandestina, y prácticamente no había habido grandes movilizaciones durante el período, la represión desatada el 30 de marzo causó honda impresión en diversos sectores. Incluso en la prensa escrita se notó una abierta simpatía y solidaridad con los manifestantes. Varias de las fotos icónicas sobre la dictadura fueron sacadas ese día. En una de las más características, se ve a un joven contra la pared, de rodillas en el suelo, apuntado por un militar con un arma de grueso calibre. Sobre el muro y parte del cuerpo del muchacho, se proyecta la sombra del milico. En segundo plano, se ve a otros dos jóvenes en el suelo, también sometidos por militares. Una composición perfecta.
Además, en varias crónicas del día se reflejaba la brutalidad represiva. Por ejemplo, la Agencia Noticias Argentinas (NA) decía: “…La acción policial fue observada directamente desde las oficinas de ‘Noticias Argentinas’… Desde allí se pudo apreciar cuando efectivos que descendieron de un carro de asalto, tomaron por la fuerza a dos manifestantes a quienes golpearon en espaldas y riñones mientras los conducían a los patrulleros. En la acción de represión participaron incluso policías de civil, ‘que se mezclaron entre los manifestantes’ (…) Cuando los periodistas de NA observaban por los ventanales el incidente, un policía que ocupaba uno de los patrulleros sacó una escopeta lanzagranadas y apuntó hacia ellos en un claro gesto de intimidación hacia los periodistas… Mientras la policía actuaba con energía, los manifestantes coreaban consignas tales como ‘Queremos trabajar’, ‘CGT, CGT’, ‘Se va acabar la dictadura militar’”.
En uno de los párrafos, el anónimo cronista se detuvo a relatar el porrazo que se dio un policía de la montada. Si bien la nota tenía la forma de una crónica descriptiva, es evidente que quien escribía compartía el festejo de quienes habían sido testigos directos del hecho. Y además, relatándolo, permitía festejar a quienes se enteraban a través de su crónica (incluyéndonos): “…un grupo de cien personas comenzó a corear estribillos contra el gobierno militar. Efectivos de la policía montada dispersaron a los manifestantes, subiendo con los animales a las veredas. Uno de los policías rodó espectacularmente y la gente que se encontraba en el lugar festejó ruidosamente su caída. Allí se detuvo a dos personas…”.
De todo el país, Mendoza se destacó del resto por la brutalidad represiva. Cuando los manifestantes mendocinos se dirigían a la Casa de Gobierno provincial, fueron recibidos con disparos de ametralladoras, efectuados por la gendarmería. El saldo fue de siete heridos de bala. Uno de ellos quedó gravemente herido y falleció pocos días después, el 3 de abril. Se trataba de José Benedicto Ortiz, secretario general de la Asociación Obrera Minera Argentina, regional Mendoza.
Al día siguiente de la manifestación, el Ministro del interior declaró en la prensa que el gobierno debía lamentar que “la intemperancia haya provocado algunos heridos”. (¡Qué flor de tapa se perdía Clarín! Hubiera quedado fenómeno: “La ‘intemperancia’ causó 6 heridos y un muerto”. Por suerte, 20 años después, “la crisis” le dio su oportunidad… ¡Y no la desperdiciaron!
Los días siguientes se inició el debate sobre el balance de la jornada. La cantidad de asistentes, los motivos, las formas, las intemperancias, etc.
La represión dificultó la posibilidad de calcular cuántos habían respondido a la convocatoria de la CGT. Pero, a la vez, la misma brutalidad represiva movilizó la solidaridad de miles que, sin ser protagonistas de la jornada, adhirieron de diversas formas. En casi todos lados la manifestación era saludada: desde los balcones de los edificios, desde las veredas, desde la misma prensa, los partidos burgueses y algunas agrupaciones empresarias.
La movilización y la respuesta impotente del gobierno habían puesto sobre la mesa un hecho irrefutable: la legitimidad de la dictadura estaba casi agotada.
El 30 de marzo, el pueblo argentino, acaudillado por la clase obrera, dio el paso definitivo que abrió la transición a la democracia. Además, en la movilización habían participado, e incluso habían sido detenidas, las Madres de Plaza de Mayo, y otros organismos de Derechos Humanos. Se condensaba así, en este hecho, la potencia de toda la fuerza social que había enfrentado a la dictadura: la clase obrera y los organismos de derechos humanos. ¡Los verdaderos padres y madres de la democracia!
Tres días después la dictadura pegó su último manotazo de ahogado, y ordenó el desembarco en Malvinas. Varios dirigentes políticos y representantes de ambas centrales sindicales viajaron a las islas, invitados por el gobierno. La misma CGT anunció “un paréntesis en su plan de acción”. Aunque dijeron que “la reconquista de las Malvinas” en nada modificaba “los graves problemas internos”, ni debía “interpretarse como una renuncia a lograr los objetivos de justicia social, independencia económica y soberanía política”, en los hechos le daban cierto aire a la maniobra militar.
No obstante, la rendición incondicional del 14 de junio y la revelación de todas las mentiras que la prensa disparó durante la guerra cerraron cualquier paréntesis y abrió las puertas al colapso del régimen. Pocos días después, Galtieri fue relevado de su cargo, mientras que la Armada y la Aeronáutica se retiraron de la junta militar. Por su parte, el Ejército designó al último dictador: Bignone, el “autoindultador”.
Después de junio, el pueblo ocupó definitivamente las calles. Antes de diciembre de 1983 se realizaron tres paros generales (esta vez llamado por ambas centrales), las universidades se convirtieron en un hervidero, las protestas dirigidas por los organismos de Derechos Humanos asumieron un carácter masivo (como “el siluetazo” de septiembre de 1983) y la campaña electoral tomó enormes dimensiones.
El 30 de marzo se había roto la cerradura. Había mostrado en la práctica que la dictadura se terminaba, pero que para que eso suceda había que empujarla. Que la mayoría del pueblo repudiaba a los milicos. Que repudiaba y sigue repudiando cualquier forma de represión y autoritarismo. Los burócratas del “hay que darle tiempo” existían entonces y existen hoy. En 2017 pareciera que la única tradición que ha quedado viva en la CGT es la de los Triaca “padre”, los Baldassini y tantos otros traidores de la clase trabajadora. En el pueblo, en cambio, como lo demuestran las grandes movilizaciones de este marzo caliente, siguen vivas las tradiciones rebeldes que se hicieron carne en la Semana Roja de 1909, en la Patagonia Rebelde o en la resistencia peronista; durante los Rosariazos, Cordobazos, el 30 de marzo, en diciembre de 2001, y otros hitos de la historia de la clase trabajadora y el pueblo argentino.
Este es un pueblo rebelde, y eso lo saben sus verdugos y los escritores de historietas oficiales, que se inventan figurones con los que pretenden secuestrar el protagonismo popular. Nuestro pueblo tiene su historia, pero todavía no ha podido conquistar el poder de la pluma que le permita escribirla. Esa es la tarea que enfrenta cada generación: “arrancar la tradición de manos del conformismo”, y darle un cauce para que esa rebeldía pueda escribir, a puño alzado, la historia a contrapelo.
*Andrés Carminati es periodista de la revista Mascaró (http://revistamascaro.org/)