Roberto Retamoso. Teoría y práctica de la novela
Operación Retamoso
Invitando a la lectura de la última novela del escritor rosarino Roberto Retamoso, “Prosopopeyas”, señalamos no sólo su labor en la creación, sino también sus años de actividad docente en el país y el exterior. Vale decirlo porque a continuación, y como gentileza, el autor alude a su propio discurrir frente al proyecto literario.
Hecha la mención resta el placer del texto; artículo que podríamos denominar ensayo puesto que recupera la tradición del tono oral, dialógico, menoscabado por años en los estudios superiores.
Por último, recordar que Retamoso presentará su libro, De un glosar redundante, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en el espacio Caburé Libros el próximo sábado 7 de diciembre, a las 19:00.
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Por Roberto Retamoso/El Furgón
Flavio Zalazar me propone una nota sobre mi novela Prosopopeyas. Una nota de alguien que -lo recuerda, y lo señala- ha enseñado Teoría de la Novela en sus clases.
Se trata, como es obvio, de un problema. Y acaso de un equívoco, si la propuesta supone que alguien que conoce esa teoría puede hacer uso de ella cuando escribe un relato novelesco.
Ignoro qué le puede ocurrir a otros que, conociendo como yo Teoría de la Novela, escriben un texto propio del género. Sé que Roland Barthes dedicó un seminario -después convertido en libro póstumo- a la preparación de la novela, es decir, a la instancia que precede o antecede a la redacción novelística. Como casi todos los libros de Barthes, es un texto fascinante y magnífico, que habla de los protocolos, las prácticas, o las pruebas (en sentido iniciático), que debe atravesar el escritor de novelas. Pero todo queda en ese umbral, en ese como si, porque aunque Barthes haya meditado -o quizás: masticado– largamente el asunto, no dio finalmente ese paso que podría conducir de la teoría a la práctica.
No sé qué teoría o teorías estarían actuando en la escritura de mi novela. Sé, en cambio, qué motivaciones, qué propósitos me llevaron a escribirla.
En mi caso -debo confesar que me avergüenza decir en mi caso, puesto que decirlo supone incluirlo (incluirme) en una serie que, aunque de modo fallido, abriría nada menos que Barthes– creo que si existe una teoría operante, esa teoría es una teoría desleída, u olvidada.
Tengo para mí -tengo como experiencia, si eso de algo vale- que el motor de mi escritura de ficción -o poética, también sería el caso- es un motor desconocido, ignoto. Es algo que me impulsa a escribir, sin que pueda saber demasiado, ni aún menos bien, de qué, o de quién, se trata. Me sirve para advertirlo cierto conocimiento fragmentario y desasido del psicoanálisis, pero ello tiene que ver más bien con cierta hipótesis genética que con un saber hacer, una tekné, al modo en que los griegos entendían a ese término.
De manera que no sé qué teoría o teorías estarían actuando en la escritura de mi novela. Sé, en cambio, qué motivaciones, qué propósitos me llevaron a escribirla, sabiendo también que el saber de un autor es, inexorablemente, el más pobre de los saberes acerca de los textos.
Digamos, de todos modos, que cuando escribí Prosopopeyas quise burlarme de las formas dogmáticas, autoritarias y burocráticas que campean en la enseñanza universitaria de la literatura, del mismo modo en que quise exhumar una figura que representa exactamente lo contrario, la de Aldo F. Oliva, que fuera profesor en la carrera de Letras de la universidad de Rosario.
Cuando escribí Prosopopeyas, no había en mi mente ninguna teoría, ni novelística, ni psicoanalítica ni lingüística ni literaria, que me estuviese indicando cómo debía proceder. A lo sumo había algunas fantasías, algunos deseos que me instigaban a hacerlo.
Ello me condujo a un territorio ciertamente lúdico y gozoso, el de la imaginación de una fábula que se iba nutriendo, inevitablemente, de caracteres (personales, textuales, culturales, históricos) pertenecientes al mundo real, pero que no eran ni su reflejo ni su llana o mera traducción.
Descubrí, así -o también: experimenté, así- lo que significa inventar un relato. Porque aunque antes ya tuviera una idea, incluso un plan, de lo que quería contar, la escritura del texto se convirtió, desde el comienzo mismo, en un constante imaginar, un incesante fabular, que por medio de ocurrencias, asociaciones, evocaciones e incluso confusiones me permitían desplegar una letra que era, para mí antes que nadie, sorprendente y novedosa.
Este extenso circunloquio no tiene otra finalidad que la de decir que, cuando escribí Prosopopeyas, no había en mi mente ninguna teoría, ni novelística, ni psicoanalítica ni lingüística ni literaria, que me estuviese indicando cómo debía proceder. A lo sumo había algunas fantasías, algunos deseos -más o menos concientes, más o menos explícitos- que me instigaban a hacerlo.
Una vez publicada pude pensar qué cosas tenía, entendiendo por cosas no sólo sus contenidos sino también sus huellas, sus rastros, sus marcas, aquellas que labran sus vínculos con el infinito universo de lo literario.
Ahora bien: una vez concluida, una vez publicada -habiendo pasado ese acto ritual por el cual un autor se desprende de su texto porque decide ofrecerlo a los otros- la novela adquirió para mí una distancia notable. Una distancia que me permitía verla –leerla– como si ya no fuese mía, sino de otro.
Fue entonces cuando pude pensarla, si eso pudiera decirse. Pensar qué cosas tenía, entendiendo por cosas no sólo sus contenidos sino también sus huellas, sus rastros, sus marcas, aquellas que labran sus vínculos con el infinito universo de lo literario
No abundaré en ese sentido: ni vale la pena ni es necesario. Diré, solamente -simplemente-, que encontré algunos procedimientos saereanos. Por ejemplo, el uso de catáforas narrativas que remiten a un futuro preciso que resulta imprescindible para narrar el presente, incluso el pasado. La lectura de Glosa o El Limonero Real es pródiga en ejemplos al respecto.
Pero no me interesa avanzar en ese camino. No digo que no sería posible: digo que no tengo ganas de ello.
Una conclusión de todo lo anterior podría ser afirmar que, cuando escribí Prosopopeyas, no recordaba, no tenía presente, la Teoría de la Novela, y que cuando la leí, una vez publicada, me resultó indiferente, y para nada atractiva, la idea de utilizarla para dar cuenta de ella.
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Portada: Facebook de Roberto Retamoso