Volver a Pavese
Por Flavio Zalazar, desde Rosario/El Furgón
El poeta de “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, durante el mes enero del año 1948 escribió un texto, transmitido por radio un mes después. En él pone en juego sus intereses intelectuales, pero también dilucida un tema afecto a los últimos treinta años en la prensa mundial: la literatura y el periodismo. Este es un rescate en tiempos por demás de especiales
Cesare Pavese nació en San Stéfano Belbo en 1908 y murió en Turín en 1950. Graduado en Letras por la Universidad de Turín, fue maestro en escuelas nocturnas. Por propia orden de Mussolini lo encarcelaron en la primavera de 1935. Luego de ser liberado publicó un manantial de libros que hoy resultan joyas de la literatura mundial. En la editorial Einaudi, su sello editor, también se dedicó a la traducción; lo efectuó con escritores norteamericanos de la talla de Melville (tradujo Moby Dick al italiano), Faulkner, Steinbeck, Dos Passos, Gertrude Stein entre otros.
Pero lo que no pudo el fascismo lo hizo la depresión; al escritor lo encontraron muerto en un cuarto de hotel, un caluroso 27 de agosto del año 1950. Junto a su cadáver apareció abierto en la primera página su libro Dialoghi con Leucò; allí había dejado una nota donde solicitaba a sus colegas que no hablaran demasiado de su muerte.
Entregado meses después al “Il sentiero dell’arte” (El camino del arte) y en traducción de Rodolfo Alonso y Hugo Gola, poetas argentinos de la generación que lo admiró, salvamos el artículo del polvo del olvido
Tienen razón los literatos
Un prejuicio muy difundido entre el público que lee es la confusión entre el periodista y el escritor, la pretensión de que el segundo pueda desarrollar el trabajo del primero, zambullirse en los viajes, en la crónica, en la aventura, y recoger una cosecha de sucesos, de emociones vividas con que nutrir sus páginas narrativas. Se dice, por ejemplo, que después de los tumultos, las atrocidades, las apocalípticas esperanzas y los sacudimientos de la historia reciente, es casi vergonzoso que nuestros narradores no sepan renovar su bagaje, su contenido, las “cosas que tienen que decir”, y dar al mundo, finalmente, libros donde el sano escalofrío de la experiencia enriquezca la página y la fábula acostumbrada. Alguno también habla de esto como de un deber. El consejo es sincero, lleno de buenas intenciones. Pero nos parece ingenuo.
Sabemos que muchos adversarios aplaudirán estos razonamientos y que muchos amigos menearán la cabeza. Pero no importa. Estamos convencidos de que una cosa es hacer crónica, y otra hacer novela. Y que las caídas y los terremotos de la historia, mientras deben tener un reflejo evidente e inmediato en los servicios periodísticos, no pueden de ordinario sino perjudicar la eficacia del trabajo literario que haga de ellos argumentos a toda costa.
Dejemos estar a los ejemplos ilustres, aquellos ejemplos que se citan comúnmente-la epopeya napoleónica que esperó cincuenta años para hacerse libro y relato con Tolstoi-, dejemos este ejemplo porque no es verdad que las nuevas experiencias de la vida y de la historia, alabadas sobre los campos de batalla del Imperio, ingresaron en la literatura solamente con La guerra y la Paz. Aquella experiencia se llamó romanticismo, se llamó culto del dolor universal o de la acción por la acción, y no solo no se hizo esperar cincuenta años, sino que con Stendhal, con nuestro Leopardi, con los grandes alemanes, con Alfieri también, acompañó y directamente precedió a la gran revolución.
Porque aquí está el equívoco. Cuando se invita a los literatos a tener en cuenta las novedades cotidianas y clamorosas de la crónica, se olvida que los hechos cotidianos no caen del cielo, sino que son fruto de un precedente estado de las cosas y de los espíritus en que, a su modo, han participado también los literatos. La lección de angustia de la guerra, vivida por todos nosotros, martillaba nuestra conciencia ya muchos años antes de que las bombas comenzaran a caer. Y no es una casualidad que el más auténtico poeta de la humanidad desarraigada por las persecuciones y el terror racial, Franz Kafka, escribiese ya en el tiempo de la primera guerra mundial.
El buen literato-no nos disgusta esta vieja palabra tan desacreditada- no puede basarse, en su trabajo más concienzudo, sino sobre una armadura de hábitos mentales y de sensaciones directas, que coincide con el trabajo de su adolescencia, con aquella que se llama su primera formación. Salir de esta armadura, abolirla, arrojarse entre los hechos con la ingenua pretensión de renacer, purificarse, primitivizarse, no supo hacerlo ni siquiera Arthur Rimbaud. Este poeta precocísimo, cuando a los veinte años se disgustó o impacientó de su mundo habitual, ¿qué hizo? Fue a África y dejó de escribir. Nada más.
Ni se puede decir que la célebre “literatura vivida” de los norteamericanos contradiga esta observación nuestra. En los pocos casos que cuentan realmente -Hemingway, Cadwell, y hasta un cierto punto Dos Passos y Steinbeck- no se trata para nada de un capricho improvisado, sino de una poética determinada por particulares condiciones ambientales, de una inicial formación y cultura, dirigidas a buscar y gozar la dureza de la vida y de las cosas. Esta estructura no se puede improvisar y sus raíces se rastrean en toda una tradición y, digámoslo también, en una retórica secular. Pero, no obstante toda legítima influencia, no obstante que para la última generación el pulso literario del mundo haya latido en América -y esto significa algo-, será necesario tener en cuenta que nuestra tradición y nuestra retórica son distintas. Esto se ve, por otra parte, en la obra de los mejores europeos, que acogiendo aquella influencia, la han filtrado a través de la sensibilidad literaria europea. No se improvisa nada, y menos la riqueza interior.
En cambio, en la represión que de demasiadas partes se repite a los escritores, está implícita sin más la rústica presunción de que relatando atropelladamente ciudades destruidas, heroísmos bélicos, hombres o cárceles, aquello, en fin, que se bautiza actualidad palpitante, nuestra literatura resultaría más rica, más verdadera, o, como se dice, más “humana”. Entendámonos bien. No se niega a nadie el derecho de elegir los argumentos en que cree, no se pretende que sea cosa meritoria asistir neutrales e impasibles a la tragedia de una guerra civil -ninguno se aparta, además, y los neutrales, los llamados bienpensantes, combaten, y cómo, ellos también-; simplemente se quiere poner en claro que la profunda humanidad, la vena auténtica, la sinceridad del arte, tienen raíces no en la mole o en la enormidad de los hechos sufridos, sino sólo en la mente y en el corazón, en la claridad de la mirada, en el monótono y martillante recuerdo. Decimos monótono e insistimos. Todo auténtico escritor es espléndidamente monótono, en cuanto en sus páginas rige un molde al que acude, una ley formal de fantasía que transforma el más diverso material en figuras y situaciones que son casi siempre las mismas. De otro modo sucede en cambio al periodista, al periodista puro, cuya página, cuyo artículo, informan, catalogan hechos, fotografían la vida, y nos sirven toda su accidental variedad. Es posible, ciertamente, que uno de nuestros escritores nos cuente, por ejemplo, su vida clandestina, su guerra, sus hambres, tal vez sus huelgas. Así como otro podrá narrar sus baños de mar, sus recuerdos de infancia, sus retiros espirituales o sus amores. Desde un punto de vista de lucha política será permitido decir al primero que hace bien, que continúe, que sus documentos en cuanto tales nos sirven. Pero solamente desde este punto de vista. Y sólo si su interés fantástico se mueve sinceramente en este modo de lucha. De otra manera, también desde el punto de vista político, será mejor aconsejarle que interrumpa y que se contente con ser cronista o enviado especial, oficios quizás más útiles.
Es ilusorio buscar en el apoyo directo de los hechos, en la escuela de la dura experiencia, en la aventura vivida, aquella seriedad y aquella precisión de fantasía que nacen solamente -cuando nacen- de la lenta costumbre y maduración de la vida interior. Que sea deber de cada uno enriquecer en toda forma -no definitiva, sino aceptando y respetando los propios límites- esta vida interior, es cosa obvia. Que cada uno de nosotros -también el escritor- esté radicado en una situación dada, en una clase, en un conflicto histórico inevitable, es verdad. Pero es cierto también que, cuando se toma la pluma para narrar verdaderamente, toda ha sucedido ya, se cierran los ojos y se escucha una voz que está fuera del tiempo.