Aquella Nueva Canción Chilena
En nuestra edición del 21 de septiembre publicamos un emotivo rescate titulado “Quilapayún y Víctor Jara en Nuestra Palabra. Días de primavera”, con notas y textos de un jovencísimo Eduardo D’Anna, cuarenta y seis años atrás. Hoy y en exclusiva para El Furgón, el consagrado escritor evoca esos días; los días de primavera. Disfruten su pluma.
Por Eduardo D’Anna/El Furgón –
Llegué a la Estación Mapocho de Santiago el 21 de mayo de 1971. Me proponía entrevistar a figuras de la Nueva Canción Chilena, un fenómeno musical que el mundo había conocido principalmente durante la campaña electoral de 1970, que llevó a la Unidad Popular al gobierno, un gobierno que se proponía llegar al Socialismo de manera pacífica, por medios democráticos.
Algo antes, en enero, yo había estado mochileando con amigos en el Sur, recorriendo la zona entre Puerto Montt y Temuco. Allí había conocido a Eric, un norteamericano que residía en la capital, quien me dijo que conocía y tenía trato con Víctor Jara. Le pregunté si podía valerme de él para conectar a los artistas que apoyaban a Allende, la mayoría nucleados en la DICAP (Discoteca del Cantar Popular), y si me aguantaría en su casa unos días, los que me llevara realizar las notas que proyectaba realizar. Me dijo que sí.
De manera que aquel día llegué a la casa de Eric, con una bolsa al hombro, y me alojé en su departamento del barrio del Cerro San Cristóbal. De la impresión más fuerte que recibí ya había tenido un adelanto en mi primera visita a Chile, en el verano: era ver cómo la gente se expresaba con entera libertad respecto a sus ideas políticas, aunque fueran de izquierda. Acostumbrado a moverme siempre desde la infancia en dictaduras o gobiernos que proscribían ciertos partidos o ideas, me hacía gracia y placer que alguien, para quien yo era un perfecto desconocido, me dijera: “yo soy comunista”, o “yo soy socialista”.
A Víctor lo conectamos enseguida, y también nos llegamos al local de la DICAP, para concertar las otras entrevistas. Allí, en la calle Londres, en el idosincrático barrio París-Londres de Santiago, uno de los lugares más hermosos de la ciudad, en una casa cuya cerradura hoy exhibe telarañas, conocí a dos integrantes de Quilapayun, y arreglé los otros encuentros.
Víctor vino directamente al departamento, como si fuera un viejo amigo. Era impresionante su fe, su seguridad. De ellas derivaba la espontaneidad de sus canciones. Unos días después, concurrí a un recital suyo: me sorprendió comprobar cómo seducía también a los pequeños burgueses y burgueses que lo escuchaban, que en su orgullo de chilenos “olvidaban” (supongo que por un rato solamente) lo peligroso que eran para ellos la forma en que Víctor hablaba de las personas humildes, sin grotescas desfiguraciones: para hacer pensar, no para hacer reír ni para idealizar.
Sus creaciones surgían, sin embargo, de planteos espontáneos, que le indicaban la necesidad del momento. Eso tiene sus límites, y ya se lo había dicho Luis Advis: “Estudia, Víctor, no dejes todo librado a la inspiración”. De hecho, el Lucho era el más mental, el más consciente de los artistas de la Nueva Canción. Muy preparado tanto musical como literariamente, la “Cantata Santa María”, que le dio renombre, era un producto cabal de sus reflexiones sobre lo que debía ser un arte popular, de lo que había que poner y lo que había que sacar. “Me sorprende el papel del contrabajo en la Cantata”, le dije, “cómo subraya los momentos culminantes”, pensando que había tomado eso, no sé, de Shubert, de Beethoven. “Ah, sí” -me contestó- es que la gente está acostumbrada a las canciones de Palito Ortega y de Sandro, y pensé que extrañaría la falta del bajo”.
“Y no has observado”, me dijo también, “que en la Cantata no hay ritmo de cueca”. “Es cierto”, le contesté, “¿por qué motivo?”. “Es que yo soy del Norte Grande. Ahí no se baila cueca”. “¿Ah, no? ¿Y qué se baila?”. “Corrido mexicano”.
Me dio ganas de reír, pero me acordé la predominancia en la Argentina de la cumbia, un ritmo colombiano; de los recorridos del bolero, nacido en Cuba y aclimatado en México, me acordé que el chamamé está tan vivo en guaraní, en español, como en portugués… Y volví a pensar en Víctor, sosteniendo la unidad esencial de América Latina, la necesidad de liberarla en bloque.
Lucho venía de trabajar con el conjunto Inti Illimani en un disco que se llamaba “Canto al Programa”, en donde los distintos temas se relacionaban con las medidas proyectadas por la UP, a las que difundían y explicaban. Él no estaba demasiado conforme, creo que le parecía un trabajo artístico de exposición demasiado directa, que no podría reemplazar adecuadamente el trabajo militante, pero me dijo que eran precisamente los militantes los que se los habían pedido, y que ellos habían respondido sin vacilar, respetando a los que se supone que sabían por qué lo estaban requiriendo.
La modestia de los Inti Illimani también provenía de esa actitud de servicio. Era conscientes de que los registros de sus voces eran demasiado parecidos, y no les permitían demasiadas audacias, pero conocían bien distintos instrumentos, y tenían un riqueza tímbrica que les interesaba explotar. Habían grabado temas populares y revolucionarios de toda Latinoamérica, y recién ahora estaban explorando el acervo chileno: “Empezamos arruinando las canciones de los otros”, me decían chistosamente. El público que deseaban era el popular, y se proponían recoger esa necesidad de expresión, tan restringida por la explotación comercial, y tan deformada por ella. “No nos interesa criticar a los pequeños burgueses”, me reiteraban, “sino hacer avanzar la conciencia del pueblo”.
Tal vez en esas palabras anidaba cierta critica a la estética de Ángel Parra, cuyas canciones, muy graciosas, ridiculizaban la alienación de los sectores medios de Chile. No pude entrevistar a Ángel, aunque sí llegué a conocerlo personalmente, en la Peña. Allí, donde había cantado su madre, la célebre Violeta, conversamos un rato con él, Eric y yo, pero no pudimos encontrar un lugar en la poblada agenda del artista, para que yo lo reporteara.
Por último, lo fui a visitar a Eduardo Carrasco, el director del Quilapayún, en su casa de un barrio acomodado de Santiago. Eduardo estaba orgulloso de la repercusión de la Nueva Canción en Europa, debida más que nada a su conjunto. Pensaba, creo que con razón, que su actividad representaba una propaganda importante para el gobierno de Allende, y colaboraba a que se conociera su política y sus ideas. De hecho, Quilapayún era el conjunto más elaborado de todos, el que poseía más recursos, tanto instrumentales como vocales. Su repertorio era producto tanto de creaciones nuevas, como de una búsqueda en el campo de la canción revolucionaria latinoamericana, desde fines del siglo XIX incluso.
El contacto con la gente de la Nueva Canción me proporcionó una dimensión que no había imaginado, a pesar de mis expectativas. Aunque no fui exitoso en el campo de la letrística -eso en la Argentina florecería bastante después-, me sirvió para revisar mi forma de escribir poesía: qué temas elegir, qué tono esgrimir, cómo era posible esa estética. Para no hablar del clima de bohemia, del intercambio de ideas, de las esperanzas que llenaban el corazón en aquellos días de Santiago.
A mi regreso, me detuvo la Gendarmería, y me hicieron procesar por la ley anticomunista, un engendro destinado a penalizar la forma de pensar, que creaba un delito de conciencia prohibido por la Constitución, debido al autócrata Onganía, ya defenestrado. Los jueces de la época eran un poco menos desvergonzados que los que ahora: había jurisprudencia reiterada que sostenía que el material tenía que ser por su cantidad, presumible de ser destinado a propaganda. Yo traía algunos discos y libros para mis amigos, nada más, así que me sobreseyeron, y me devolvieron las cosas. Los reportajes los había mandada antes del regreso, por correo normal, a una novia que yo tenía. Tiempo después se publicaron por gestión de Ariel Bignami, usando un seudónimo por aquello del proceso judicial. Pero el 13 de septiembre, por desgracia, estaba cerca. Allende fue derrocado, pero lo que hizo y lo que pasó, entre otras cosas, la Nueva Canción Chilena, es una experiencia que no debe perderse en el olvido.
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Producción: Flavio Zalazar, desde Rosario
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