sábado, febrero 15, 2025
Cultura

Arthur Rimbaud o la crónica de la adolescencia

Por Flavio Zalazar, desde Rosario/El Furgón –

La poesía del francés es un misterio de insondable fascinación. También lo fue su vida. Los primeros años del poeta -hijo de padres separados- explotaron luego en una juventud feroz, de la que surgieron versos inmortales. Más tarde llegó la bruma con la ida hacia el continente africano. Sin embargo, el compañero diabólico de Verlaine y cultor de la videncia poética, reunió en su singularidad de existencia y obra características que hoy los adultos definimos como el ser adolescente. Aunque esto no es más que una perspectiva de lectura sujeta, claro está, a interpretaciones varias.

A. Rimbaud

Un polimorfo perverso

El niño, hijo del matrimonio entre un oficial del ejército colonialista francés con una rentista de la pequeña ciudad de Charleville -desavenido al poco tiempo de nacer éste-, a sus tiernos seis años, quiso aprender música y tener un piano. El pedido que su madre rechazó de plano. El muchacho no se dio por vencido y, en ausencia de ella, cuando quedó solo en casa, obstinadamente aferrado a su idea, recortó la mesa del comedor en forma de teclado. Al regreso de ésta, entre cólera, disputas y griterías, Rimbaud no cede “¡Si no me alquilas un piano, cuidado con tus otros muebles! La madre debió capitular, preocupada por las instalaciones del hogar.

Unos años después, siendo un estudiante brillante del colegio laico de la ciudad, borroneaba estos versos:

“El cuarto de sombras invadido. Vagamente se escucha

     De los niños el dulce y triste parlotear,

     La cabeza caída, aún de sueño pesada,

     Bajo la larga cortina blanca que tiembla y se levanta,

     Afuera, los pájaros se acercan de frío temblorosos,

     Y el nuevo año, de porvenir nebuloso,

     Dejando caer los pliegues de su manto nevado

     Sonríe sollozante y canta tembloroso”

Rimbaud, 1879.

Sin embargo, a los gustos por “las bellas letras”, surgieron las prolongadas ausencias al hogar, las correrías en la frontera belga y el placer por el tabaco. Comienza así a erigirse un adolescente ávido, empecinado y de difícil carácter, de inteligencia magnífica.

Diablo y alcohol

En el bachillerato, Rimbaud asiste a las clases del profesor Georges Izambard. Éste era portador de un nuevo ideal y se lo lega al joven discípulo. Así lee a Juvenal, Lucrecio, Rabelais y Villon, Baudelaire, Banville, Saint-Simon y Proudhon, promoviendo, parece en vano decirlo con estos nombres, el llamado de la vocación: la de poeta. Sale a la ruta, hambriento por saber, a pie, al encuentro de París, la ya denominada “ciudad luz”:

“Hacía ocho días que tenía rotos los botines

   Por los guijarros del camino; en Charleroi entré

   A la agrete posada, pedí unas rebanadas

   De pan con manteca y jamón…”

 

“Iba, con las manos en mis bolsillos rasgados,

     Mi saco ya también era ideal,

     Andaba bajo el cielo, Musa, y te era leal.

     ¡Oh! ¡Cuántos espléndidos amores allí soñados!

     Mi único pantalón lucía un gran agujero.

     Pulgarcito soñador, desgranaba con fervor

     Rimas. Mi albergue era la Osa Mayor,

     Un dulce fru-fru tenían mis estrellas en el cielo”.

Ya en la capital conoce al escritor con el que se había carteado durante años, Paul Verlaine. Arthur se presenta diciendo: “No tengo dinero, llevo solo mi poesía”. Pronto formaron una pareja apasionada y tortuosa. Pasaron dos años de alcohol, sexo y peleas que terminaron con tres disparos, la mano herida del “poeta niño” de diecisiete años y una condena al mayor, Verlaine (veintisiete) a dos años de trabajos forzados.

El cuadro “Un rincón de la mesa” (1872), de Henri Fantin-Latour: a la izquierda aparecen sentados Verlaine (casi calvo) y Rimbaud (con el cabello revuelto). Fuente: Wikipedia.

Extrañado o conmovido por el poder de su poesía, Rimbaud renuncia a ella, convirtiéndose en uno de esos seres perseguidos por su destino. En África intervino en el negocio de las armas y el mercado de la prostitución. Murió a los treinta y siete años, a consecuencia de un tumor de huesos que se le declaró en la rodilla, avanzando por todo el cuerpo. Dejó Poesías (1863-1869), Cartas del vidente (1871), Iluminaciones (1872) y Una temporada en el infierno (1873).

Rimbaud en Harar, Africa

Un biógrafo señaló que la adolescencia del poeta fue sólo un grito de impiedad, de indiferencia e insumisión, una verdadera temporada en el infierno. Apreciación extensiva a los que alguna vez tuvimos esos años y hoy lo observamos, en forma de destellos, en los ojos de los jóvenes que nos rodean.