Marvel Aguilera, autor de ‘La jaula humana’: “Defiendo la realidad en la que creo a través de la ficción”
“La jaula humana” (El bien del sauce) es un libro que reúne cuentos de Marvel Aguilera quien en este artículo se refiere a los motivos de su narrativa. El autor señala que “mi posición en la escritura es política, porque no creo que haya manera de deslindarse de ella, como decía (David) Viñas”.
Por Marvel Aguilera/El Furgón –
Una jaula no es una prisión. Una prisión es la estructura ejecutora de un castigo, del accionar en contra de las leyes regidas por un sistema. Un resabio pavloviano. La jaula es un hábitat natural para muchos animales. La idea de fondo del zoológico en su conformación era amaestrarlos para su exhibición, para el divertimento público. Quien haya pisado uno de ellos hace algunos años, cuando todavía eran aceptados socialmente, recordará que varios de los animales hacían uso de la estructura como si fuera parte de la naturaleza silvestre. Cuando leí Reglas para el parque humano de Peter Sloterdijk empecé a cuestionar la noción del “humanismo”, y a plantearme la idea de la “civilización” como un método de domesticación de nuestra facultad instintiva. De lo que somos por naturaleza. Eran otros años. Muy cercanos a la crisis del 2001. Los vagones del Sarmiento se rubricaban de precariedades: tipos colgados en las puertas abiertas, merca en las narices del furgón, peleas a puño limpio por un efímero espacio en medio de un calor insoportable. Algunos repetían que viajábamos como ganado. Muchos hoy lo siguen repitiendo. Es cíclico. Nos acostumbramos al malestar. Normalizamos todo. Nos amaestraron para soportar el dolor, el cansancio y la miseria. Los años kirchneristas trajeron un halo de esperanza, la felicidad popular empezaba a germinar en muchos sectores desprotegidos y golpeados por modelos de ajuste que pedían austeridad y racionalidad a gente que no podía llegar a fin de mes, que cambiaba un jean viejo por un litro de aceite en un depósito de trueque. Estos últimos cuatro años la sensación resurgió, como si estuviéramos condenados a repetir la tragedia como farsa. El discurso fue otro, más edulcorado y progresista, pero las prácticas las mismas. Votar al patrón para profundizar nuestro sometimiento. La modernidad era eso; la vieja política, sinónimo de corrupción.

La producción de los cuentos de La jaula humana surgió en años posteriores a la Facultad de Filosofía y Letras. El existencialismo nos había colmado a muchos. Mis idas y vueltas del conurbano a Caballito se sucedían en un país que empezaba a reconstruirse tras su estallido. La Alianza nos había quitado el entusiasmo por la política, con su discurso anti-ideológico y la ineptitud de sus dirigentes hoy replicados en el “mejor equipo de los últimos 50 años”. La escritura era y sigue siendo una forma de canalizar la rabia y frustración social. La mía era dispareja y fervorosa. Mi formación habían sido las Aguafuertes de Roberto Arlt, las Memorias del subsuelo de Dostoievsky, el Adanbuenosayres de Leopoldo Marechal. Me gustaban los tipos que escribían desde el barro, que te hacían sentir la calle palpitar en los ojos. De ese lapso surgieron varios de los cuentos escritos, como El pasajero fiel, Recortes y Los Extras. Pero algo no funcionaba. El pensar desde lo filosófico me abstraía de una realidad que necesitaba ser dirimida desde la calle. Cuando estudié periodismo entendí que la escritura era la práctica de intercambio con la realidad cotidiana. Ya en el oficio, pasé de cubrir música y los últimos resabios del indie pop a la literatura. Volver para ser mejores, es una frase que se aplicó también en esta situación.

Conocí a Camilo Sánchez, el editor de El bien del sauce, cuando le hice una nota. Él acababa de publicar La feliz. Estuvimos en su estudio hablando de poesía y periodismo. De Edgar Bayley y Martín Rodríguez. La literatura, cuando se habla, parece hacer más ligera la realidad. Un flotador en medio de la mierda. Cuando me invitó a su taller hubo un quiebre, el trabajo con los cuentos y el intercambio de voces respecto a las historias me permitió reconstruir ese contexto en que varios de los relatos estaban inmersos y poder generar una línea continuadora. Ahí aparecieron los nuevos relatos: Reminiscencias, Sapos quemados, El último testigo y En defensa de la sangre. Pude, además, vislumbrar la relación conflictiva de los personajes con la figura paterna: un amor en tensión, de necesidad por romper el mandato pero a su vez de culpa por hacerlo. Y entendí que el escenario del conurbano era relevante y no una mera puesta descriptiva, que a los lectores les llamaba la atención la mirada de alguien que había crecido ahí. En mi caso, odio la romantización de eso, pero también la visión estigmatizante. Existe actualmente una facilidad por usar términos del tipo “marginal” con mucha liviandad. Y lo popular no es marginal, no necesariamente. Así como tampoco la pobreza es sinónimo de pueblo. Me gusta pensar que el correlato de los cuentos permite un poco debatir eso y poner sobre la mesa una visión crítica de la realidad social, una que los medios propagan diariamente sin ningún prurito. A fin de cuentas, mi posición en la escritura es política, porque no creo que haya manera de deslindarse de ella, como decía Viñas. Escribo para defender la realidad en la que creo a través de la ficción.
Fragmento del cuento “El último testigo”
Era diciembre y las elecciones eran en una semana. El candidato evangelista se perfilaba primero en casi todas las encuestas. Decía que los homosexuales eran psicópatas, que a cada inmigrante le llegaría una citación para abandonar inmediatamente el país o padecer las consecuencias, que los piqueteros eran organismos terroristas que atentaban contra la soberanía nacional. Cada diciembre, cuando era chico, mi viejo terminaba vomitando en el inodoro del baño, una mezcla de sangre, carne y alcohol. Su hígado estaba colapsando. Cirrosis, le dijo el médico. Mi madre lo retaba, le pegaba trompadas en el pecho, le decía que era un hijo de puta, que nos quería dejar solos y a la deriva.
¡No me van a decir cómo me tengo que venir a morir!– gritaba él.
Me puse la camisa blanca y la corbata negra. Era la inercia. Agarré el bolso y salí a la calle. Estaba húmedo. Enfilé directo hacia el centro. Las paredes estaban llenas de propaganda política. Una señora gorda y morocha vendía cabezas de ajo y perejil en la vereda. Un ciruja se rascaba los genitales en la esquina. Tenía al lado de sus trapos mugrientos una jaula con un canario. Los colectivos pasaban vacíos. Subí al andén y compré un paquete de Marlboro en la estación de Moreno. Las palomas caminaban entre mis zapatos. Hacían ruido con el cogote. Cagaban. Las ahuyenté con una patada al aire. Prendí un cigarro esperando el tren.
Cuando llegué a Liniers caminé hasta la estación de micros. Eran más de cinco años desde la última vez que había ido a General Villegas. Las calles estaban llenas de puestos. Vendían frutas, juguetes para niños y zapatillas deportivas. Todo junto. Crucé entre el olor a chipá caliente. Una voz me gritó desde atrás. Me di vuelta. No lo reconocí en el momento, pero su voz se hizo imagen en mi cabeza. Era el tío del Bebo, el camionero. Me dijo que estaba de paso porque iba rumbo a La Pampa a hacer una entrega. Trabajaba en Sancor. Me preguntó si me alcanzaba a algún lugar. Le dije dónde iba. Me miró raro. Como si no entendiera o le estuviera tomando el pelo. Me apoyó la gruesa mano en el hombro.
Vení y vemos dónde te tiro – me dijo.
Víctor tenía el pelo enrulado y una barba ceñida. Llevaba una remera gris levemente sudada en la barriga. Se puso un escarbadientes en la boca que movía con lentitud. Del vidrio delantero del camión colgaba un escudo de San Lorenzo y un llavero con dos fotos de unos nenes. Al costado, una calcomanía con la cara de Pappo.
¿Y vos te hiciste cura? ¿Qué onda?- me preguntó.
Sonaba La Renga desde hacía rato. La brisa entraba fuerte por la rendija que dejaba mi ventanilla. Íbamos a casi cien, por la ruta siete. Veía el campo en su llana extensión. Alguna que otra laguna perdida. Un hombre caminando en medio de una cosecha de trigo con un palo en la mano. Le mentí. Le dije que trabajaba para una empresa de seguros y que tenía que ir a cerrar un contrato en la ciudad. Mi respuesta no lo contentó. Se quedó callado. Movía la boca como si se limpiara los dientes con la lengua. Miró para adelante e hizo un gesto con la mano hacia arriba para que escuche.
¿Te cabe el rock? – me dijo.
Recordé aquellos años en Paso del Rey. Fumaba faso en la esquina de la estación con Enzo y El Bebo. Tenía una campera de jean con un parche de los Misfits. Me teñía el pelo de naranja. Los sábados caíamos siempre en La Cueva, ahí en Mario Bravo y Reconquista. Escuchábamos bandas hardcore, pospunk, alguna que otra de ska. A veces nos peleábamos contra los skinhead. Hacíamos pogos. La primera vez que caí en cana fue cuando tocaron Los Estrafalarios. La ceja me sangraba sin parar. Los vidrios estaban por todo el piso. Cayó la cana adentro del boliche. Algún vecino había buchoneado. Me pusieron la cara contra el frío de la pared en esa madrugada de Moreno. Las manos esposadas. Media docena de horas en la comisaria. Mis viejos estaban afuera cuando salí. La vieja me abrazó.
Vos sos un caso perdido – me dijo el viejo una vez en casa.
Desfilaban las estancias al costado de la ruta. Víctor fumaba sacando el brazo por la ventana. Nos detuvimos a cargar nafta. Le pasé plata. Me quedé a un costado del camión. Vi a un tipo de saco y lentes negros junto a una mujer en minifalda. Fui al baño a orinar. Me miré en el espejo resquebrajado de la estación de servicio. Estaba canoso, con ojeras y los labios morados.
La primera vez que lo vi a Guillermo fue en la plaza frente a la municipalidad de Paso del Rey. Estábamos con El Bebo y la Mechi. Se sentó junto a nosotros. Nos ofreció unos folletos de Despertad! Tenía la cara como la de un bebé: la piel tersa, el pelo rubio y los ojos celestes. Su mirada era de paz, de bálsamo.
Nosotros somos punk, no creemos en esa mierda de la iglesia chabón – le dijo El Bebo.
Guillermo sonrió. Era elegante. Parecía un ángel de camisa blanca y corbata. Nos dijo que él no pertenecía a ninguna iglesia. Que las creencias eran el argumento ficticio de quienes no estaban dispuestos a develar la verdad. Nos invitó al centro recreativo. A tomar unos mates. Escuchar unos vinilos viejos de Deep Purple. Leer aquello que el mundo nos iba a prohibir.
La rebeldía contra el sistema es la principal arma para contentar a la juventud, para que nunca sepan quiénes son– nos dijo.