Bolsonaro, el capitán de hojalata
“En los tiempos sombríos, ¿se cantará también?
También se cantará sobre los tiempos sombríos”
Bertolt Brecht
Por Jorge Montero/El Furgón –
“Me presento ante la nación este día en que el pueblo empezó a liberarse del socialismo”, afirmó Jair Bolsonaro cuando promediaba su primer discurso como presidente, ante sus seguidores reunidos en Brasilia. “¡Nuestra bandera jamás será roja!”, vociferó al tomar posesión como 38° mandatario de la República federal de Brasil, en una ciudad militarizada. Para agregar: “Sólo será roja si precisamos derramar nuestra sangre para mantenerla verde y amarilla”. Redundante en su retórica de campaña, el ex capitán, volvió a mostrar la orfandad de ideas y propuestas ante los gravísimos problemas que atraviesan al gigante suramericano.
Un politólogo argentino sintetizó la paradoja brasileña con un juego de palabras: “elegir a un fascista de verdad, creyendo que es de mentira, por miedo a un comunismo de mentira que creen que es de verdad”.
Ahora mesianismo y ataque frontal contra las mayorías: Que los niños vistan de azul y las niñas de rosa, mientras se excluye a la población LGTB de las políticas de derechos humanos. Que hace treinta años que gobierna el comunismo y es imprescindible batallar contra el marxismo cultural. Que hay que privatizar todo y echar a los petistas para devolver la confianza de los inversores y atraer recursos privados. Mientras se rebaja el salario mínimo ya fijado a 998 reales. Las reservas indígenas, fundamentalmente amazónicas, pasando a manos de terratenientes y ejecutivos del agronegocio enquistados en el ministerio de Agricultura. Que es necesario proteger el accionar policial y promover el derecho a la legítima defensa de la población. Que vamos a quitar el sesgo ideológico de las relaciones internacionales, mientras se edifica la Santa Alianza del siglo XXI con Estados Unidos e Israel. Que “Brasil por encima de todo y Dios por encima de todos”.
El nuevo gobierno de Brasil se asemeja más a una junta militar de las que asoló los países latinoamericanos del siglo pasado, que al gabinete técnico de un gobierno electo del siglo XXI. Entre los 22 ministros se mezclan fervorosos anticomunistas, economistas del gran capital, evangélicos de toda laya, terratenientes de la bancada ruralista y hasta el juez que encarceló a Lula da Silva. Pero sin duda entre todos ellos, destacan siete militares ocupando posiciones ministeriales.
Algunos como el nuevo director del Gabinete de Seguridad Institucional (GSI) -a cargo de las labores de inteligencia-, el general retirado Augusto Heleno Ribeiro, ganaron visibilidad al frente de la misión militar de la ONU en Haití. Y aquí conviene detenerse.
Liderada por Brasil, la llamada Minustah (Misión de las Naciones Unidas para la estabilización en Haití) reunió militares de varios gobiernos “progresistas” de Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Paraguay, entre otros países. El 1° de junio de 2004, el gobierno de Lula da Silva aceptaba la invitación realizada por la ONU para comandar las fuerzas militares de ocupación en Haití. La misión era, en realidad, la continuidad de un golpe de Estado perpetrado directamente por Estados Unidos, que depuso al entonces presidente electo Jean-Bertrand Aristide, preso y deportado por los marines hacia la República Centroafricana.
Degastado por la malograda invasión y ocupación de Irak y Afganistán, el entonces presidente estadounidense, George W. Bush, recurrió a la ONU, a fin de concretar la ocupación del país caribeño. El gobierno de Lula aceptó prontamente la oferta. Era una forma de agradar a Bush y, simultáneamente, aspirar a la tan codiciada vacancia en el Consejo de Seguridad de la ONU, algo soñado por Itamaraty como compensación por los servicios prestados al imperialismo.
Trece años después que los cascos azules desembarcaran en la isla, escenario de la primera revolución negra de la historia, la Minustah fue oficialmente desactivada. Para 2017 la ocupación militar había dejado un largo rastro de abusos, violaciones, crímenes, y todo tipo de negociados, además de una epidemia de cólera que acabó con la vida de al menos 9 mil haitianos.
Detrás del discurso humanitario, que justificó la acción militar, estaba el interés estadounidense de estabilizar la estratégica región del Caribe, y poner en funcionamiento las “maquilas”, propiedad de grandes multinacionales, que superexplotan la mano de obra haitiana, con un salario que, muchas veces, queda reducido a la mitad de lo que gana un obrero en Bangladesh.
Para Brasil había un beneficio mayor. El envío de militares, para que actuaran en áreas urbanas de Haití, sería el laboratorio perfecto para el posterior uso de las Fuerzas Armadas en el propio país. “El envío de tropas a Haití traerá experiencia para garantizar la ley y el orden interno, un objetivo que yo diría que puede ser alcanzado”, declaró al periódico Folha de Sao Paulo, en mayo de 2004, el comandante de la brigada brasileña que desembarcaría en Puerto Príncipe.
Y fue esto lo que hicieron los 37.500 militares brasileños que pasaron por Haití, durante el tiempo que duró la Minustah. Entrenaron en situaciones reales de combate y probaron equipos militares. Brasil no ganó el asiento en el Consejo de Seguridad, pero aumentó sus exportaciones de armamento y ganó tropas con experiencia en operaciones de calle, ocupación de chabolas o creación de “puntos fuertes” como en Cité Soleil, la mayor villa miseria de Puerto Príncipe. Todas acciones implementadas a posteriori en su país de origen, por los sucesivos gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva, Dilma Rousseff y Michel Temer en contextos similares: sobre las favelas cariocas, en ocasión de la visita del papa Francisco, la Copa del Mundo, las Olimpíadas, o la militarización de Río de Janeiro.
Al contrario de la propaganda gubernamental, la actuación de las tropas en Haití, no se resumía al combate contra las pandillas o grupos paramilitares. La represión a los movimientos populares, movilizaciones estudiantiles (incluyendo el asalto a la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad estatal haitiana) y huelgas obreras, formaba parte del accionar cotidiano de las tropas de la Minustah. Como denunciaran los dirigentes de “Batay Ouvriye” (Batalla Obrera), y reprodujeron portales de la izquierda brasileña: “en el 2008 y 2009, comenzaron a reprimir directamente a los obreros movilizados, tanto en las fábricas como en las luchas más generales, como en el 2009, contra el salario mínimo de miseria, que los burgueses del sector textil y su gobierno reaccionario querían imponer”.
En este contexto los sucesivos gobiernos brasileños, asistidos por vigorosas campañas de prensa, prestigiaron el rol de las Fuerzas Armadas, al tiempo que depositaron en sus manos cada vez mayor poder político. La escalada fue allanando el camino hasta la intervención abierta de los uniformados en los recientes comicios en que fue electo Jair Bolsonaro, donde llegaron a vetar la candidatura del dirigente del Partido de los Trabajadores (PT), Lula da Silva.
Ahora encumbrados en altos puestos de gobierno, profundizan la reivindicación de la dictadura que sometió a Brasil durante dos décadas (1964-1985), exigen el incremento de la partida para gastos militares -que hoy supera los 25.750 millones de dólares-, y preparan sus fuerzas bajo una nueva hipótesis guerrerista frente a la República Bolivariana de Venezuela.
El presidente brasileño Jair Bolsonaro pretende recuperar para Brasilia el lugar de socio estratégico de Washington en la geopolítica regional, como claramente lo manifestó al enviado de Trump a su asunción, el Secretario de Estado Mike Pompeo. Junto a su vicepresidente, el general Hamilton Mourao, proclama abiertamente la necesidad de invadir Venezuela. Lo hace por convicción fascista. Pero hay otra razón primigenia: ponerle el nombre de Venezuela a la guerra que sin demora lanzará contra el propio pueblo brasileño.
Brasil está por delante en el camino de la irracionalidad y la violencia que hoy parece prevalecer en el escenario latinoamericano.