Brasil a la derecha: El incendio y las vísperas
“Hacia donde se incline Brasil, se inclinará Latinoamérica”.
Henry Kissinger
Por Jorge Montero/El Furgón –
Pocos podían avizorar una evolución negativa tan veloz del escenario político brasileño, a pocas horas del mazazo que significó el resultado de la primera vuelta de las elecciones presidenciales.
La contundencia del triunfo de Jair ‘Messias’ Bolsonaro, con más de 49 millones de votantes, casi no deja margen para la esperanza. El ex capitán del ejército recolectó el 46,23% de los sufragios, contra el 29,21% del candidato petista Fernando Haddad, que lo enfrentará en el ballotage.
Abundan en este momento las lecturas sesgadas y los desconciertos.
Se afirma que el encarcelamiento y la proscripción de Lula fueron determinantes porque el Partido de los Trabajadores (PT) se quedó sin el único candidato que tenía chances reales de triunfar.
Se abona la idea del terrible atraso cultural de Brasil, país que abolió la esclavitud recién llegado al siglo XX, y que extrajo caucho o cultiva soja deforestando la Amazonia.
Se insiste en que la campaña comunicacional de los medios hegemónicos –los mismos que desgastaron al gobierno de Dilma Rousseff y contribuyeron a encarcelar a Lula– resultó decisiva.
Se dice que las iglesias evangélicas –especialmente la Iglesia Universal del Reino de Dios– volcaron a gran parte de la población más pobre de Brasil hacia el candidato ultraderechista, además de apuntalarlo con sus medios de comunicación y de aportar millones a su campaña.
Se asevera que el movimiento obrero brasileño es inmaduro, ya que recién irrumpió en el escenario político a partir de las décadas de 1950-60.
Se certifica que la victoria de Bolsonaro es también fruto de la aspiración de “orden” por parte de la población, duramente golpeada por la delincuencia y la inseguridad, que la lleva a añorar la aplicación de los métodos de la dictadura militar, que se extendió entre 1964 y 1984.
Se aceleran las urgencias atípicas de un ciclo electoral que parece clausurarse con nuevo presidente,dispuesto a liberar los demonios del populismo de extrema derecha, desde el Palácio do Planalto. Por tanto, estas premuras son particularmente desafiantes para las derrotadas izquierdas brasileñas.
Pero como no cae rayo en cielo sereno, se hace imprescindible comenzar caracterizando como el régimen político se ha endurecido considerablemente en los últimos meses. Aumentó la violencia política, cuya manifestación más visible fue el asesinato de la diputada municipal de izquierda Marielle Franco el 14 de marzo pasado. Además, han ocurrido otras ejecuciones de dirigentes políticos locales, ha aumentado la violencia contra líderes sociales, sobre todo en el medio rural, se ha acentuado el verdadero genocidio de jóvenes negros y pobres de las periferias urbanas, se ha decretado la intervención militar en el Estado de Río de Janeiro con el pretexto de la lucha contra el crimen organizado, se han perseguido judicialmente a profesores y científicos con acusaciones sorprendentes contra los resultados de sus investigaciones (por ejemplo, sobre los efectos nocivos para la salud pública derivados del uso intensivo de agrotóxicos).
El golpe institucional que llevó a la destitución de la presidenta Dilma Rousseff en 2016, a la prisión de Lula da Silva y a la gestión de la operación “Lava Jato”, ha consolidado un régimen de excepción que, de forma similar a lo sucedido en otros países de la región, acentuó sus rasgos reaccionarios y autoritarios. Esto significa que el carácter socialmente excluyente y políticamente restrictivo de las libertades democráticas se ha reforzado en los últimos tiempos. Sin transformarse en un régimen dictatorial de tipo fascista, ha abierto espacio para la irrupción de fuerzas políticas neofascistas, como la encabezada por el ex capitán Bolsonaro. Fuerzas de extrema derecha que usan los instrumentos políticos, despojos de la democracia burguesa, para hacer apología de prácticas típicas de la dictadura (ponderación de la tortura, justificación de la violencia extrajudicial contra barriadas pobres, intolerancia contra líderes de izquierda o reformistas, etc.)
Esta pulsión del régimen político no se puede explicar sin considerar el papel de la crisis económica mundial. Una crisis de rentabilidad del capital que impuso el fin de la política de conciliación de clases que el gobierno del PT, y muy particularmente Lula da Silva, habían defendido y practicado en el gobierno desde 2003. El círculo vicioso del subdesarrollo es implacable. No sorprende que todo lo que parecía sólido se haya desvanecido en el aire.
Tal vez sea por ese lado donde haya que buscar la razón por la que terminaron derribados como castillos de naipes la mayoría de los gobiernos “progresistas” de la región.
Las clases dominantes, con el apoyo activo del imperialismo estadounidense y del capital financiero internacional, estimularon la crisis económica del Estado para imponer una versión más agresiva del capitalismo, a través del recrudecimiento de la opresión social (agravamiento indecible de las condiciones de vida de las grandes mayorías, racismo, extermino de jóvenes pobres, violencia contra quienes luchan por la tierra y por el territorio, sean campesinos, pueblos indígenas o afrodescendientes) y de la dominación patriarcal (aumento de la violencia contra las mujeres, liquidación de las conquistas de los años más recientes por la igualdad y por el reconocimiento de las diferencias). La barbarie engendrada por el sistema se vuelve cada vez más evidente y peligrosa, atentatoria del más elemental derecho humano, el derecho a la vida, por no hablar siquiera del derecho a una vida digna.
Latinoamérica está conmocionada. Gobiernos amigos, como el argentino, se frotan las manos. Mientras el canciller argentino, Jorge Faurie, vocero del pensamiento neofascista solapado de Mauricio Macri, expresaba su regocijo: “Los brasileños hicieron su ejercicio democrático con total libertad y con un posicionamiento que mira hacia el futuro y no hacia el pasado”; uno de nuestros “bolsonaros” de entrecasa, el impresentable diputado oficialista Alfredo Olmedo, desde Brasil, celebraba la performance del ex militar: “Es lo que vengo pidiendo para la Argentina. Orden, respeto y género: hombre y mujer”, agregando: “Me siento y soy evangélico igual que él. El miedo a Dios tiene que volver a la Argentina”.
Las condiciones políticas que permitieron al PT ser la “izquierda” hegemónica en el período anterior dejaron de existir. Una mera alianza política coyuntural, con las mismas fuerzas de la burguesía que apoyaron el golpe institucional –que además corrieron a abroquelarse con el verborrágico capitán cuando candidaturas como las de Geraldo Alckmin se derrumbaron–, resultan particularmente incomprensibles para las propias bases de su movimiento.
Como dijera Frei Betto, militante crítico del PT: “Aquí delegamos el poder en los enemigos de la democracia”, en referencia a las alianzas políticas con la derecha que dieron sustento a los gobiernos de Lula y Dilma. Michel Temer, Eduardo Cunha, Renan Calheiros, presuntos aliados ayer, golpistas de hoy. “En los momentos de dificultades, convocamos a los incendiarios para apagar el fuego”, afirma el dominico. Para agregar: “Perdimos la oportunidad de hacer la alfabetización política de la población. Nuestra tarea número 1 debía haber sido, como sigue siendo, organizar la base popular, el movimiento popular. Arte, cultura, deporte, movimiento LGBT, movimiento negro, de mujeres. Cambiamos un proyecto de Brasil por un proyecto de gobierno. Ganar elecciones se ha vuelto más importante que promover cambios a través de la movilización de los movimientos sociales. Diluidos, acatamos una concepción burguesa del Estado, como si no pudiera ser una herramienta en manos de las fuerzas populares”
La dirección del PT está ganada por el oportunismo de la supervivencia partidaria en el próximo ciclo político, aunque ello implique despejar la ancha avenida, por donde ya desfilan Bolsonaro y sus acólitos al grito de: “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos”.
Tal vez, y de una vez por todas, podamos aprender de las derrotas.
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