A sus pies rendido un gentleman
Flavio Zalazar/El Furgón – “El pensamiento de los escritores vinculados a los grupos tradicionales podrá ser ambiguo a través de sus respuestas a la realidad, pero nunca incoherente”, escribió el escritor e intelectual David Viñas en su libro De Sarmiento a Cortazar. La referencia es a Ricardo Güiraldes (1886-1927) y a una de sus obras, Don Segundo Sombra; el gaucho convertido en mito, pero también en criado o siervo, como quiera llamársele. Este escritor de rancia estirpe condensó los lujos y excesos de los dueños de la tierra, tierra que llamamos Argentina; pero a veces tal ostentación se paga. Y en manos del menos pensado. Si no, abordemos esta historia.
Alguna vez contó el poeta cordobés Alfredo Brandan Caraffa (1898-1978), en presencia de León Benarós (1915-2012), un encuentro con Güiraldes, el último antes de la partida de éste a Francia para ya no volver, junto a su esposa Adelina Del Carril (1889-1967), la misma que impuso el nombre El juguete rabioso al primer libro de Roberto Arlt. La conversación, de terceros, fue transcripta por Benarós:
-Me voy, Brandancito…, confesó Güiraldes.
-Sí- le contestó Brandan Caraffa-, ya sé que te vas de nuevo a París. Feliz de vos…
-No, Brandancito, me voy…
Las últimas fotografías dan cuenta de un Güiraldes demacrado; ausente su aire triunfal y varonil de los años jóvenes. Y el hecho se debió a una venganza.
El caso es que el escritor, en su juventud, había dejado en Europa a una “querida” que no se resignó al abandono. Ella, tras los años, de manera voluntaria, contrae un mal venéreo, viaja expresamente a Buenos Aires, busca al novelista, logra entablar nuevamente relaciones con él y, adrede, lo enferma. Las pomadas mercuriales, que Güiraldes transportaba siempre en un bolso de mano, no lograron remediar el mal, y explican la eficacia del desquite, fatal para el ex niño bien.
Esta anécdota, texto proyectivo de la oralidad para herir la rutina, no busca siquiera la veracidad; da cuenta de la vida infamante de los poderosos, que perdura, como lo observamos y sentimos a diario. Pero volvamos a esa época.
El gentleman, como lo señaló Viñas, se dedicaba a conjurar dos dimensiones de su vida -el pasado y el futuro- en un presente dibujado en pose. Esa era la mueca mantenida por Ricardo Güiraldes: amigo de sus amigos, jovial entretenedor, protector de los nuevos valores literarios, mecenas; hasta que el pasado ganó la mayoría de las acciones y el desequilibrio dio paso al ridículo trágico. En general, el “gesto de equilibrio” era practicado, de manera concienzuda, desde los primeros años por los retoños del poder. El mocito, hijo del patrón, que recibe las enseñanzas del gaucho veterano es el mismo de la patota, también el del “titeo” cargador a Grijeras (desvalido vagabundo del 900) o “preñador” serial de “chinitas”, embebedor de pechos sabor miel de las chicas de barrio Flores y más. Su marca en la veintena es llaga seca e insensible en la edad adulta: impunidad. Tal es el derrotero, su aprendizaje, jugar con el desvalido, el indefenso, el crédulo.
Como bien narró el profesor Adolfo Prieto en La literatura autobiográfica argentina, hasta mediados del siglo pasado -1940, aproximadamente-, en el país la clase dominante consolidó su posición por medio de la posesión de la tierra -conquista del desierto mediante-; el amparo al no contar con abolengo. El imaginario hacia el complejo social era, pues, el del “Hidalgo español”, institución que remonta sus orígenes en las complejas luchas contra el musulmán en la península, basada en la obtención de tierras por medio de la guerra, y un caudillo dueño de lo ganado (derecho de pernada incluido). Los Ortiz de Rozas, Santamarina, Blanco Villegas, Anchorena, Bunge, Del Carril, Uriburu, Solá, Pinedo, Mansilla, todos provienen de ese linaje.
Pocos fueron los límites que tuvieron estos señores; la historia antes relatada, abyecta y despiadada, es uno de ellos. Qué importa si fue cierto. Sosiega pensar en una suerte de Emma Zunz (personaje de Jorge Luis Borges), o Bola de cebo (personaje de Guy de Maupassant), corporizadas en la historia cuya lujuria las convierte en venganza maquinal. La literatura, sólo ella, nos habla de tales heroínas. Y mientras la consumimos permanecemos absortos y hasta impávidos ante tantos excesos reales.