Marilyn: El infierno son los otros
Esta ópera prima argentina, que llega a los cines tras pasar por varios festivales europeos, es un duro retrato de los problemas que afronta un adolescente para vivir su sexualidad en un medio rural.
Por Fernando Chiappussi/El Furgón –
La primera escena de Marilyn, debut en el largometraje de Martín Rodríguez Redondo (1979), es una síntesis de todo lo que vendrá después: un pibe viene caminando por un camino de tierra, en un paraje rural. Detrás de él, unas motitos aceleran y le pasan cerca a propósito, entre risas, llenándolo de polvo. La expresión de Marcos, el protagonista, lo dice todo: es una persona fuera de lugar.
En los últimos años, la indefinición sexual (o, si se quiere, la variedad de gustos minoritarios antes reprimidos por la cultura hetero) se ha ganado un lugar preponderante como tema en el cine independiente, la oferta de festivales y el interés de críticos y programadores, que ven en él algo así como una impronta generacional. Sin embargo, pocas veces el cine argentino lo ha tocado de manera frontal, sobre todo en el momento de la iniciación sexual. Marcos es un adolescente que, como tantos, no se siente feliz con el camino que la condición biológica de varón parecería haberle destinado. Pero, a diferencia de tantas historias urbanas, la suya transcurre en el campo, un lugar donde es difícil ser anónimo, o siquiera encontrar un cómplice. Su padre es peón rural y su familia vive en el mismo lugar agreste donde trabajan, cuidando animales ajenos por unos pocos pesos. Las condiciones para asumir su sexualidad abiertamente casi no existen, y como suele pasar en estos casos, las personas se manejan con una audacia poco común. En el caso de Marcos, y aprovechando la ocasión del Carnaval, se viste de mujer: pasa a ser Marilyn, un nombre con el que es estigmatizado y al que sin embargo abraza. Una medida de su ambición. Después, el tiempo y el desgaste llevará las cosas hasta un final trágico y difícil de digerir, pero no menos real que lo que hemos visto hasta entonces.
La película no esquiva en ningún momento la historia de Marcos, pero de alguna manera evita crear un héroe convencional, o buscar la simpatía plena del espectador. Es difícil saber lo que piensa el personaje, aunque todo en él exprese su corrimiento de la norma, el secreto que la gente a su alrededor finge no ver. En esto pesa la fresca interpretación de Walter Rodríguez, un debutante que aporta al personaje una imagen perdurable, casi icónica: no es poco en una historia llena de silencios y dobles sentidos. El descubrimiento de este actor amateur constituye sin duda el gran éxito del film, y todo un acierto por parte de Rodríguez Redondo, quien también contó con los más conocidos Germán De Silva (Las Acacias) y Catalina Saavedra, la actriz chilena de La nana.
El guión, en el que también participaron la escritora Mariana Docampo y la guionista Mara Pescio, parte de una historia real que vale la pena guglear después de ver la película, porque tiene aún más vueltas de tuerca. En ese sentido, Marilyn sí parece participar de una suerte de espíritu de época, con el estreno de otras películas que partieron de sucesos policiales como los protagonizados por el clan Puccio o Robledo Puch. La idea es mostrar la humanidad de personajes que usualmente sólo percibimos como una noticia en los medios, representando a víctimas o victimarios de alguna aberración: asomarnos al abismo que hay dentro de todos nosotros y de quienes nos rodean. Hace unos años, el también cineasta Damián Szifrón levantó polémica en un programa de televisión por afirmar que, si fuera pobre, tal vez robaría. Historias como la de Marilyn nos obligan a dejar de dividir la realidad entre héroes y villanos, abandonar la “crítica de ascensor” y la comodidad de pensarse mejor de lo que se es.