La noche de los lápices: Horacio Ungaro, carnet Pincha
Por Coordinadora de Derechos Humanos del Fútbol Argentino/El Furgón –
Tenía nueve años cuando vio por primera vez que la ciudad se sacudía. Y él era parte del movimiento. Su familia, también. La gente iba y venía por la calle. Colmaba las plazas y las veredas y cada una de las diagonales. Había una dictadura gobernando el país pero, en ese momento, en ese instante de gloria, a la mitad roja y blanca de La Plata sólo le importaba que el grito de gol de Juan Ramón Verón en el Old Trafford se estirara hasta la eternidad. Ningún estado de sitio era capaz de frenar el aluvión. Horacio Ungaro estaba ahí con la sonrisa puesta. Cerca de su hermano Luis, el mayor, el que guiaba la pasión por Estudiantes. Y cerca de Olga, su mamá, la responsable de que la identidad pincha se instalara como un sello indeleble en la casa de Gonnet.
Podía recitar esos once apellidos de corrido y sin errarle a una letra: Poletti; Malbernat, Aguirre Suárez, Madero y Medina; Bilardo, Pachamé, Togneri; Ribaudo, Conigliaro y Verón. Poesía lógica para alguien que había acompañado toda la campaña del equipo que se consagró campeón del mundo el 16 de octubre de 1968 luego de empatar 1 a 1 con el Manchester United. Lo que siguió entonces no llamó la atención de nadie: se acercó hasta la oficina correspondiente de la mano de Olga, aseguró que se llamaba Horacio Ángel Ungaro, mostró el documento para que le creyeran que había nacido el 12 de mayo de 1959 y se hizo socio del club.
Si como futbolista era apenas un aficionado a los partidos ocasionales con amigos, como ajedrecista amagaba con ser cosa seria. “Era muy bueno. Había empezado a jugar a los seis. Representó a Estudiantes en varios torneos y hasta llegó a recibir una mención especial por sus actuaciones”, apunta Marta, la segunda de los cuatro hermanos. También nadaba en el Club Universitario, estudiaba francés y se destacaba como alumno del Normal Nº3. Promediaba la adolescencia cuando se acercó a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) con ilusiones de justicia social. La pelea por el boleto estudiantil lo convocó casi de inmediato. El subcampeonato de Estudiantes en el Nacional 1975 lo mantuvo atento en medio de tanta movilización.
Quería ser médico para seguir los pasos de Martha. Pero no lo dejaron. El 16 de septiembre de 1976, en la que después se conoció como La Noche de los Lápices, fue secuestrado de su hogar junto a su amigo Daniel Racero. En esos días, las garras genocidas apresaron a otros ocho estudiantes: Claudio de Acha, Gustavo Calotti, María Clara Ciocchini, Pablo Díaz, María Claudia Falcone, Francisco López Muntaner, Patricia Miranda y Emilce Moler. Ninguno tenía más de 19 años. Horacio, que es una de las 30.000 ausencias que dejó el plan sistemático de exterminio desplegado por la última dictadura, apenas 17.
Marta sabía a lo que iba pero no intuía la sorpresa que le tenían preparada. Casi cuatro décadas habían transcurrido. Recorrió la pensión y el colegio para regar de memoria el Country de City Bell. Hasta que le acercaron un regalo. Y lo abrió. Y no pudo controlar la emoción: la ficha de inscripción de socio de su hermano lucía impecable. Le costó sacarle los ojos de encima: los rastros de nene, la categoría cadete, la firma de mamá Olga, el escudo de Estudiantes. Ante tanta muestra de afecto, deshizo el nudo de la garganta como pudo y continuó explicando con la tenacidad de siempre por qué con la impunidad y con el olvido no se negocia.
Lo demás lo imagina cualquiera. El emblema pincha, ahora tesoro de los Ungaro, camina enmarcado hacia la eternidad. Como aquel mágico gol de Verón que sacudió a La Plata para que Horacio sonriera, sonriera y sonriera.