Los laberintos de Serguéi Eisenstein
“Yo hago cine puño”.
Serguéi Eisenstein.
“Tengo treinta y cinco años, pero me siento como un anciano”, confesó S.M.Eisenstein a la joven inglesa que veía por primera vez en su vida. “Podría morirme ahora mismo”, agregó. Y después, mirándola con fijeza para hacerse comprender mejor: “No tengo nada por qué vivir. Aquello que más amé, aquello en que lo puse todo, me ha sido quitado. Nunca he tenido otra vida que la de mi obra”.
Para la joven inglesa Marie Seton, que en ese momento tenía 22 años, tales confesiones íntimas y serias debieron ser una sorpresa y una alarma. Estaba visitando Moscú por segunda vez, ahora como corresponsal del diario ‘Manchester Guardian’ y de la revista cinematográfica ‘Close Up’. Entrevistarse con el célebre director no fue tarea fácil. Después de varios intentos telefónicos, Eisenstein mismo atendió, notoriamente malhumorado, y accedió a concederle a lo sumo diez minutos. Pero allí comenzó una amistad que duraría 16 años.

En 1925, cuando tenía 27 años, S.M.Eisenstein consiguió con ‘El acorazado Potemkin’ una película magistral, que poco después ingresaría a las preferencias de todo crítico y que casi cien años después continúa siendo aclamada como “un clásico” por los textos y las encuestas. Su anécdota es un episodio real -aunque retocado- de la fracasada revolución rusa de 1905, que incluyó una rebelión en un barco situado en el puerto de Odessa. Pero el rasgo revolucionario de ‘Potemkin’ no se mide por ese contenido argumental, como lo creyeron ingenuamente tantos ineptos censores en tantos países. Se mide por su distancia del cine precedente y por su influencia sobre el cine posterior. Contra una rutina de personajes individuales, Eisenstein se sumergió en un “cine de masas”, que no solo permitía un mayor rendimiento de la imagen y una casi total eliminación de palabras, con ventaja para el cine mudo, sino que creaba un nuevo estilo dentro de un país que había hecho su revolución en 1917 y que fomentaba la experimentación en las artes y en otros múltiples terrenos. Ya Eisenstein había hecho algo similar en ‘La huelga’ (1924), que también era “cine de masas”, también se apoyaba en episodios históricos (y retocados) y también procuraba, aunque con mayor artificio, una “tipificación” de las figuras individuales imprescindibles. Al hacer ‘La huelga’ el director decidió que se apartaría de su carrera teatral para explorar las posibilidades expresivas del cine, comenzando por la utilización de elementos reales, tanto en escenarios como en figuras humanas. En ‘Potemkin’ Ese propósito fue cumplido al máximo. La aclamación de público y crítica -iniciada curiosamente en Berlín- confirmó esa nueva vocación.

Definir a Eisenstein como “maestro del montaje” es sólo una verdad parcial para encuadrar sus búsquedas estéticas. El montaje era ya una disciplina prevista en el cine anterior y especialmente en la obra del estadounidense D. W. Griffith (‘El nacimiento de una nación‘ (1914) e ‘Intolerancia’’ (1915), pero Eisenstein fue en la URSS, junto a Pudovkin y Kuleshov, uno de los más destacados exploradores del instrumento narrativo, como recurso para el énfasis, para el ritmo y para el sorpresivo enlace entre conceptos distantes. Muchos de sus discípulos afirman que se basó en la teoría del ideograma en la escritura japonesa, que reúne dos ideas para expresar una tercera: ojo más agua igual a llanto. Es sólo una de las especulaciones al respecto. Pero es cierto, en cambio, que el montaje es recurso esencial en ‘La huelga’ y en ‘Potemkin’, como después lo sería en ‘Octubre’ (1928) y en ‘Alejandro Nevsky’ (1938), en este último caso con las complejidades adicionales del sonido y la música.

Pero la obra y la influencia de Eisenstein no se detienen en el montaje, por importante que éste haya sido en su propio cine y en la evolución del ajeno. Colaboró en un pronunciamiento sobre el uso correcto del sonido, y teorizó sobre el color y la escenografía. Como hombre excepcionalmente culto para su país y su época, Eisenstein incursionó en idiomas, en toda la cultura europea, en la poesía, en la pintura, en la historia, de todo lo cual queda una constancia en sus textos y en su cine. Muchos señalaron que ‘Iván el Terrible’ (1943-1945) debe menos al montaje que a su dedicación ferviente a las posibilidades de la fotografía, del vestuario, de la escenografía y de la ópera, tras su dirección de ‘Las Walkirias’ de Wagner en el Teatro Bolshoi de Moscú en 1940. Cuando se volcó a ‘Iván el Terrible’, que quiso que fuera su obra magna, la Unión Soviética sobrellevaba en el ’43 la peor guerra de la historia y Eisenstein creaba en la relativa soledad de Alma-Ata, a muchos kilómetros del frente de batalla. Las circunstancias explican la múltiple lectura que después pudo hacerse de ‘Iván’, como crónica histórica del siglo XVI, como audaz metáfora de Stalin y su régimen, y como velado apunte del mismo Eisenstein de sus conflictos personales con su padre su madre y colegas que le dieron la espalda.

Así que las repentinas confesiones de Eisenstein a la joven Marie Seton eran una expresión sincera y legítima de un artista que se consideraba pisoteado y que no encontraba siquiera solidaridad entre otros cineastas. Con una joven inglesa culta de 22 años, en cambio, se podía conversar de Cambridge, de literatura, de teatro, quizás también de cine. Los encuentros se multiplicaron y sobre todo hubo un intercambio febril de correspondencia, hasta 1948. Mientras Marie Seton preparaba la biografía de S.M.Eisenstein -el mejor estudio posible sobre un realizador fundamental, publicada en Londres en 1952-, este sobrellevaba otros padecimientos: la hostilidad con que fue tratado por el gobierno al obligarlo a rehacer ‘Octubre’ al condenarlo por su “formalismo” en una dramática asamblea de 1935 y el silencio censor de sus colegas; al suspender la filmación de ‘El prado de Bezhin’ en 1937; al prohibirle la exhibición de la segunda parte de ‘Iván el Terrible’ y el rodaje de la tercera en 1946. Esos incidentes, terminados en dos casos por la “confesión de errores”, textos de Eisenstein a la manera de los procesados en los históricos juicios de Moscú, se suman a la famosa tragedia de ‘Que Viva México’, cuyo rodaje fue interrumpido en 1932 por el productor estadounidense Upton Sinclair, entre otros motivos para conformar a Stalin, cuando el director ya había “caído en desgracia”.
Todos episodios que probablemente aceleraron la muerte de Eisenstein tras un ataque cardíaco el 11 de febrero de 1948.