Un homenaje a Sergio Víctor Palma: Réquiem para un luchador
No habló de lo que hizo. No repitió su gesta, su récord. Nunca mencionó el nocaut a Leo Randolph en el quinto, allá por agosto del ‘80. Entró en el restaurante de Congreso empujando un bastón, con los ojos agachados, como pidiendo disculpas porque nos encontraba en plena charla. Ocupábamos un par de mesas, nosotros, escritores jóvenes que osábamos dibujar historias en torno al pugilismo. Que sólo habíamos visto alguna que otra pelea por televisión, oído epopeyas en el ring de boca de nuestros padres, que ni sabíamos saltar una soga. Al Luna Park lo conocíamos por algún recital de Megadeth. Con suerte. Pero él no dijo nada al respecto. Ni siquiera amagó adivinarnos. Saludó y se sentó en medio de los que no parábamos de hablar, aunque teníamos tan poco que decir.
Yo sabía que estaba enojado conmigo. O algo así. El editor le había acercado los cuentos para que él se hiciera cargo del prólogo del libro y el mío cayó tremendamente mal. Dijo sentirse ofendido. A mí me llegó por boca de terceros. El relato, titulado “Cacho de Fierro”, narraba las peripecias de un boxeador afectado por los golpes en la cabeza. Por momentos era escatológico y detestable. En un tramo de la historia, el protagonista, siendo niño, resulta testigo de una situación sexual protagonizada por su madre con un hombre que no es su padre. El placer ajeno lo contagia y siente la culpa lógica. Ese aspecto, el detalle en la narración, le resultaba insoportable. Eso me confió el editor. Con semejante antecedente negativo, decidí ponerme de pie cuando Sergio Víctor Palma se unió a la cena por el inminente lanzamiento de la antología Doce Rounds. Acerqué la mano y el campeón la estrechó sin mucha ceremonia. Tocó sentarnos uno al lado del otro.
Sergio V. Palma vs. Leo Randolph
No sé en qué me momento me animé a hablarle del texto. Escuchó con atención, pero sin dejar de repasar las conversaciones que ocurrían a nuestro alrededor. “¿Y vos crees que por los golpes, todos terminamos así de mal?”, me interrogó. “Porque no es verdad”, acotó. Dije que sólo era una historia, una más. Sobrepasada de inmoralidad, sí, pero nada más que un relato en una antología perdida. Le pregunté si seguía enojado conmigo y respondió que no. Pero que el texto lo había devuelto a una situación violenta de la infancia. “Mi papá le pegaba a mi mamá estando embarazada”, soltó en un momento. Todos comíamos, él apenas probaba algo del plato. “Creo que por eso siempre le tuve miedo a los golpes y por eso aprendí a boxear. Para defenderme”, contó.
A lo largo de la noche, Palma repitió varias veces que los boxeadores son personas que han sufrido, justamente, demasiado temor en sus años menores. Y que ese mismo sentimiento los termina arrojando al ring. Que llegan casi por decantación. Tal vez la única posibilidad en la vida de hacer algo con ese miedo. Vencerlo, encarnado en un otro igual de asustado, aunque sea alguna vez, por qué no. “¿Hubo alguna pelea en la que sentiste que lo mejor era no subir al ring?”, me le animé. “Sí, en todas”, dijo. Reímos y él sonrió con la calidez distendida de quien está pasando un buen momento. Contó que, como todos en su época, intentó ser igual a Nicolino. “Le copiábamos hasta la forma de escupir”, largó. Volvimos a reír, ya con él.
Sergio V. Palma vs. Ricardo Cardona
A cada palabra que soltaba le seguía un movimiento como de hamaca, apoyado siempre en su bastón. En un momento alguien propuso un brindis. Y el campeón pidió la palabra. “Les quiero agradecer”, dijo. “Les quiero agradecer”, insistió. “Ustedes no saben lo que es para mí este momento. Para este negrito pobre que salió de La Tigra. Cuando yo nací me taparon con una bolsita de arpillera porque en mi casa no había con qué. Y ahora estoy acá, con ustedes, escritores, comiendo y escuchándolos. No saben lo importante que es para mí”, agregó ya con la voz profundamente quebrada. Hubo un segundo, mezcla de confusión y qué hacemos, que nos mantuvo en las sillas. En ese lapso cayeron las primeras lágrimas de ese hombre inconmensurable. A esa pausa minúscula le siguieron nuestros abrazos. Todos, rodeando al mejor campeón que hayamos conocido. Se despidió dándonos la derecha del récord 52-5-5. La misma de la paliza a Randolph y las cinco defensas del cetro mundial que siguieron a esa pelea. La del rasgueo de una criolla para acompañar el canto romántico y la poesía urgente.
Aquel encuentro ocurrió en abril de 2010.
Mientras escribo esta remembranza caigo en los intercambios que, luego, mantuve con Palma a través de Facebook. Porque sí: se abrió una cuenta, contestaba los mensajes. Una vez me animé a contarle que guanteaba en el Almagro Boxing Club. “¡Qué bueno! ¡El gimnasio de boxeo más tradicional del país!”, comentó. En agosto de 2014 le pregunté por su salud. “Mi salud no anda: está conmigo”, supo contestar. Ya a partir de 2015 no hubo más contacto. Por ahí se dijo que le habían robado el usuario. Repaso en este momento su último mensaje. El campeón me comentaba, en una línea breve, que había cambiado de dirección de correo electrónico.
“Amigo, mi nueva dirección es: simplementeamigo@gmail.com”, escribió.
“Amigo…”.
Así se hacía sentir. Sergio Víctor Palma. Incluso entre aquellos que, en el devenir de una antología de cuentos fortuita, apenas si pudimos arrancarle un mínimo enojo, unas lágrimas y el más entrañable de los abrazos.