Varanasi – India: Las aguas sagradas del Ganges
Adelanto de AUTOSTOP: CRONICAS E HISTORIAS DE UN MUNDO QUE YA NO SERÁ IGUAL. Un libro de Juan Ignacio Provéndola editado por Sudestada.
La India es enorme, casi infinita. Observarla es asomarse por una ventanita, echar una mirada y guardar apenas un retazo de algo que jamás podrá ser abarcado. Sin embargo uno de los recortes más aproximados a la imagen totalizadora se puede ver en los 300 metros finales de Dasaswamedh, la calle que une el último acceso vehicular con la entrada más simbólica y emblemática del Ganges. Desde su nacimiento en los Himalayas hasta la desembocadura en el golfo de Bengala, el río se extiende a lo largo de 2500 kilómetros, pero es en su paso por la ciudad sagrada de Varanasi donde alcanza la mayor espectacularidad religiosa y espiritual. Allí deben ir los creyentes del hinduismo al menos una vez en su vida para limpiar los pecados y purificar el alma, pero primero deberán recorrer esos 300 metros finales a pie en los que se condensan todas las contradicciones de un país que tensa la austeridad de los Saddhus ascetas con la ostentación obscena de los marajás aún vigentes en sus palacios, los lagos artificiales del Rajastán con los ríos más contaminados del mundo, las fragancias del sándalo y el incienso con el omnipresente hedor a meo, humo y basura, y el silencio contemplativo de los meditantes con el batifondo insoportable de autos, micros y tricicletas (los rickshaws, el transporte del Lejano Oriente), quienes parecen codificar con sus motores y bocinas un diálogo secreto en una clave morse que nunca calla.
La procesión comienza cuando el sol aún no salió. Puestitos de comida se montan entre bosta de vaca que puede ser de hace diez días o diez minutos; también se venden ofrendas florales, postales, llaveros y palitos de neem, cuyas propiedades antisépticas higienizan la boca. Sobre el final, unas amplias escalinatas conducen a las aguas del Ganges, donde la gente nada, se baña e incluso bebe de unos de los cinco ríos más intoxicados del mundo por culpa de los desechos industriales o de las 120 ciudades que sirven sus excreciones sobre el cauce, algo común en un país donde sólo ocho de los 3120 distritos tienen sistemas para tratar sus aguas. Río adentro puede verse el espectáculo más significativo del Ganges: las cremaciones. Son piras funerarias asistidas por deudos, turistas y curiosos. Todos miran en silencio mientras la madera y los huesos crepitan en un mismo fuego y sólo el aullido de un perro hambriento parece darle dimensión humana al dolor. Es que la muerte significa apenas un paso más de una existencia que trasciende las vicisitudes de la carne. Cinco veces al día se producen los aartis, ceremonias donde los sacerdotes encienden unas mechas que parecen candelabros y las giran durante largos minutos mientras suenan campanas y la cadencia cansina del harmonien, un instrumento de fuelles que parece llorar las mismas tristezas que nuestro bandoneón arrabalero.
Además de ese ritual parecido al de la misa católica, la esencia del hinduismo comparte varias similitudes con las religiones occidentales: libros sagrados de procedencia suprema que fueron revelados a determinadas personas, templos voluptuosos, la búsqueda de la trascendencia espiritual, la justicia divina como compensación redentora de las buenas acciones y hasta la presencia de una trinidad superior (compuesta por Brahma, el creador, y Vishnú y Shiva, los más populares), además de la adoración de figuras sagradas, en este caso representadas por miles y miles de dioses. La crisis de la sociedad de consumo occidental encontró en el hinduismo un refugio hacia donde escapar. Y, con eso, llegó la mercantilización de la antimercantilización: cursos fast-food de yoga, relajación a domicilio, libros de autoayuda para desconsolados sin remedio, gurúes montados sobre corporaciones millonarias y el acceso a la espiritualidad como si se tratara de un spa. En todo caso la verdad (si es que acaso existe y no es sólo una entelequia construida por el hombre) podrá estar en cualquier lado, pero nunca demasiado lejos de uno mismo.
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