Un cleptómano intelectual bajo un peligro que acecha: El método de boxeo inconcluso y revelatorio de Sergio Victor Palma
Réquiem por un supergallo
El campeón mundial de boxeo Sergio Victor Palma (Asociación Mundial de Boxeo, peso supergallo, 1980-82) soñó durante años con escribir un método de boxeo. Al cabo de un tiempo, era lo único que le quedaba de sus esperanzas profesionales. Tras perder su título mundial, probó suerte como periodista, restaurantero y actor de poca monta (como el personaje de Carlos Monzón, Charly, en la película Soñar, soñar, de Leonardo Favio). Hasta 1990, boxeó a veces contra rivales mediocres, y luego se instaló en una existencia precaria a principios de la década de 2000, a duras penas para llegar a fin de mes. Ganó un sorteo de un Renault Clio en un Plan Rombo, tras lo cual dejó inmediatamente de pagar las cuotas que debía por el coche. Renault le persiguió en los tribunales durante años. En 2010, su situación financiera era tan grave que su teléfono móvil quedó a nombre de su hija.
En la década del ’90, amigos y conocidos empezaron a pedirle que dirigiera sesiones de entrenamiento en sus gimnasios. En 2004, Palma se quedó en la redacción de un pequeño boletín sindical en el que rara vez escribía, pero que le proporcionó una obra social que sería clave para su supervivencia cuando sufrió un infarto cerebral ese mismo año. Se ganaba la vida viajando a diario de gimnasio en gimnasio por el Gran Buenos Aires. Rara vez entrenaba a sus pupilos en la técnica del boxeo, sino más bien en los ejercicios aeróbicos que se exigen a un boxeador. Durante un tiempo, trabajó en un gimnasio de la calle Lavalle, cerca de la 9 de julio, financiado por Mario Quintana, y dirigido por un discípulo menos conocido del entrenador Santos Zacarías. A Palma le molestaba que se ganara la vida trabajando para quienes estaban menos calificados, según él, como entrenadores de boxeo, dirigiendo clases de ejercicios -no de boxeo- para hombres veinteañeros de clase media o adinerados que nunca subirían a un ring, pero a quienes les gustaba la idea de ser entrenados por un campeón mundial.
Todo aquello alimentó su interés por dejar un método de boxeo como su legado a la disciplina. A lo largo de los años, habló con varios editoriales sin resultado. En un momento dado, imaginó el proyecto como una creación digital, con breves vídeos de boxeadores en el ring. Pero al final nunca completó el proyecto, y a menudo se culpaba a si mismo por su flojera.
El método que quería escribir
Palma dejó un borrador inédito titulado ¡Existo! Pienso… Método integral del boxeo. Nunca llegó a publicarse y no llegó a las 10.000 palabras.
La alusión a René Descartes en el título deja claro de inmediato que el método de Palma no sería un libro de fundamentos, de golpes, de defensas. Un autodidacta, Palma siempre estuvo orgulloso de su erudición y entendió su obra como una combinación de dos tradiciones.
En primer lugar, había leído las historias de otros boxeadores y le fascinaban. Le interesaba poco contar los numerosos detalles de su carrera, que había relatado muchas veces a entrevistadores y periodistas. Pero había aspectos de las historias de varios boxeadores que le inspiraban y le resonaban. Había leído Veinte años en la senda del ring (1929-1949), de Ángel Sotillo, por ejemplo, y se veía a sí mismo en el molde de Sotillo cuya formación declarada incluía un dominio de bibliotecas y la asistencia a actividades culturales importantes. Palma también encontró intrigante Sin prejuicios, de Andrés Selpa, y en particular sus derivas filosóficas. Palma vio mucho de sí mismo en las reflexiones de Selpa sobre por qué se hizo boxeador. “Pienso que me estaba vengando de la vida”, escribió Selpa. “Total, la sociedad no sólo me lo permitía, sino que lo festejaba. En poco tiempo, yo era como Gatica, cuya forma de ser y actuar tampoco había entendido mucho a conocerlo”. Como en el caso de Selpa, y como muchos otros boxeadores, entre ellos el campeón del mundo, el púgil colombiano Ricardo Cardona, al que Palma se enfrentó en dos ocasiones, el argentino veía su vida en el boxeo como un destino, que sólo empezó a comprender mucho más tarde. Al igual que Selpa sobre Gatica, Palma reflexionó filosóficamente y retrospectivamente sobre deportistas famosos y, en su opinión, poco entendidos. Por ejemplo, Palma entendía el comportamiento de Maradona, que otros encontraban errático y desconcertante, una función de la burbuja de la fama que Maradona ocupaba en solitario -una burbuja que Palma sentía que podía entender al haber experimentado algo similar, igualmente sofocante, aunque mucho menos intenso.
Palma era también un estudioso de una tradición más antigua de métodos atléticos que se centraban en la formación moral y filosófica del atleta. Había leído, por ejemplo, Moral y deporte, de Próspero G. Alemandri, publicado por primera vez en 1937 y ya en su quinta edición en 1939. Esta última edición se distribuyó ampliamente en las escuelas primarias de Buenos Aires, pero cuando Palma la vio por primera vez, en la década del ’70, era prácticamente desconocida en Argentina. A Palma le resultó atractiva la insistencia de Alemandri en que la nutrición, el entrenamiento físico y una atención médica adecuada no eran por sí solos la única clave del éxito atlético, sino que debían ir acompañados de un compromiso con el bien moral. Palma también comprendió las palabras de cautela de Alemandri. “La menor variación de régimen, la alteración más pequeña de las costumbres, bastan para que el atleta entrenado pierda gran parte de las fuerzas que adquirió”. Palma era muy consciente de ese peligro después de dejar el boxeo. Al igual que el campeón del mundo Juan Martín Coggi -también discípulo de Santos Zacarías-, Palma comprendió mucho más tarde que había perdido su enfoque como púgil cuando dejó de estar dispuesto a seguir al pie de la letra las instrucciones de Zacarías, cuando se rebeló contra su entrenador.
Lo que revela el método Palma
Fue una catarsis. En el fondo, Palma escribió su breve obra para encontrar una forma de explicar oblicuamente los traumas que habían conformado su vida. Entre ellos, la extrema violencia familiar de su padre, luego ausente de su vida (sólo para reaparecer cuando ganó el campeonato del mundo); sus sentimientos conflictivos hacía su madre; y su ofensa por tener que defender durante años su profesión contra acusaciones de violencia inhumana. Pero la sección más intrigante de su ensayo es su comentario sobre dos figuras a las que admiraba. El gran Amilcar Brusa, aprendemos, fue el entrenador que él nunca pudo ser. Y José María Gatica fue el boxeador cuyos traumas explicaron a Palma su propio vida en el boxeo.
Escrito a trompicones a partir de 2005, gran parte de método Palma refleja el desdén de muchos boxeadores profesionales por las opiniones de gente de clase media empeñados en eliminar el deporte por violencia. Al igual que otros boxeadores, Palma siempre comprendía los riesgos que corría. Se burlaba de la idea de “humanizar el boxeo” mediante la hiperregulación. “En principio, ¿qué sería humanizar?”, escribió. “¿Abolimos el boxeo y amanecemos más buenos?”. “El exceso de protección (guantes más grandes, protectores cabezales), atenta directamente contra aquellos individuos a quienes la vida otorgó por don, solamente la fuerza. ¿Con qué autoridad negamos esa posibilidad?” “El boxeo es un deporte de combate”, continuó Palma. “¿No le gusta? No lo practique”.
Si la visión que Palma tenía de su deporte concebía una moral y una humanidad superiores en la pureza del boxeo (“como el tenis”, argumentó en una ocasión, “pero sin raquetas, pelotas, ropa elegante ni clubes privados”), su visión de los boxeadores era igualmente ennoblecida. “Los gimnasios de boxeo son un imán que atrae a soñadores hábiles de causas nobles. Cada aspirante a boxeador, o boxeadora, se convierte, desde el primer día, en un buen referente familiar. Algunos son, en poco tiempo, un buen referente comunitario. Otros llegan a ser buenos referentes provinciales y otros, menos, alcanzan la consideración nacional….”. El boxeador se opone al “vacío de objetivos de vida. El vacío de ideales”.
Palma no incluyó nada sobre Santos Zacarías, pero escribió un largo comentario sobre Amilcar Brusa. A fines de los años ’90, cuando Palma había comenzado a darse cuenta de que nadie lo contrataría para entrenar boxeadores profesionales, le preguntó a entrenador si podía observarlo trabajar. En aquel momento, Brusa trabajaba en el gimnasio de la Federación Argentina de Box. Lo que más impresionó a Palma fue la formidable capacidad de quien acompañó desde el rincón a Carlos Monzón, para registrar los puntos fuertes y débiles de cada uno de sus pupilos. En el vestuario, Brusa tenía una “cuadernoteca”. Cada cuaderno llevaba el nombre de un boxeador, “y en sus páginas, día por día prolijamente anotado, con qué peso había llegado y había partido el atleta. Si acaso había llegado de buen humor o mal humor y si al partir, había cambiado o no, de ánimo”. Lo que sigue es una de las pocas autocríticas de Palma. “Imanige usted, antes de salir de aquel vestuario ya me había quedado bien claro porqué Amilcar Brusa era él y no yo. Ecléctico, como soy (una especie de cleptómano intelectual)”, Palma comprendió de golpe que nunca entrenaría a un alto nivel.
Si Brusa era lo que Palma no era, se encontró a sí mismo en José María Gatica. A medida que Palma cuenta la historia de Gatica, es su propio sendero con detalles inquietantemente parecidos entre los dos. Gatica fue hijo de un padre golpeador. “Su madre escapó con él, cuando era un pequeño párvulo de no más de seis años. Cuando llegó a la ciudad de Buenos Aires, sola, sin poder recurrir a nadie, ubicó al niño con una familia que se comprometió a darle abrigo y comida, a cambio de tareas domésticas.” “Desgraciadamente”, continuó Palma, “por conocer situaciones similares, puedo visualizar el trato absolutamente desconsiderado que recibió José en aquella nefasta casa. Siendo un niño muy inteligente y valiente, enseguida tomó la determinación de resolver su situación y salió a la calle.” Al hacerlo, debutó Gatica como “busca vida”, un término que Palma recordaba con orgullo que le llamó un adulto a sus 12 años. Había sido uno de los momentos más felices de su niñez.
Palma sostiene que lo que Gatica buscaba era la dignidad. Mientras escribe sobre el padre ausente de Gatica y sobre una madre que no pudo mantener y proteger a su hijo, Palma se adentra rápidamente en su propia y dolorosa búsqueda de la dignidad. Termina siendo un relato psicológico freudiano. “El respeto que uno se debe a sí mismo, guarda estrecha relación con la madre”, escribió Palma. “En cuyo útero estuvimos cobijados, cuando nueve meses eran toda nuestra vida. De cuyo seno hicimos una prolongación del cordón umbilical, luego de haber nacido. Y de quién creímos ser parte indivisible durante la primera etapa de nuestra invancia”. Para Palma, el padre por contraste es “el otro”. “Y que había un otro que limitaba, que protegía y que establecía reglas, que tanto limitaban como protegían. Claro, quizá así debería ser, pero cuando papá es el peligro que asecha ¿Qué hacemos? Cuando la dignidad es una abstracción cuyo significado desconocemos. Cuando el respeto es algo que se exige, pero sin compromiso de reciprocidad ¿Qué puede servirnos de referencia, para compartarnos correctamente?”
Para Palma, Gatica, en su mezcla destrozada de valores era algo así como la “Guernica” de Picasso, “un collage de aquella España destruida”. En aquel cuerpo de valores destruido de Gatica, Palma se encontró a sí mismo.
Cuando yo entrevisté a Palma en 2008, me contó que su madre había sido una fuerza destructiva en su vida y que le había costado todo, incluido su primer combate contra Ricardo Cardona en 1978. Dos años después, volvimos a hablar de su madre. Pero la historia había cambiado. Me dijo que su madre era la responsable de todo lo que había conseguido en la vida. En un momento en que pensaba que todo estaba perdido en su combate por el campeonato del mundo de 1980 contra Leo Randolph, su madre le apareció en el ring para animarle a seguir adelante. Le comenté a Palma que su historia de su madre había cambiado. Pareció consolarse.