Ciudad y muerte
Flavio Zalazar/El Furgón – El título nomina dos conceptos invariables en la cultura de occidente hoy. El primero es una elaboración, una idea histórica motivada por poderes sociales en ejercicio de la materialidad, la demarcación topográfica de una imagen y la intervención en el entorno por parte del hombre. El segundo: lo inevitable, que parece alcanzar hasta seres inanimados (pienso en la implosión de un complejo habitacional, o la pérdida por demolición del denominado “Patrimonio histórico”, legado burgués de otro tiempo, o cambio de concepción estético-funcional). Juntas, simbolizan miedo y hasta pueden proyectar, en un plano gramatical, una suerte de equivalencia, mediada por un sinnúmero de causas, cuyos efectos figuran sus habitantes u ocasionales paseantes.
El siglo XX selló a los grandes conglomerados urbanos la noción de “Megalópolis”, una utopía de ciudad autoabastecida corroborada sólo en el prefijo, es decir, la densidad poblacional. Innumerables, en la literatura, fueron las proyecciones realizadas: desde foco civilizatorio hasta antro pecaminoso, sino pensemos en Facundo. Civilización o barbarie, de Domingo Faustino Sarmiento, o en La Celestina, del bachiller converso Fernando de Rojas, para tomar solo dos y de la tradición hispanoamericana. En Latinoamérica, existen muchas con el correspondiente dejo de racionalismo e imprecación; comodidad y marginación, planificación y desaliño. Así y todo, millones de mujeres y hombres viven en ellas, nacen, se reproducen y mueren en sus descoloridos deslindes.
Trabajo y estudio completaron siempre parte de las rutinas de sus pobladores, implicando desde los tiempos un tránsito por los nervios intestinos, rutas, carreteras, calles; y es en esa acción, la de transitar, donde aparece lo irreversible. Aunque lo calificamos, le decimos accidente.
Aníbal Ponce
“Aun cuando vuestras esperanzas hubiesen sido engañadas, no siete veces, sino setenta veces siete, no reneguéis jamás de la esperanza”. El enunciado de Alberdi que Ponce repetía en cada inicio de ciclo lectivo del Instituto del Profesorado, profundizaba sus propias esperanzas en la Revolución Proletaria. Nacido en el poblado de Dolores, Provincia de Buenos Aires (1898), a la luz de los preceptos del ‘80, la lectura de Proposiciones relativas al porvenir de la Filosofía, de José Ingenieros, marcó un camino al joven alumbrado por el ideal comunista.
Profesor de Psicología, mentor con Ingenieros de Revista de Filosofía, su prosa daba cuentas de una fina ironía y valor mordaz. Entre sus textos cito: La vejez de Sarmiento (1927), Un cuaderno de croquis (1927), La gramática de los sentimientos (1929), Ambición y angustia de los adolescentes (1932), Educación y lucha de clases (1934), Humanismo burgués y humanismo proletario: de Erasmo a Romain Rolland (1936) y Examen de la España actual (1936). Ponce fue un intelectual que, en palabras de Carlos Astrada, “no vaciló en afrontar el debate público y en asumir con franqueza las responsabilidades de su inteligencia”.
Debido a su clara adhesión al marxismo y militancia activa en el Partido Comunista Argentino, Aníbal Ponce fue exonerado de su cátedra en el Profesorado y decidió exiliarse en México. Allí dictó conferencias y agitó núcleos de activistas hacia la causa revolucionaria. Una mañana del año 1938, en Argentina, su amigo y camarada Héctor Agosti recibió una misiva telegráfica que decía: “Ponce murió esta mañana”. Días antes, lo habían sacado de unos hierros retorcidos a la entrada de México DF, proveniente de la ciudad de Morelia; un descuido médico y las hemorragias internas posteriores colapsaron su vida. Para esa fecha, apenas había cumplido cuarenta años.
Frida Kahlo
El 17 de setiembre de1925, y en la misma ciudad, una chiquilla de apenas 18 años y con ambiciones de médica (propia carrera que Ponce había depuesto, por convicciones, tras la pelea con un docente en el cuarto año) comienza su muerte que culminará un 13 de julio de 1954; su nombre está referido en la presentación.
Escribe Rosa Montero, en Historia de mujeres: “Iba en un autobús a la escuela cuando un tranvía les embistió. Fue un accidente grave, con varios muertos; y, según los testigos presenciales, fue un accidente extraño, lento, casi sin ruido, con el tranvía triturando el costado del autobús de manera imparable pero poco a poco, con la plasticidad de las pesadillas. Frida apareció desnuda entre los hierros: el pasamano la había empalado (la barra entró por un costado y salió por la vagina). Un bote de pintura que alguien llevaba se había derramado sobre ella y estaba recubierta de purpurina dorada: era una estatua de dolor en carne, sangre y oro…”.
En su larga muerte de 29 años, Frida Kahlo coronó su dolor con el compromiso hacia los postergados, dentro de un ejido plagado de infames desigualdades. Hacia sus últimos años de vida -formada por girones de placer y grandes dolores- cultivó un arte de sedimento minimalista y onírico, hoy reputado. Entre íntimos mostraba la fortaleza suficiente para bromear por su desventura, se reconocía como la única mujer desflorada por un hierro, esto expresado, tal vez, con poca información y cierto candor.
Pedro Henríquez Ureña
De este hombre el recuerdo ha sido permanente en la América Latina. Sus libros, artículos y notas están incorporados al patrimonio de nuestra cultura, y sus ideas estudiadas en la crítica literaria, la historia de la literatura, la filología, la gramática y la lingüística.
Nació en Santo Domingo. Los mandatos diplomáticos y las inestabilidades de República Dominicana lo hicieron recorrer el continente. En Argentina lo acogió el grupo Sur; además trabajó para la prensa -sus textos fueron publicados por La Prensa y La Nación– e impartió cátedra en el nivel medio y superior.
Promediando la década de 1940 se lo advertía cansado. Sus 60 años sobrevenían en un cúmulo de tareas: clases, conferencias, cursillos, reuniones, congresos. Ezequiel Martínez Estrada, que lo observó con detenimiento durante los años que compartieron la actividad docente en la ciudad de La Plata, decía de su colega: “Todo en Henríquez Ureña está bien organizado y colocado en su lugar. Posee un dominio total de sus actos y es fuerte en un sentido estoico”. Aunque su fortaleza, minada acaso por el trajín -era un profesor de a pie-, o por las inestabilidades propias de la actividad docta, volcó.
Un 11 de mayo de 1946, a las tres de la tarde, Ureña abordó el tren luego de corregir unas traducciones de la editorial Losada. Viajaba rumbo a la capital bonaerense, hacia el nacional platense. Allí se encontró con Augusto Cortina y devino este relato: “Don Pedro llegó, como de costumbre, con el tiempo justo al vagón, colocó su sombrero en la repisa del tren. Me dijo: ‘¿Quiere que coloque el suyo?’ Y la acción siguió a la palabra. Tomó asiento tranquilamente. ‘¿Cómo le va?’, le pregunté. Entonces se llevó a la frente el dorso de la mano diestra semicerrada, y se desplomó a mi lado”. Un médico que viajaba en el tren constató la muerte. Pedro Henríquez Ureña tenía 62 años y una vida dedicada al saber y la enseñanza de las humanidades.
Vuelta al principio y pronunciamiento
Philippe Ariès con Georges Duby en Historia de la vida privada y luego de forma individual en Morir en Occidente y El hombre ante la muerte, aborda el tema de las “mentalidades” ante la muerte en diversas épocas. Escribe Ariès: “La muerte no da sólo miedo a causa de su negatividad absoluta. Se vuelve inconveniente, como los actos biológicos del hombre, como las secreciones del cuerpo. Es indecente hacerla pública. Una nueva imagen de la muerte está formándose: la muerte fea y oculta, y ocultada por fea y sucia”. La idea del desaparecido en el país surca tal formulación.
Resulta indubitable que en la ciudad el pasaje de la vida hacia la muerte puede ser un acto de sorpresa, mediado por lo que denominamos accidente. La convivencia en pocos miles de metros cuadrados deriva en visibilizar lo fatal. Lo obsceno resume precisamente el tránsito del anonimato a la filiación o si se quiere al retrato: Aníbal Ponce, el intelectual autoexiliado por falta de trabajo en su país; la joven, virginal y frágil Frida Kahlo, o un sabio al límite de su salud, Pedro Henríquez Ureña. Muertes que vuelven al solo leerlas.
Pero me detengo, al finalizar, en el concepto de desaparecido y su linde con el asesinato impune. Este toma dimensión política en la Argentina de los años 1950 con la retención del cuerpo, por parte de oficiales de policía, de Juan Ingalinella, médico y militante comunista, ocurrido en la ciudad de Rosario y acrecentado en miles a posterior, sobre todo en las geografías urbanas. Por acción de los poderes públicos, en este tipo de muertes donde el Estado es responsable directo, primero viene la negación del apremio, luego la contra denuncia y por último la inopia (falsedad ideológica); y claro, no es un incidente, aunque la opinión pública trabaje para eso. Hoy nos convoca el tema y el clamor debe enmarcarse en una pregunta: “¿Dónde está Santiago Maldonado?” Que no nos desaparezcan la memoria.