martes, septiembre 10, 2024
CulturaFicciones

El último de los románticos

El último de los románticos” es un relato que integra el libro “Crónicas con fondo de agua. Vidas secretas del Río de la Plata”, del escritor Juan Baustista Duizeide, quien “libera” este capítulo para los lectores y lectoras de El Furgón.

Tapa de “Crónicas con fondo de agua”.

“Ni siquiera hay una boya verde que lo recuerde”.

Marcado, Haroldo Conti.

La voz parece ir más lenta que los mismos recuerdos. Se traba. Se frena. El hombre, que dice llamarse Américo Fiori, “argentino por  desgracia, pero con  orgullo”, tose y tose. Hasta que le brotan lágrimas tose. Tose y se contraría, tose y parece embroncarse, embroncarse, tosiendo, con su propia debilidad. Y tosiendo hace un esfuerzo, un esfuerzo  más, para despejarse la garganta, y después, con  la voz gastada en esa lucha, arranca de nuevo. Al principio, es todo el tiempo así. Como si perdida la costumbre de conversar, hubiera perdido con ella la misma capacidad de hacerlo.

Pero nadie más que él habla en  todo el salón. Asomadas como pajarracos a la mesa larga, a pocos pasos de donde conversamos, o al menos hacemos el intento, cuatro mujeres de  pelo  blanco atado sobre sus nucas juegan, silenciosas, a la baraja. Hacen muecas con la boca, señas espasmódicas con  los ojos, pero ni una palabra. Al pie del televisor enmudecido, con gabán y una bufanda azul y blanca tejida a mano pese a la calefacción a punto  infierno, hay un hombre acurrucado al filo de un sofá. Con  las dos manos apoyadas en su bastón, cabecea, la boca abierta, el aliento un silbido sordo. Allá arriba, en el cielo color gramilla, el Lobo parece tan adormilado como él ante la blitzkrieg de su adversario, inmune a la lluvia torrencial desatada sobre el bosque, esta misma lluvia torrencial que crepita contra el vidrio empañado y chorreante de las ventanas.

Lo primero que me cuenta, este hombre que todavía tose y tose, es cómo lo llamaban: Tresbotes. O lo primero que le entiendo, en  medio de  esa sinfonía de  toses y rezongos. Lo segundo, que él nació, “propiamente”  en la isla Paulino; que sus padres llegaron desde las afueras de Roma, en el veintipico, lo tercero…

Ahora parece que zafa de esa tos, bronca y terca, que  lo atrapaba, parece que arranca, arranca nomás y parece que ya no va a parar.

–A mí seguramente los viejos me hicieron en el barco, porque a menos de nueve meses de instalados en la isla, me aparecí yo. Les salí así, con  corazón de barco les salí.

Los padres se dedicaron a la tierra: la uva y el tomate era  lo que más se  les daba. Más adelante trabajaron en  los frigoríficos, ella  de administrativa, él en  las  cámaras de  frío. Cuando tenía ocho años le nació una hermana, Ángela, después su madre no pudo tener más hijos. Américo apenas llegó a trabajar en la isla. Primero en las viñas, después en la fábrica de harina de pescado que había por Palo  Blanco.

–Era una construcción que estaba mismo en el río. Hasta ahí cargaban en chalanas la pesca, sábalos que sacaban con  redes tiradas a caballo, y de ahí mismo se llevaban la producción unos barcos morrudos, para dónde no sé, nunca supe, ni para qué se usaba la harina ésa tampoco. Después me  tuve que ir a la tierra. Hice de todo. Pero siempre honesto eh, siempre honesto.

“De todo”, me voy enterando ya sin esa puntuación enervante de las toses, abarca desde vender gofio en las viejas tribunas de tablones de Estudiantes los domingos que jugaba de local, hasta atender un kiosco de diarios por el barrio de los cabarets, cerca de la estación de trenes de La Plata. En el medio, un par de años como acomodador en el Roca, una sala de cine por la misma zona, de cine sólo para hombres donde el plato  fuerte eran las  películas de la Coca Sarli y Libertad Leblanc, cada una con  sus irreductibles seguidores. En aquel templo del séptimo arte, el proyectorista, incitado por  el bramar del respetable público, tenía que rebobinar a los santos pedos los rollos para repetir las escenas más calientes. Lo de acomodador, en semejante antro, era un modo de decir. Su principal tarea consistía en separar a los mamados que se agarraban a tortazos.

–Nada de  andar calzado, eh.  No vaya a creer. Con  los  puños me alcanzaba –aclara, y en caso de dudar bastaría con mirarle esos brazos que todavía imponen respeto–. Para algún caso difícil que saltara, atrás de un radiador de la calefacción tenía escondido un caño de plomo relleno con porlan. Con eso les sacudía a los más gallos y a otra  cosa.

Por  las  islas  se  hizo  conocido como Tresbotes a causa de  la pequeña  flota que se  fue  armando: una ballenera que había sido  de  un  carguero viejísimo y él compró por Borsani, en el cementerio de barcos que había rumbo a Palo  Blanco; un  lanchón todo embreado con  un  motorcito Yumpa de pata larga,  su favorito  para navegaciones nocturnas; un bote a remo de plástico blanco usado en los días con bruma o  resolana. Porque su  beneficio estaba en  que no  lo vieran aquellos que no  debían verlo.  Todo  comenzó como un  juego, se  hizo pronto una changa que le aportaba sus buenos pesos extra, y finalmente se convirtió en su ocupación principal. Llevaba y traía de los barcos fondeados en la rada. Trocaba whisky, coñac, cigarros, radios, afeitadoras eléctricas o relojes por  carne fresca, por  fruta,  por  verdura. Muy pocas eran las veces que pagaba en efectivo esas mercaderías, porque de ser así era necesario hacerse de dólares, y eso  era  dejar huellas. El producto de “la pesca” -así  llama todavía a sus  operaciones-, lo vendía por  Berisso a unos turcos. Ellos  le  pegaban falsas  estampillas de  aduana y después lo ofrecían en vidriera. Todo  en regla.  Todos contentos.

–Una vez, me  acuerdo, me  traje  una ponchada de  instrumental raro.  Esto debe servir para una clínica, para una enfermera por lo menos, pensaba. Me los canjeaban unos marineros suecos por latas de corne bife, de leche condensada, macanas así. Yo era muchacho, medio silvestre la verdad, ¿no? Qué iba a entender para que se usarían esos cosos alargaos. Tenían un botón rojo, eran a pilas, de las primeras cosas a pilas que vinieron, agarraba uno, apretaba el botón rojo… ¡Y no pasaba nada! No se prendía una lucecita. Nada de nada. Apenitas sí vibraba. Los tipos  se desvivían por hacerse entender, pero yo non  capisce, non capisce. Qué va a hacer. Y eso  que de  tanto ir y venir,  algo de  espiquinglish  terminé manyando, y de  francés, y hasta de  alemán si se descuidan. Ni que decir de italiano, que por ahí me cuesta hablarlo, porque soy medio duro de boca, ma capire… Io capisco tutto! Se cagaban de risa los rusitos dele hacer mímica, pero no había caso, no le veía la utilidad a esos aparatos. Hasta que un  gordo rubio, gordísimo, coloradote el hombre, tetón como una bataclana, agarra uno  y me  hace el ademán de  cómo se usaba. Para qué. La cara que habré puesto… Lo que nos cagamos de risa todos. Nos retorcíamos. Después los cosos esos se los vendí a una peluquera de la Montevideo, ¿vio la cuadra del cine?, por ahí, ella se ocupó de ubicarlos bien.

Tresbotes jamás arregló con  la Prefectura, como hacían otros. Ése era, ése es, uno de sus orgullos; el otro, que jamás pudieron agarrarlo con  las manos en  la masa.

–Mi viejo era italiano y anarquista. La única herencia que me  dejó fue esta bronca mía: yo no trago  a nadie que lleve tiras. Es así nomás.

Los que sí le daban una buena mano eran los muchachos del semáforo de señales, siempre al tanto de  los  movimientos de  la patrulla. Eran ellos los que le pasaban datos confiables. A ellos sí les retribuía con un güiscacho o les llevaba unos chorizos, facturas, yerba. Muchas tardes de  tormenta se  refugió ahí, en la casucha al pie de  la torre, sobre el malecón este, a tomar mate con tortas fritas y jugar al mus. También  lo ayudaban los  arroyos que conectaban el río Santiago y el Plata, una red  de  atajos, escondites y vías de escape.

–El Largo, el Corto, el Chileno, el Caracoles –recita– desembocaban en lo abierto. El mismo Santiago desembocaba en  el río, allá por  Palo  Blanco. Pero después que le pusieron un bombazo al barco este de los milicos, el que lo estaban arreglando en los astilleros, ¿se acuerda? Ahí fue que los capos dieron la orden y una comitiva de infantes de marina cegó todos los arroyos y riachos con troncos. Porque usted ahí voltea un par de árboles, y al mes, mes y pico, eso es una maraña, una selva que ni Tarzan con  machete. Así fue. Patente. Quedó la canaleta nomás, frente al Club de Regatas. Claro, a los pitucardi qué le iban  a tocar el culo…  Ahí nomás se empezó a estancar el agua. Y todo para vigilantear más fácil.

Trato de indagar si sabe algo más de ese episodio. No se niega ni se hace rogar. No tose ya, como si las palabras lo curaran. O acaso la memoria.

–Lo de  la bomba aquella fue  una noche con  tormenta, flor de tormenta, lo más ruidosa, vea. Yo andaba de gira con la ballenera, con la Bruja, me acuerdo el julepe que me llevé con  la explosión. Y eso  que tronaba, eh.  ¡Lo que tronaba! Pero yo dije éste no fue un  trueno. Éste no, señor, éste no, porque yo sé lo que es un trueno… Una explosión con todas las letras. Andaba cerca, yo, por  el arroyo Largo, y pensaba la puta a ver si todavía me echan la culpa, que todavía no me imaginaba lo que era, claro, pero un trueno seguro que no había sido. Un trueno nunca. ¿O me van a decir a mí lo que es un trueno? Así que por las dudas envolví todo lo que llevaba, lo dejé enterrado y rajé para el lado de Quilmes, donde tenía un par de compinches. Allá me quedé unos días. Me terminé enterando por la radio. Parece que el Negro Santucho había bajado de Tucumán y se había venido, en un submarino de bolsillo que les dicen se había venido, y había volado la Santísima Trinidad, que así se llamaba el barco explotado. Que lo parió a ese hombre. Si sería corajudo eh. En la jeta de los milicos propiamente…

En el cincuentipico o sesenta, no se acuerda bien cuándo, anduvo llevándoles cerveza, a la vista de  todos, porque ése sí era  un  negocio legal,  a los del Pamir, que había varado al salir del puerto.

–Un velero hermoso, hermoso… Y lo que chupaba esa gente. Salieron cargados de trigo y ahí nomás vararon, a metros de la playa de la Paulino. Estuvo unos días ahí. A la vista. Después, con  la crecida, el Pamir zafó.  ¿Y no va que fue a perderse en una tormenta? Por el Atlántico Norte, leí. Se salvaron unos pocos, muy pocos. Leí todo del naufragio y el salvamento en la Leoplán, una revista que yo mismo supe vender en el kiosco. No sabe la pena que me dio. Eran una muchachada de lo más simpáticos.

Foto: Fabiana di Luca

Por  la  televisión, el  noticiero comienza a pasar revista a  los estragos que anda haciendo la sudestada por Berisso, por Punta Lara, por Quilmes. Él gira en su silla, y frunciendo la cara para ver apunta su mirada a la pantalla. Nomás cambian de tema, vuelve a enfrentarme. Pero se queda en silencio.

–Más de  una vez  le habrá tocado una sudestada o un  pampero –le digo  tratando de sacarlo de  un  ensimismamiento que demasiado se parece a la tristeza.

No hay caso.

No sé adónde se habrá ido. Pero al fin vuelve, de donde sea vuelve sacudiendo la cabeza, a un lado, al otro, a un lado, al otro.

–Es bravo el río, pero qué lindo, qué lindo. Si es la vida el río. ¿No?

Le pido  alguna anécdota graciosa y me  cuenta de  la única vez que alcanzó unas chicas hasta un barco fondeado.

–Era un Liberty griego que llevaba treinta y tantos días ahí,  a la espera en la rada, no sé por qué balurdo con papeles. Los marineros ya estaban que no se aguantarían. Uno era joven, cómo no iba a entender. Mire lo que sería eso, que el mismo primer piloto hizo las tratativas conmigo. ¡Por orden del capitán! No vaya a creer que se cortaba solo. ¡Desesperados andaban! No me acuerdo el  nombre del  barco, por  ahí  era  el Marionga Goulandris, que encalló después por Quequén, pero le miento si le digo. Que era un  Liberty seguro, por  esa época los  Onassis, y otra banda de griegos, se llenaron de guita comprando por dos mangos todos esos Liberty que le sobraron a los gringos después de  la guerra. Y seguro también que era  un  barco mugriento,  como todos los griegos. Ojo que yo a las chicas les cobré nomás el viaje, no vaya a andar creyendo que les hacía de cafisho. Por el canal del Saladero me subí a cinco en la ballenera. Cinco pibas. Fueron todas arregladitas que parecía que las  llevaba a un  bautismo, pero eso  sí, pinturrajeadas para la guerra. Aunque hubo que pegar flor de vuelta por el Santiago, hasta salir por la canaleta, ellas iban  de lo más contentas por los dólares que se pensaban traer. Las llevé de tardecita y me  volví para no hacer cartel desde lejos  quedándome junto al barco, me  parece que me  quedé a dormir en  la ballenera, amarrado a algún árbol por el Chileno o por el Largo. De madrugada me  las fui a buscar. Un desastre. Viera usted qué desastre. Las cinco borrachas, la ropa arrugada y roñosa, la pintura toda corrida, como cagadas a palos de la mamúa y del trajín. Una lloraba y se quejaba de que le dolía todo el cuerpo, otra gritaba que se quería a  bordo, que se  quería casar. Amigaaaaas mías me enamoréeeeee, cantaba. Y el resto se partí al medio de la risa. ¡Lo que costó bajarlas! Pero eso no fue lo peor, espera, ahora va a ver. Cuando estaríamos a milla  de  la canaleta, empieza a clarear y me  veo que por el suroeste se forma una nube en forma de cigarro… ¡Cagamos fuego!, pensé. No sabe cómo nos  sacudió ese pampero. El viento y el agua dolían en  la cara. Hora  y pico así nos  tuvo. Las pibas lloraban, vomitaban, me  rogaban que las llevara de vuelta de una vez. Una, viera qué gauchita, me  acuerdo patente, le prometía a la virgen que si nos salvábamos se iba a portar bien el resto de su vida. Así decía. Pobre. Yo les decía ya pasa, ya pasa hermanita. Pero no había cuestión. Imposible amansarlas. Una se me prendió y me rayó el cuello, los cachetes, los hombros. Como una gata. No sabe la que se  me armó con  la patrona, que en  paz  descanse, cuando pasó todo y pude volver.

Sin embargo, el viaje más peligroso no lo hizo  con  un pampero sino con una sudestada, años después. En el invierno del ´77. Precisamente el 22 de junio de 1977. Nunca olvida la fecha. Ésa es la historia que vine a buscar hasta aquí, bajo la lluvia. Una historia que me incitó, pero al fin me terminó esquivando, en los boliches de la costa donde aún se lo nombra a Tresbotes.

–Ya no me acuerdo cómo fue que me contactaron. Sí que todo tuvo mucho misterio. Que primero hubo una charla por un bar de Ensenada, después otro encuentro en uno  de Berisso y una reunión en el tren que iba desde Río Santiago a La Plata, vueltas y vueltas, así hasta darnos la mano. El encargo fácil no era, qué iba a ser, pero agarré. Tenía que pasar al otro lado a dos pibas y dos muchachos. Cuando nos encontramos les dije no me expliquen nada. No hace falta les dije. Yo no trago a nadie que use uniforme. Ni al guardia del tranvía. Y viera cómo se sonrieron, cómo se miraban entre ellos.  Viejo de mierda, habrán pensado, cuánto hace que no pasa un tranvía cruzando el bosque para Berisso… Lo único que les pido,  les dije, es que me  juren que si mataron, mataron  a otro  que estaba armado. Esto  no  lo hago por  la plata, aunque la plata la necesito. Del resto no tengo por qué saber nada. Me juraron eso que les pedía y nos fuimos nomás oscureció.

Salimos aprovechando una sudestada de rompe y raja. Con la sudestada no andaba nadie por el río. Milicos y pitucos navegan cuando no hay viento. Zarpé sin  luces por supuesto. Llevaba izadas mesana, mayor con  las dos  manos de  rizos que tenía, y un tormentín a oreja de burro con  un bichero haciendo de tangón. Apenas asomamos de la canaleta sentimos el envión del viento y del agua. Tremendo. Nunca vi una marejada como aquella. Parecía que el agua perseguía al agua. La Bruja volaba al ras de las olas. La caña del timón vibraba en mi mano como si tuviera electricidad.

Por supuesto que no podían ir a un puerto, así que dejó a sus pasajeros en  una playa  desierta cerca de Riachuelo, tal como habían convenido. Antes de la despedida, les dio una bolsita de nylon  bien atada y les dijo que era una carta para que leyeran cuando estuviesen a salvo. Adentro estaba lo que le habían pagado por adelantado por ese cruce.

–No pregunté adónde iban, supongo que seguirían viaje,  no  sé para dónde y no pregunté. Supuse que no preguntar era parte del trato. Nunca más volví a verlos,  ni supe tampoco que habrá sido  de ellos.

Misión cumplida.

Hubo después que volverse. Con el río revuelto. Con el viento en contra. Solo. De eso no da demasiados detalles. Apenas dice que se trata del viaje más largo que hizo. Fue por la costa uruguaya con el viento por el través de babor, pasó por el Canal del Infierno, la isla Martín  García, los  Bajos  del  Temor, donde se  encontró con  un  oleaje como para justificar el nombre, y ya otra  vez del lado argentino, con  el viento por estribor, fue costeando río abajo por Buenos Aires, Quilmes, Berazategui –”de la rosca que había los soretes iban por arriba de las olas como un cardumen de peces voladores”– y Punta Lara hasta embocar de nuevo por la canaleta. En el camino lo había agarrado la Prefectura uruguaya. Les mintió que era un pescador al que la sudestada arrastró, que había asomado nomás de  la costa y el viento se lo llevó  como escupida de bagre, por  eso  lo  encontraban solo,  y también les explicó, poniendo cara de zonzo, que si no había a bordo redes ni implementos de  pesca era porque había ido  tirando al agua todo por  miedo de  hundirse. Le creyeron como creo yo ahora lo que acaba de contarme. Los convenció así como me convenció a mí de merecer el título  de último pirata de este río mar.

Se lo digo. Y nomás se lo digo, se ríe. Entre condescendiente y cachador se ríe. Y me corrige:

–¡Nooooooo! Piratas son los otros. Yo fui nomás parte de la tormenta.

Fotos: Fabiana di Luca