Héroes que duelen a la patria
Por Lucio Albirosa/El Furgón
Se llama Juan Pino, “Pinito” para todo Zapala (Neuquén). Lo conocen de memoria en la ciudad y nadie desconoce su historia de guerra hecha desorden psicológico.
Gira por las calles a lo largo del día y llora de emoción al final de cada relato contado a quién quiera oírlo, que como siempre es el mismo. El dolor de abril de 1982 camina con él en cada segundo de vida. Lo siguen de cerca algunos perros fieles y el olvido disfrazado de reconocimiento.
Pinito lleva hoy el dolor de sentirse ex-combatiente sin haber ido a Malvinas, cree haber esquivado las balas inglesas que no pudieron matarlo en un combate creado solamente en la imaginación y sigue esquivando las metrallas de la indiferencia social tanto como aquellas que buscaban el cuerpo de nuestros valientes ensordecidos en la línea de fuego. Juan, en sus adentros, se siente un héroe, esquiva los campos minados, sale de su trinchera, dispara, corre, se salva y salva a sus compañeros del batallón y pelea arduamente cada noche contra las bombas del desinterés cayendo en su espalda. Su tiempo se quedó en ese día en que partieron los soldados neuquinos rumbo a las islas y él se quedó observando desde lejos sin poder subir al camión, aunque su cabeza viajó más allá de la cuenta. La pos guerra fue para muchos una herida abierta imposible de cerrar y en Juan puede verse hoy.
Javier Abel Videla, presidente de la Asociación de Veteranos de Malvinas lo conoce, el mismo asegura que Juan no fue a la guerra ni era soldado, pero asegura que “Pinito” se cargó la batalla como propia y nunca la abandonó.
Así como duele la ola gigante de suicidios de quienes volvieron de la guerra, así como escarba el recuerdo de quienes llegaron a Campo de Mayo en colectivos con las ventanillas tapadas con diarios para luego permanecer cuatro días encerrados con el fin de ser engordarlos para cambiarles la fisonomía de sus rostros chupados por el hambre y darles otro aspecto hasta con ropa limpia, previo a la firma de un Acta Documento donde se comprometían a respetar la prohibición de narrar y contar los hechos sucedidos en Malvinas (tal como cuenta el ex combatiente Ernesto Alonso), así duele la secuela malvinense de Juan Pino.
Nadie puede juzgarlo. Nadie. Su vida quedó tildada hace tiempo, trabada como un fusil que ya no puede disparar ni enfrentar a un ejército con armamento sofisticado. Juan vive en una guerra donde las ilusiones quedaron cautivas ante la realidad. Es una llaga deambulando y en su inocencia convertida ya en necesidad; desconoce los 54 millones de dólares recaudados por el Fondo Patriótico por aquellos días, los 141 Kgs de oro donado por la ciudadanía que jamás aparecieron, las toneladas de bufandas y abrigos tejidos para nuestros soldados a lo largo y ancho de la patria, que no tuvieron prioridad y fueron considerados basura por los altos jefes. Desconoce el medio millón de raciones de comida que quedó varada en la pista de aterrizaje de Comodoro Rivadavia y nunca se supo su destino final. Juan desconoce la estafa al pueblo porque nunca volvió, su cuerpo anda por Zapala, su cabeza es el fuego nunca apagado de una guerra que no debió ser.
La guerra de Malvinas terminó el 14 de junio de 1982 al momento de la rendición y entrega de armas a los ingleses. Cientos de soldados argentinos no regresaron, pero muchos de los que regresaron quedaron a la suerte de un limbo traumático que, en cientos de casos, terminaron en suicidio, mientras que Juan vive en aquella guerra, en este tiempo de medallas y cruces doradas, de veteranos no reconocidos jamás y hordas de hipocresía entonando el verso “Tras un manto de neblinas no las hemos de olvidar…”.