Relámpagos de la memoria
“Cada compañero tenía un pedazo de sol”.
Juan Gelman
Por Jorge Montero/El Furgón
*Cuenta el ‘Gallego’. Un grupo de presos políticos escucha que se abren las puertas del pabellón de Magdalena. Hace más de un año que están encerrados allí. Antes de llegar al penal pasaron por semanas de tortura. Ir al baño es un derecho que no está contemplado en el reglamento, luego de muchos reclamos, peleas y gestiones de sus familiares, las autoridades del penal deciden darles el derecho a tener en la celda una lata vacía de leche Nido para sus necesidades. No pueden leer ni escribir. No tienen recreos ni pueden hacer gimnasia. No pueden hablar con nadie. Son requisados y golpeados casi todos los días desde que llegaron al penal.
Comen sentados en el suelo, con las manos, la escasa y pavorosa comida que de vez en cuando les dan sus carceleros. Hace más de un año que sólo pueden caminar tres pasos: uno, dos, tres, hasta la pared del calabozo como único horizonte.
No reciben cartas, ni tampoco envían.
Son casi las once de la mañana del 24 de marzo de 1976 cuando escuchan que se abren las puertas del pabellón. Desde el pasillo, la voz prepotente del joven oficial suena victoriosa.
“Las Fuerzas Armadas tomaron el poder, ahora sí que a ustedes se les acabó la joda”.
*En Tucumán algunos presos políticos iban a parar a la misma cárcel que los ‘comunes’. Sólo los separaba un largo pasillo por el que iban y venían de las celdas hasta la sala de torturas y de allí de vuelta a las celdas. Cuando llegaban después del ‘viaje’, sólo recibían un caldo pestilente y lavado como única comida del día. Los comunes miraban ir y venir a las víctimas a través de los barrotes. Desde allí escuchaban los gritos y gemidos provenientes del otro piso y luego los veían regresar arrastrando los pies como podían.
Los comunes, sin saber bien por qué, tenían mejor comida, también pestilente, pero eran guisos con algo de carne flotando en los platos… ¡y tenían un pan! Un tesoro que ocultaban celosamente de los guardias.
Un maestro tucumano contó que cuando estuvo preso, el pan que los ‘comunes’ escondían lo estiraban con ternura a través de los barrotes poniéndolo con suavidad en las manos laceradas de los presos políticos cuando volvían de la tortura. Esos panes, dijo, “me mantuvieron el cuerpo con vida y el corazón con esperanza”.
*Es julio del ’76 y en el pozo de Arana ya casi no queda lugar para ningún secuestrado más. Pero a la una de la mañana la patota entra con una muchacha que no supera los dieciséis años. La chica grita aterrorizada que no sabe nada y que no entiende nada de lo que está pasando.
La golpean y comienzan a torturarla. La picana recorre su cuerpo frágil que se arquea hasta quebrarse. No hay nombre que les pueda dar ni dirección que conozca. Por mucho que le pregunten, ella no puede responder. La máquina no para, los verdugos tampoco, más preguntas y carcajadas.
Ya son como las tres de la mañana y otra patota entra al chupadero con una nueva mujer.
“Nos equivocamos –dice el oficial-, la que buscábamos es esta, a la chica hay que llevarla de nuevo a su casa”, ordena.
Pero los guardias se resisten, es de madrugada, están cansados y además la prisionera está destrozada por las torturas. Mañana, dicen, mañana la llevamos.
Pero el jefe no quiere esperar: “Dije ahora, carajo, la llevan a su casa ahora mismo. Porque si hay algo que yo no soporto, son las injusticia”.
*En agosto del ’77, cuenta el ‘Tati’, un grupo de presos políticos es trasladado desde la cárcel de Villa Devoto a la Unidad 9 de La Plata.
Encapuchados, esposados en pareja son ferozmente golpeados desde que salen hasta que llegan. Algunos con más saña que otros.
Al ‘Flecha’, que tiene sólo 18 años, le toca Juan Martín Guevara, el hermano del Che, como compañero de infortunio.
Ante cada retén los presos deben detenerse y decir su apellido. Guevara, responde Juan Martín cada vez que lo interrogan. “¡Guevara, Guevara, el hermano del Che!” se excitan los guardias y redoblan la golpiza. ‘Flecha’, esposado junto a él, también recibe la duplicada lluvia de garrotazos.
Pasan uno, dos, tres retenes, y en el cuarto ‘Flecha’, ya morado por los golpes, se acerca al oído de Juan Martín y le dice bajito: “Hermano, nos faltan todavía como cinco retenes, de aquí en más, por favor, deciles que te llamas González”.
*Cuando el guardia lo guió con los ojos vendados por los pasillos de la ESMA, Pablito habrá recordado los días en los que su papá lo llevaba al colegio apretando su mano un poco más fuerte al cruzar las calles de Palermo para llegar a la Escuela Armenia Argentina, donde cursó la primaria.
Tenía catorce años cuando lo secuestraron junto a su mamá Irma y a Jorge, el compañero de ella. Los tres fueron llevados al chupadero el Vesubio, en Ricchieri y General Paz. Allí Pablito fue torturado delante de su madre y ella frente a él para obligarla a firmar la escritura de su casa en favor de los secuestradores. Relata Lila, que convivió con el chiquillo en la ESMA, que Pablito la consolaba cuando ella se desesperaba con su relato: “No te preocupes, tanto no me dolió”.
Hugo, sobreviviente del Vesubio cuenta que “Pablo era bueno para el ajedrez, y el mayor Durán Sáenz, jefe del Vesubio y uno de los peores verdugos, lo obligaba a jugar con él largas partidas. Repartía mate cocido y a veces llevaba los tachos con orín de otros prisioneros. A la noche le ponían cadenas, y a pesar de que era un niño, lo torturaban mucho”.
Pablito estuvo más de un mes en la ESMA hasta que fue ‘trasladado’. Poco antes disfrutó una cuchara de dulce de leche con que alguien lo convidó por debajo de la capucha que cubría su cabeza. Con ese sabor en la boca y la promesa del guardia que lo llevaba de la mano mientras le decía al oído que se iba a la casa, Pablo dejó el centro clandestino creyendo que lo liberaban. Fue a fines de septiembre de 1977. Nunca, nadie, lo volvió a ver.
*El comunicado establecía, entre muchas otras cosas, que sólo se podían adquirir cuatro atados de cigarrillos por quincena, un paquete de yerba, que estaba permitida una carta semanal de una hoja solamente, y que no se podía tocar, regalar, cambiar, prestar o tomar prestado nada. El objetivo, cuenta Carlos, destruir la solidaridad entre los presos ya que tampoco se permitía, al que carecía de fondos, adquirir nada con los de otro compañero.
“Esos días, en el penal de Rawson, perdieron un montón, uno por dar fuego, otro por convidar mates, otros por usar la pava de algún compañero”. Pero lo peor, en aquel diciembre de 1977, fue la llegada del nuevo capellán. El cura Roselló va y viene por los pabellones interrogando a los presos políticos como un guardiacárcel más. Los presos, aun los creyentes, tratan de esquivarlo. Pero el cura se empecina, y el 24 de diciembre decide celebrar misa para todos. Hay obligación de asistir.
“Queridos hermanos asesinos –empieza su sermón el sacerdote-, algunos de ustedes se quejan del trato que reciben en esta cárcel, pero tienen que entender que están recibiendo el castigo que se merecen. Y esto es sólo el castigo impuesto por los hombres, aún les falta lo peor, hermanos subversivos, aún les falta el que vendrá después, el terrible y justísimo castigo divino”, remata, esperanzador, el cura Roselló.
*En septiembre de 1977 una patota militar del Batallón de Comunicaciones 601 de City Bell, rodea una casa precaria del barrio Unión de Villa España. María alcanza a refugiar en el baño a sus tres hijos: Marcela de 12 años, Sergio de 9 y Marina de un año y medio. “Pórtense bien, que mamita los quiere”, les dice, cierra la puerta y resiste el ataque junto a otro compañero, Arturo. Ambos son acribillados.
Cuando cesa el fuego, un uniformado descubre que había “pichones en el nido” y “entraron a patadas en el baño. Yo cargaba a mi hermanita -cuenta Marcela- Nos sacaron con violencia, a ojos de todo el mundo. Estábamos semidesnudos, descalzos y aterrorizados”.
Los hermanitos Sergio y Marina, tras diez días de cautiverio fueron localizados y devueltos a su familia.
A Marcela la torturaron y estuvo tres meses desaparecida, controlada por los verdugos Fresco y Francés. “Me llevaron a señalar casa, lugares, vecinos… Dije todo lo que sabía. Pero algunos estaban enojados y me pedían más”, y volvían a golpearla. “Tenía terror, pero no conciencia. Y una parte mía se mantenía pensando que mi mamá iba a volver”.
Pasó por el Regimiento de La Tablada y los chupaderos del Vesubio y el Sheraton. Allí conoció a Héctor Oesterheld. Pese a su terrible estado el autor de “El Eternauta”” le contaba historias y la hacía jugar al hockey “con un palito” para que le diera algún rayo de sol. ““Yo me fui y ellos se quedaron, y son estrellas que me iluminan”, dice Marcela.
*Marta es sobreviviente de la “Noche de las Corbatas” en Mar del Plata, y fue secuestrada junto a su esposo, el abogado Jorge Candeloro, luego asesinado en La Cueva.
Rememora la escena una y otra vez, nunca olvida un detalle. La comisaría 4° se alborota porque llega el juez de turno a requisar las celdas. Hay un sector de presos comunes y otro, a disposición de las fuerzas armadas. ““Juez Hooft…juez Hooft”, gritan algunos detenidos. Y Marta se pone alerta, se acerca a su calabozo. Escucha los pasos.
Hooft se para en cada puerta y pregunta: “quién está acá”. La rutina es siempre la misma, se abre el calabozo, el juez echa una mirada y sigue a otra celda. La puerta de Marta nunca se abre. Toma coraje y se asoma por la mirilla. Ve al comisario Blaustein y al juez. “Doctor Hooft soy la esposa del abogado Candeloro”. No hay respuesta. ““Y escuchando los pasos del juez que se alejaban por el corredor -explica- sentí que eran los pasos de la justicia los que se marchaban”.
*En el Vesubio habían separado a los detenidos del chupadero en tres sectores. Cada uno pertenecía a un determinado grupo de tareas. Eran muy celosos de sus prisioneros. En una oportunidad una joven fue interrogada por la patota encargada de otro grupo.
Cuando los que la tenían a su cargo se enteraron del suceso, se pusieron como locos. Hubo un gran malestar y el oficial a cargo encaró a la muchacha: “La próxima vez que pase algo como esto usted se niega a contestarles cualquier pregunta”.
*Andrea levanta la vista. Del otro lado de la ventana, a pocos metros, se acerca un Falcon verde. Estaciona. De allí bajan dos señores armados. A los pocos segundos baja del mismo auto una mujer encapuchada y encadenada. El cuerpo lánguido, y el cabello que sobresale por debajo de la capucha. Los señores le apuntan. Caminan. Y desaparecen de su vista.
Alarmada le pregunta a su amiga: “Berenice, ¿qué es eso?”. “¡Viste como hacen en Swat, que persiguen a la gente en patrullas? Bueno, algo parecido”, le contesta la otra niña.
A los 11 años, Andrea fue a jugar donde trabajaba el papá de una de sus compañeras de escuela. Allí vio a la prisionera. Más tarde supo que ese lugar era la ESMA y empezó a preguntarse quién habría sido esa mujer, si la habrían torturado, cual habrá sido su destino.
Era la primavera de 1976. Berenice le había contado que la casa en la que trabajaba y vivía su papá era muy, muy, muy grande. Que allí dormía y trabajaba mucha gente y que podrían ver películas y jugar al billar. Cuando llegaron en el Falcon con custodia, el hombre en uniforme las estaba esperando. Al papá de Berenice le llamaba la atención la carterita que tenía Andrea, que le había dado su mamá para que llevara un saquito para la vuelta a su casa.
“¿Qué tenés ahí adentro?”, le preguntó. Andrea se sintió intimidada: “Un saquito”, le respondió en voz baja. “¿Un saquito?”, volvió a insistir, interrogándola. “Si, me lo dio mi mamá por si tenía frío”.
El papá de Berenice agarró la cartera de la amiga de su hija y la revisó. Rubén Chamorro -alias Delfín- vicealmirante de la armada, y director de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), comprobó que efectivamente había un saquito. La miró a los ojos y le devolvió su cartera.
“En un ratito estará servido el almuerzo”, dijo. Andrea ya no tenía hambre.
La última vez que las dos amigas de la infancia se vieron fue en un bar cerca de Acoyte y Rivadavia. Fue a fines de 1982. Aún eran adolescentes: La charla no fue fluida. Andrea sintió que algo profundo se había quebrado, su amiga ya no era la de antes. La sentía ida, vacía. Unos años más tarde se enteró que Berenice Chamorro se había suicidado.
“Berenice fue una víctima, de eso no tengo dudas”.
*Fue en 1978 en el salón de actos del Colegio San José debajo de una bóveda cubierta de pinturas renacentistas. Los rectores y rectoras de la enseñanza privada, en su gran mayoría monjas y curas, escucharon en silencio al coronel Agustín Valladares, con uniforme de fajina y anteojos oscuros. El militar estaba a cargo de la “Operación Claridad”, como se denominó al espionaje e investigación de funcionarios, docentes y personalidades vinculadas con la cultura y la educación.
Rubén, uno de los rectores participantes, contó la exasperación del coronel. En una rápida revisión retrospectiva de la historia de la filosofía fustigó a Marx, a Mao y a Freud, al racionalismo dieciochesco, a Descartes por haber inventado la duda, a Santo Tomás por atreverse a intentar fundar la fe en la razón y se quedó en San Agustín, en el concepto de guerra santa y en el de guerra justa que enarbolaron los conquistadores españoles para imponer la encomienda y la evangelización.
Valladares estaba furioso porque desde la primera reunión en 1977, no había recibido ninguna denuncia a pesar de que había dado no sólo los teléfonos del ministerio sino los de su domicilio particular.
“¿Quiere decir que ni siquiera sospechan?”, expelía irritado. “Mientras ustedes están en la tranquilidad de sus despachos nosotros hemos matado, estamos matando y seguiremos matando. Estamos de barro y sangre hasta aquí”, dijo señalando sus rodillas.
Señaló con el dedo acusador al auditorio silencioso y gritó: “¡Basta de ombligos flojos!”.
Finalmente, comenzaron a abandonar el salón en silencio, caminando sin mirarse, hacia la puerta lentamente, conscientes del terror en la piel porque en un año no habían denunciado a ningún docente de sus escuelas.
*A fines de 1976, el capitán de navío Oscar Alfredo Castro arengaba a 3.500 conscriptos a participar de la “nueva gesta libertadora para la que habían sido elegidos por la Providencia”, que debían defender un estilo de vida “a cualquier costo y por todos los medios” y dejó constancia de su “amor a la libertad dentro del marco de la familia”. Sus hijos, Alfredo y Luis, llevaban seis meses encapuchados y con grilletes, secuestrados en Campo de Mayo.
“No podemos pedir por el hijo de nadie que esté en poder de otra fuerza. Hicimos un pacto”, se justificaba entonces. A 700 kilómetros, la madre de sus hijos golpeaba puertas desesperada. Ese año marcharía junto a otras mujeres por Plaza de Mayo.
Mucho tiempo después, detrás de los muros de su casa en Gonnet y a días de ser juzgado por delitos de lesa humanidad en Bahía Blanca, el capitán admite estar “feliz y contento”. En su living hay cuadros de Jesús crucificado y de la virgen María, pero nada recuerda a sus hijos desaparecidos. “Ya pasó, terminemos –se exaspera- ¡Podemos dejar a los muertos tranquilos!”.
*Miriam tiene veinte años y está secuestrada en la ESMA cuando Kempes empuja, mete la suela y anota el 2 a 1 en tiempo suplementario. Luego Bertoni cierra el resultado con un remate a un arco holandés vacío. Es el 25 de junio de 1978 y la selección argentina se consagra campeón mundial de fútbol por primera vez. En las tribunas de Monumental, la junta militar celebra junto a miles de personas. En los sótanos de la ESMA también festejan Astiz y otros verdugos en la cara de los detenidos-desaparecidos, que asumen que ese triunfo extenderá todavía más el terror.
Afuera, en millones de casas, algunas con ausencias irreparables, las familias alientan pese a todo a la selección. El descomunal dispositivo de propaganda es un éxito. Al grito de “¡Argentina! ¡Argentina!” no hay desaparecidos, no hay campos de concentración, ni presos políticos, abofeteando la cara de quienes eran la prueba de lo contrario.
El Tigre Acosta, jefe del grupo de tareas, dispone que hay que salir a celebrar. Miles se están volcando a las calles, envueltos en banderas celestes y blancas, con gorros y vinchas, con alegría desbordante. “Nos subieron a los mismos autos que usaban para los secuestros. El que me llevaba, tenía el techo abierto. Avanzábamos hacia la provincia a paso de hombre, parte de una marcha de coches engalanados con los mismos colores. Los bocinazos eran ensordecedores. Llegamos a avenida Maipú. En una esquina, los marinos consiguieron lugar en una pizzería… Comimos una pizza mientras me preguntaba cuántos años más de dictadura habían garantizado los goles, cómo nadie se daba cuenta de que nosotros, esos parroquianos mudos, pálidos, demudados, éramos aquello que se quería negar. Desaparecidos”.
*Graciela se trepa a la cama cucheta. La celda tiene una pequeña ventana que da a la calle Bermúdez. Sus ojos miran con avidez las viviendas bajas y los patios de la cuadra de enfrente, en el tranquilo barrio que rodea el penal de Villa Devoto. Sus oídos siempre atentos a los ruidos del pabellón. Sabe que si un guardiacárcel la sorprende será sancionada con semanas de calabozo.
Ella no quiere perderse detalle de la vida del bebé que juega con su mamá en uno de los patios de esas casas. Lo bautiza Juanito, ve como toma la teta y se ríe, o escucha apenas sus berreos cuando se enoja o seguro que tiene hambre.
Así pasa muchas mañanas y algunas tardes, trepada a la cama cucheta, mientras Juanito crece y con los años cambia sus rutinas y sus juegos.
Graciela soporta durante largo tiempo los cambios de celda, y varias veces pierde de vista a Juanito. Echa de menos el olor a lluvia, a café, el cielo, el sol, la luz del día. Le faltan sobre todo los besos de su compañero, las largas charlas, la música, los libros, el dulce de leche… y extraña a Juanito.
Espera ansiosa otra mudanza que la devuelva a su lugar de “tía”. Y un día Juanito va al colegio, y otro lleva el guardapolvo blanco y la mochila; y otras tardes de otros años ve como Juanito festeja su cumpleaños con amiguitos del barrio y la escuela. Todo eso mira Graciela desde la pequeña ventana de su celda.
Hasta que en noviembre de 1983 un guardia grita su nombre y sale en libertad. Pasaron casi diez años desde su detención y nueve desde que nació Juanito. Compañeras y compañeros la esperan en la calle, familiares, y hay muchos abrazos que la asfixian. Cuando consigue desprenderse de tanto afecto, sin decirle nada a nadie, cruza la calle y toca el timbre de la casa de Juanito. Le cuenta todo a su mamá, que tiene casi su misma edad, que también la abraza fuerte cuando termina su relato.
Juanito es Nicolás, y sigue festejando su cumpleaños en la casa de la calle Bermúdez, ahora abrazado a la “tía” Graciela, que se encarga siempre de hacerle la torta y le ayuda a apagar las velitas.