El hombre que supo cantar a Lenin
Por Flavio Zalazar, desde Rosario/El Furgón –
Poeta, profesor y sobre todo hombre culto; Alfonso Sola González como otros de su generación conoció en carne propia los debates entre la tradición, con su idolatría al héroe y la revolución social, cuyo sujeto siempre resulta el pueblo. Una conciencia partida que en algo pudo aliviar sus poemas, como el denominado, “Recordando esta noche a Lenin”.

La década del treinta del siglo pasado marcó en el país una crisis total en los modelos de representatividad, la política atravesaba lo vivido por otras artes un tiempo antes. Las costumbres, la religión, el anarco-individualismo, el corporativismo, el comunismo, se enredaban en mentes afiebradas. Muchos poetas no pudieron sustraerse a esa realidad, encarnando el conflicto en su poética. Ese fue el caso del entrerriano Sola González, un equilibrista entre los modelos clásicos y las causas populares.
Perteneció a los autores que cuestionaron la centralidad cultural porteña a fuerza de versos, la “Generación del Cuarenta”. Nació en Concordia en el año 1917, formándose en Paraná como Profesor en castellano, literatura y latín. Tras un breve paso por la cátedra de Literatura Meridional en su provincia, viaja a Buenos Aires, contrae matrimonio con la crítica Graciela Maturo y viaja a Mendoza, hacia la Universidad de Cuyo, en la que trabajó junto a Julio Cortázar. Desde esa provincia levantó su obra, como lo hizo Raúl Galán en Tucumán, Manuel Castilla en Salta, Jorge Calvetti en Jujuy, o Irma Peirano en la ciudad de Rosario.

La técnica composicional de Sola González era la del lenguaje directo y popular sobre la base tradicional de la poesía –el soneto o el romance, la elegía o el ditirambo–, lo cual generaba tensión, y hasta desgarramiento en algunos de sus versos; ampliando además, los motivos y los nombres de la alegoría nacional. Así encontramos una Elegía a Eva Perón, o en el ámbito internacional, aunque en línea directa con la hermandad proletaria, “Recordando esta noche a Lenin” (Canción pequeño-burguesa con la colaboración póstuma de Alejandro Blok):
Escupe camarada sobre tu libro abierto
Mientras mi amada se desnuda en el baño
Y abre la canilla del agua caliente
Y me llega,
A través de la puerta sellada
Su dulce ruido adorado
El rumor de sus senos mojándose, llamándome.
El día ha llegado a su fin
Y abandono en la silla que velará la noche,
La corbata pintada por señoritas ciegas y otras flores aún tibias
Que ya no sirven para nada.
Y la lámpara alumbra en la revista de los tigres tristes,
Tu hermosa barba revolucionaria.
Escupe en tu último espejo de nieve, camarada,
Y él te devolverá los fusiles sagrados
De los Doce.
Ya la puerta se ha abierto
Y oigo sus pies desnudos
Caminar en el lento pasillo
Entre cucarachas y tanta niebla escrita
Mientras lentamente dispone las cosas de la noche.
Recuerdo que tal vez fui tu amigo
Tal vez, sí, inútilmente;
Que fui tu sacerdote desalmado
Viajando en sucios trenes con soldados y putas
Hacia el palacio oscuro de la revolución.
Ahora, todo aquello es ya nada,
Apenas un jardín sideral poblado de profetas
Que olvidaron la primera y la última palabra,
Apenas una página inútil escrita en el libro de Dios,
O tan sólo tu barba de nácar en un panteón sin nadie.
Y caminábamos en la marcha de los Doce
Bajo la luna ametrallada de Siberia.
Éramos doce y solamente uno
Bebiendo en las tabernas del camino perdido,
Matando a los heridos en los hospitales,
Clavando bayonetas en las sotanas de los curas.
Doce aullando sin piedad
Y sólo éramos Uno.
(En el museo de cera
Cantan los pájaros del bien y del mal).
Y algunos se posaban dulcemente en tu cabeza calva
De viejo sifilítico
Y entonces admirábamos tus ojos de soldado ciego
Quemándose despacio
En los tabernáculos secretos del Partido.
Y yo llevaba la granada del sol entre los dedos sucios.
Ya te esperan los escribas del furtivo testamento apócrifo
Ya ves a los purpúreos burgueses que lamen dulcemente la hoz
Y adoran el martillo de oro.
Y los Doce caminan
Y violan duquesas silenciosas
En las tabernas incendiadas.
Ya te esperaban los embalsamadores
Y El Jefe,
El buen traidor de blusa campesina
Que bailó el vals vienés de la Internacional
En el viejo palacio iluminado por las antorchas de los proletarios
Y por las tetas perfumadas
De las bellas esposas de los Embajadores.
(Ya sé, querida mía que este no es un buen poema,
Que tu pelo es más hermoso que todo lo que yo pueda escribir
O decir
O mentir en los tribunales de la noche.
Pero aquí están los doctores del templo
Los rufianes de las sirenas melodiosas que cantaron
Para el astuto Ulises,
Los carceleros de las viejas rosas
Lamiendo inodoros de hollín y mierda fría.
Y entonces sólo sé ladrar a la pérfida luna
Y a su madame de terciopelo negro en el cogote,
A los secretos mercaderes del fuego,
A la Gran Puta de tetas majestuosas
Que fuma el gris tabaco de los muertos
En el umbral de la Puerta Cerrada.
Ya sé querida mía, que no debiera injuriar a los malditos
Porque ellos reinarán
Y aún serán reconocidos en el fin de los tiempos.
Yo sé que sólo quieres que me cubra la boca con tu pelo
Para borrar estas palabras,
Para cegar con tierra enamorada estos ojos que odian,
Para cifrar estos dedos de sándalo
En el último acorde de tu arpa caída.
Pero
Tal vez,
Ya sea tarde).
Y eran doce los alegres bandidos en su marcha.
Camarada, mi amigo, mi compañero Lenin,
El más terrible y justo,
Mi mano por el amor gastada, se ennoblece
Cuando escribo tu nombre
Sobre el fusil y el viento del poema.
Mi amante duerme ahora, desnuda en su enorme inocencia
Y yo tendría que cerrar los ojos y soñar que no es ella ni yo los que dormimos
Este mar de la muerte.
Pero la lámpara encendida
Ilumina en la vieja revista, tu bello rostro de asesino, camarada,
Y vuelvo a recordar la marcha de los Doce.
“Salta burgués como un pájaro!
Beberé tu poca sangre,
Por mi querida,
Por los ojos hermosos de mi amante”.
Y mi muchacha dormida respira el lento sol de la noche
Y oigo el ronco trueno de los Doce con su bandera roja en el invierno.
“No tienes las manos sangrientas
Por el amor de tu Katia?
Camina al paso de la revolución,
El enemigo acecha y no se rinde.”
Y el enemigo, acaso, eras tú, Vladimiro
Con tu barba de Sevres embalsamada
O acaso era el amor de Katia
O el sueño de esta muchacha oscura cuando apago la lámpara y voy hacia su sueño,
O acaso nada más que una madera
Viva cruzada sobre el mundo
¡Oh secretos Caminos de la Revolución!
En diálogo con Daniel Freidemberg hace unos años, León Benarós señalaba sobre el entrerriano: “Nutren su poesía el prestigio de la antigüedad, la belleza de los otoños dorados, la majestad de las ruinas antiguas. Las estatuas trabajadas por el musgo, la muerte trocada en lejanía, y dulcemente la amistad y el amor. Poesía de alta dignidad y decoro, participa de una cierta exaltación vigilada, de una tesitura clásica que entona y purifica el ímpetu de sus impulsos románticos”.

Pero lo político, la coyuntura atraían el interés del poeta. Sobre este surco porfió versos a los fusilados en Trelew, a Salvador Allende, al mismísimo Juan Domingo Perón, cuando siquiera podía nombrárselo. Hacia el año 1975 entraron en su casa, revolvieron todo, quemaron papeles, “la pesada” lo seguía. Perseguido, Sola González se sumió en una profunda noche, saliendo de ella por un atajo: junto a su cuerpo encontraron un puñado de pastillas y una botella de whisky vacía.
—
Portada: Fotografía de A. Solá González publicada en https://poetassigloveintiuno.blogspot.com/