Revolución francesa: Un fantasma recorre las calles de París
“Prohibimos a todos los compañeros y obreros que se reúnan con el pretexto de su cofradía,
que se confabulen para colocarse unos con otros contra un patrón”.
Reglamentación estatal francesa de 1749.
Por Jorge Montero/El Furgón –
El Nivoso del año III es particularmente crudo. El París obrero se agitaba. Había escuchado los inflamados discursos sobre los derechos del hombre. Había visto las fiestas, los fuegos artificiales, las danzas, las comilonas de las Sociedades Fraternales y todos los accesorios sangrientos de la Revolución. Había participado en los tiroteos, había formado parte en los golpes de Estado y canturreado en centenares de clubes. Pero su vida era aún más dura que antes.
Los patrones pagaban con bonos. ¿Qué podía comprarse con aquellos pedazos de papel? En las familias obreras sólo se comía carne los días de fiesta. Muy rara vez se encendía la estufa, y en ese caso, varias familias se calentaban con un débil fuego.
El trabajo era cruel ese diciembre de 1795. Comenzaba a las cinco de la mañana para terminar a las siete de la tarde, con una hora para el almuerzo. Cuando los encuadernadores el sexto año de la Revolución, reclamaron la jornada de catorce horas, todo el mundo se asombró de su audacia: “¡Los perezosos! ¡Acaso estaban perdiendo la costumbre de trabajar!”
Los niños tampoco estaban eximidos. La antigua Convención, entre vítores dedicados a los descamisados de todos los países, había vendido al hilandero Butel, quinientas criaturas menores de diez años, sacadas de los hospicios. Trabajaban gratuitamente, mientras su patrón debía hacerse cargo de su alimentación.
El fabricante Delaitre cuidaba a los niños que trabajaban en su hilandería, según el sistema del conde Rumford. Delaitre era un republicano, Rumford un emigrado: Pero ¿quién no escucha los consejos prudentes…? El conde había inventado métodos nuevos para la alimentación de los obreros. El pan, la carne, el tocino, eran demasiado caros. La sopa de agua había recibido la orgullosa denominación de “Sopa a la Rumford”. La comida de 115 obreros costaba a ese industrial de vanguardia el precio que se pagaba en los restaurantes del Palacio de la Igualdad por un plato de nutritivo potaje.
Sin embargo, más que las sopas de Rumford, otra invención diabólica aterrorizaba a los obreros. De la mañana a la noche los parisienses se reunían en la isla de Los Cisnes. Allí se había instalado el primer molino a vapor. Las gentes informadas afirmaban que en las fábricas de fundición de Le Creusot, se instalarían pronto diez máquinas y se despediría a todos los obreros. Y después de los fundidores, los tejedores se quedarían sin trabajo. ¿Qué podían hacer las pobres gentes cuando se inventan tales máquinas infernales?
Por otra parte, más valía quizá morirse de una vez… “Es inútil que trabajes dieciséis horas cuando ni siquiera tienes para el pan”. La situación política estaba determinada por las raciones. Frimario y Nivoso habían sido meses de miseria excepcional. Ayer, en el barrio del Temple, no habían distribuido absolutamente nada. Hoy, en el barrio del Panteón, el pan estaba enmohecido. Comenzaron las huelgas obreras.
Los estibadores del puerto Bernard se habían reunido en la calle del Sena y habían declarado que con trescientas libras por día no se podía vivir. Los dirigentes fueron arrestados. Después de los estibadores marcharon los fundidores de la factoría de cañones de la calle Lille. “¿Cómo? ¿Los ejércitos republicanos dan pruebas de heroísmo en Italia y no quieren ayudarlos?” Siguieron los arrestos. Pero las huelgas no cesaron.Los ebanistas, los molineros, los boneteros, los impresores, los tejedores, todos preferían la prisión o la muerte al tormento del hambre.
Los patrones habían redactado una petición al Directorio en la que se quejaban de la insolencia de los obreros: “Era inadmisible que mercenarios discutieran las condiciones de trabajo o los salarios…”
El Directorio hacía todo cuanto podía: encarcelaba a los huelguistas y se enviaba soldados en su lugar. Los ministros preparaban un decreto prohibiendo las huelgas que se adherían al pillaje. No obstante, los obreros no tenían nada que perder y la agitación no se calmó.
En la antigua iglesia de Santa Isabel se había instalado una gran fábrica de bolsas. Trabajaban allí trescientas mujeres. El ciudadano Delay, hombre de recursos, había obtenido un gran encargo. Se trabajaba desde las cinco de la mañana hasta avanzada la noche. Hacía frío en el taller, que era húmedo y sombrío, las manos se entorpecían y los ojos lagrimeaban, los niños gritaban de hambre. El hijito de una obrera había muerto en medio de la jornada. Todo el taller se había sobresaltado, pero las bolsas debían ser entregadas a tiempo. “¿Qué es lo que miráis así…? ¿No han visto nunca a un niño muerto…? ¡Pronto al trabajo!”.
Entraron al taller una treintena desans-culottes gritando: “¡Imbéciles! ¿Saben siquiera porqué trabajan?¡Más valdría que nos fusilaran a todos que vivir así!”.
Las obreras abandonaron el trabajo enseguida. Sin embargo, no lograron salir del taller. Se acudió a un pelotón de dragones. Todos fueron arrestados. Uno de los perturbadores llevaba un viejo cuchillo y el periódico “El Tribuno del Pueblo”. El ministro de Policía informó triunfalmente a los ciudadanos Directores que el levantamiento de los partidarios de Graco Babeuf estaba sofocado. Estupideces.
El París obrero cree en su Tribuno. En los barrios de Antoine y Marceau, el nombre de Babeuf es ahora conocido por todos los niños. Se habla de él como de uno de los suyos, como de un cerrajero o de un carpintero. Se burlan de los policías: “Y entonces ¿han encontrado a Babeuf?”.Se amenaza a los patrones y a los comerciantes: “¡Ya verán con Babeuf!”.La esperanza mejora hasta la sopa de agua. “¡Babeuf atacará pronto!”.
El rumor sobre el enigmático periodista llega hasta los salones, donde los burgueses comienzan a preguntarse: “¡Quién es este hombre?”. “Un antiguo agrimensor” -dicen algunos. “Un sanguinario como Marat” -afirman otros. Los diputados del Consejo de los Quinientos, los abogados, los embajadores extranjeros, todos están perplejos: “¿Por qué Babeuf?”. Tienen miedo. No están seguros del día siguiente. Es cierto, se ha guillotinado a Robespierre. Es cierto se ha desarmado a los obreros. Pero es imposible obligar al pueblo a olvidar lo que ha pasado tan recientemente todavía. ¿Quién puede responder siquiera del ejército? Se dice que muchos soldados están también de parte de ese incomprensible Babeuf, y sus Iguales.
“La Revolución no ha terminado, porque todos los ricos absorben todos los bienes y gobiernan, mientras que los pobres trabajan como verdaderos esclavos, languidecen en la miseria y no son nada en el Estado”, leen los obreros en “El Tribuno del Pueblo”.
“¿Qué suerte correrán mis hijos?”, piensa Babeuf, perseguido por la policía.“¿Y María?”. Esta mujer simple, antigua camarera que comprende muy poco de la Revolución y de toda esa vida tumultuosa, pero cree de todo corazón en la honestidad de su Francisco, al que ahora llaman Graco. Y sin siquiera murmurar, soporta las privaciones, las enfermedades, la muerte de sus hijos.
Entre los miles de rumores, entre el odio y el amor, entre el pesado silencio de este año decisivo, el nombre de Babeuf se oculta en los reductos, en los subsuelos, en los graneros, en las fábricas, en todas partes donde es posible ocultarse… Babeuf escribe, convence, elige sus partidarios, trabaja, trabaja sin descanso. Su salud se deteriora. Vive como un recluso. A olvidado el sol, las bromas, el bullicio de los Baños Chinos. Ya no puede siquiera divertirse para hacer rabiar a los tiranos. Poco a poco sucumbe en él todo lo que es complejo, incierto, maleable, humano. Su pensamiento es dominado por una sola idea: la Igualdad.
Entre los sans-culottes y los desheredados, el nombre de Babeuf crece, no designa ya solamente a un buen periodista, un filósofo audaz, al tribuno del pueblo, no, ahora Graco Babeuf es la Revolución… o la muerte.
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