Elecciones en Estados Unidos: Apocalipsis Trump
“En Estados Unidos dicen, con ingenio, que hace diez años tenían
al empresario Steve Jobs, al cantante Johnny Cashy al cómico Bob Hope,
pero ahora no tienen trabajos (jobs), ni efectivo (cash), ni esperanza (hope).”
León Bendesky (La Jornada)
Por Jorge Montero/El Furgón –
“Tremendo éxito esta noche”, calificó Trump en su cuenta de Twitter, la elección dividida de este martes en Estados Unidos. El partido Republicano perdió la mayoría en la Cámara de Representantes, pero retuvo y se consolidó en el Senado luego de la votación de medio término en la que se eligieron 435 diputados, 35 senadores y 36 gobernadores. En el curso de la campaña, Donald Trump, hizo hincapié en que estos comicios eran un plebiscito respecto a su gestión, logró superarlo o al menos evitar una debacle electoral sin retorno. Consolidándose en un escenario político convulsionado de cara a los dos últimos años de su Gobierno.
No pocos periodistas y politólogos acabaron azorados por el resultado, previendo una paliza por parte del partido Demócrata, que arrinconara al estigmatizado presidente estadounidense, y lo pusiera al borde del “impeachment”, permitiendo su reemplazo por algún “capitalista serio” más predecible. Al final del día la gran “ola azul” profetizada pasó de tsunami a marejada.
La marcha hacia la guerra, en todas las regiones del planeta, está dictada por la exigencia del capital ahogado por la caída de la tasa de ganancia (que como el viejo topo al que aludía Marx, corroe los cimientos del sistema capitalista mundial) y la competencia desenfrenada.
Estos mismos comentaristas se detienen ahora en las particularidades de la elección: El Capitolio pasa a tener el mayor número de congresistas mujeres de su historia. Como la joven latina de 29 años Alexandria Ocasio-Cortez, la más joven de la historia estadounidense; Ilhan Omar y Rashida Tlaib, las dos primeras musulmanas electas, o Sharice Davids mujer indígena y declarada lesbiana también elegida al Congreso; Jared Polis, primer gobernador abiertamente gay de Estados Unidos; la reelección como Senador de Bernie Sanders y otros portentos.
Con todo, el planeta asiste atónito a las balandronadas de Trump. En casi dos años de gobierno, el lumpenburgués de oscuros negocios revestidos de un halo de corrupción, mafia y chantaje -incluyendo operaciones inmobiliarias con la familia Macri en Buenos Aires-, con tono siempre belicoso e intimidante, se retiró del acuerdo de París sobre Cambio Climático, puso al mundo al borde de la conflagración atómica amenazando a Corea del Norte, denunció el acuerdo nuclear con Irán, la emprendió contra Siria, reconoció de facto a Jerusalén (Al-Quds) como capital de Israel. Ahora por boca de su asesor de Seguridad, el ultraderechista John Bolton, anuncia nuevas sanciones contra la “troika de la tiranía”, que conformarían Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Y desde la Casa Blanca declara la guerra a las caravanas de migrantes que huyen de la opresión, la violencia, el terror y la pobreza extrema en Honduras, Guatemala y El Salvador. Países que han estado bajo la dura dominación de Estados Unidos desde hace mucho tiempo, particularmente desde la década de los ’80, cuando la guerra de terror de Ronald Reagan, devastó la región. Las bravatas, dislates, exageraciones, pronunciamientos inesperados y contradictorios de Trump, se reiteran y son reproducidos por la prensa de todo el mundo de manera ininterrumpida y abrumadora.
Con todo, no son los rasgos personales o patológicos del mandatario los que importan, sino la verificación de la fractura del imperialismo y de la irrefrenable decadencia de Estados Unidos como centro del sistema capitalista mundial. Las elecciones no hacen más que traducir la orfandad de sus clases dominantes, carentes desde hace tiempo, de instrumentos tradicionales para controlar el poder y hacer frente a la pérdida de hegemonía política. Ni las dos alas del partido único imperialista -republicana y demócrata-, ni los sindicatos, o los grandes medios de comunicación, son capaces de conducir establemente a las grandes mayorías del país. Y debieron recurrir primero, para sostener después, a un personaje grotesco para cumplir tareas imposibles: recuperar la supremacía mundial en base a la exacerbación del belicismo. La marcha hacia la guerra, en todas las regiones del planeta, está dictada por la exigencia del capital ahogado por la caída de la tasa de ganancia (que como el viejo topo al que aludía Marx, corroe los cimientos del sistema capitalista mundial) y la competencia desenfrenada.
El delirio consumista, la enajenación dominante cuya máxima expresión está representada por el negocio de la drogadicción –un flagelo que afecta a millones de personas, especialmente jóvenes– son a la vez vías de escape temporario para esa realidad que somete a quienes viven en las entrañas del monstruo, y gigantesca fuente de divisas para el capital.
Un sistema capitalista senil, multiplicador de la miseria, que sobrevive exclusivamente sobre la base de avanzar día por día en detrimento de las condiciones de vida y de trabajo del conjunto de la población. Y Estados Unidos está lejos de ser la excepción. Según los datos de su departamento de Agricultura más de 48 millones de estadounidenses pasan hambre, incluidos 13 millones de niños. Al menos 4,2 millones de pequeños y jóvenes se encuentran viviendo en las calles, refugios o en casa de terceras personas, por no poseer vivienda propia, según una investigación de la Universidad de Chicago. Mientras que los ‘homeless’, absolutamente desamparados, suman 553.000 personas, según el último censo del departamento de Vivienda. Durante años se minimizó el problema atribuyendo ese destino a quienes caían prisioneros de la droga, el alcoholismo o la locura. A medida que el fenómeno cobra más y más envergadura, no son pocos los que han comenzado a sospechar que la ecuación es inversa: son las espantosas condiciones de vida de aquellos que habitan los lugares miserables o directamente carecen de vivienda –fenómeno que crece ininterrumpidamente a partir de la crisis de 2008-, las que arrojan a un número creciente de personas a la droga, el alcoholismo y la locura.
Imposible describir en pocas líneas el drama de millones de estadounidenses arrojados a la calle, la marginación, el analfabetismo, la superexplotación en medio de repugnantes excesos de riqueza y despilfarro. El delirio consumista, la enajenación dominante cuya máxima expresión está representada por el negocio de la drogadicción –un flagelo que afecta a millones de personas, especialmente jóvenes– son a la vez vías de escape temporario para esa realidad que somete a quienes viven en las entrañas del monstruo, y gigantesca fuente de divisas para el capital.
Tales resultados de una política que mientras aumenta desenfrenadamente los gastos militares o impulsa una “reforma tributaria” a la medida del gran capital, no para de depreciar el salario de los trabajadores. Alan Krueger, ex asesor de Obama y experto en el mercado laboral, con una sinceridad que no se replica entre sus pares,sostuvo en agosto pasado que: “El salario mínimo en Estados Unidos actualmente es 7,25 dólares la hora, sin que haya subido ni un céntimo desde julio de 2009. Es más, el valor real de ese salario mínimo ha caído alrededor del 20% desde 1979”.
No son las bravuconadas de Donald Trump las que cambian el planeta, haciéndolo un lugar más hostil y peligroso. Así como fueron inconsistentes las esperanzas cifradas, hace casi diez años, en que Barack Obama derramaría cambios progresistas en el mundo y entraríamos en una etapa de “capitalismo en serio”.
Una crisis de sobreproducción, una crisis estructural del sistema como la que vive hoy el capitalismo mundial, con una economía empantanada y riesgos múltiples de estallidos, precisamente en un momento histórico en el que ninguna fuerza social de envergadura se le opone organizada y conscientemente, solo puede resolverse mediante la destrucción masiva de bienes y mercancías excedentes –cabe recordar que para el capital la fuerza humana de trabajo es una mercancía-, o por la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y la edificación planificada de una sociedad socialista.
Cualquiera de los conflictos regionales a la vista pueden escalar sin aviso hacia la utilización de armas atómicas. Los riesgos de la deriva fascista son obvios…y hasta cierto punto inevitables, si las clases explotadas y oprimidas no comienzan a despertar de su prolongado letargo.
No son las bravuconadas de Donald Trump las que cambian el planeta, haciéndolo un lugar más hostil y peligroso. Así como fueron inconsistentes las esperanzas cifradas, hace casi diez años, en que Barack Obama derramaría cambios progresistas en el mundo y entraríamos en una etapa de “capitalismo en serio”.
No hay espacio para volver a sobornar a la clase trabajadora estadounidense creando una aristocracia beneficiada por la expoliación de los países dependientes, víctimas a su vez del mismo fenómeno. La crisis del capital impone acabar con el llamado “Estado de bienestar”, sustento material del reformismo.
El ascenso de Donald Trump, reveló que la crisis del capital de 2008 y sus violentos efectos sociales no fue revertida. Son millones los trabajadores, granjeros, jóvenes estadounidenses, duramente afectados por estas turbulencias. Muchos de ellos votantes del lumpenburgués presidente. Trump no tiene soluciones para esa franja desesperada de la sociedad. Sólo puede ofrecerles, bajo la demagógica marca de “Estados Unidos primero”, puestos formales en ejércitos mercenarios desperdigados por el planeta o informales en grupos de choque para perseguir y expulsar migrantes centroamericanos.
No es suficiente. Por el contrario, seguramente multiplicará ciudadanos descontentos que buscarán caminos de salida y sólo podrán hallarlos fuera del sistema. No hay espacio para volver a sobornar a la clase trabajadora estadounidense creando una aristocracia beneficiada por la expoliación de los países dependientes, víctimas a su vez del mismo fenómeno. La crisis del capital impone acabar con el llamado “Estado de bienestar”, sustento material del reformismo.
Sin el estrépito del “muro de Berlín”, uno tras otro han caído los mitos con los cuales se reemplazó la reflexión política en las últimas tres décadas. “Victoria definitiva del capitalismo”, “nuevo orden mundial”, “globalización”, “unipolaridad”, “fin de las ideologías” …nada queda de aquello, a diez años del colapso económico en los centros del capitalismo mundial.
Siendo la primera potencia mundial del capitalismo es un Estado fallido, sin recursos propios y con necesidades cada vez más apremiantes de financiamiento internacional, apela entonces a un recurso de uso exclusivo, imprime moneda. Su deuda pública asciende a la friolera de 20,16 billones de dólares, equivalente a 62.000 dólares por cada uno de sus habitantes.
El derrumbe de aquel simbólico muro y el posterior desmoronamiento de la Unión Soviética pusieron punto final a un prolongado período de transición malograda al socialismo. El colapso financiero de 2008, cuando estalló en Estados Unidos la denominada crisis de las hipotecas –una enorme burbuja de capital financiero-, acabó con la ilusión de un ordenamiento planetario con plataforma capitalista y comando en Washington. De paso, apagó el aura enceguecedora de un futuro de “prosperidad y libertad” al estilo estadounidense.
El fantasma de una depresión mundial, superior en todos los órdenes a la de 1929, lejos de haber huido, planea cada vez a menor altura sobre las grandes economías. La Unión Europea y Japón están impedidos de salir de la recesión. China no puede seguir jugando el rol de dinamizador de la economía mundial requerido por la crisis occidental, por el contrario, en la dinámica de estancamiento pasa a actuar más y más como feroz competidor, en tanto gran potencia industrial. Estados Unidos al contrario de haber revertido la caída de 2008, vio el aumento de la desocupación, la disminución del nivel de vida del conjunto social y la distorsión sin precedentes de sus números económicos arrastrados por una emisión sideral, base de la ralentización de su caída.
Siendo la primera potencia mundial del capitalismo es un Estado fallido, sin recursos propios y con necesidades cada vez más apremiantes de financiamiento internacional, apela entonces a un recurso de uso exclusivo, imprime moneda. Su deuda pública asciende a la friolera de 20,16 billones de dólares, equivalente a 62.000 dólares por cada uno de sus habitantes. Detrás de esta dinámica de proporciones inconmensurables, tiene un peso fundamental el incremento incesante en el gasto militar, que se eleva para el año 2018 a 695 mil millones de dólares, sin contar el presupuesto de las 16 agencias de inteligencia (lo que hace que la cifra total supere con creces el billón de dólares), se expresa la hasta hoy omnipotente capacidad para hacer cuanto necesiten sus clases dominantes al margen de toda racionalidad. En contrapartida, la Casa Blanca aplica recortes drásticos en los programas de salud, educación, medio ambiente y trabajo.
No es Donald Trump quien empuja la maquinaria diabólica. Quienquiera ocupe ese lugar deberá seguir el mismo camino. Es la crisis que atenaza el corazón del imperialismo y traba el funcionamiento del sistema. La guerra es una necesidad, un medicamento que oculta los síntomas, mientras agrava sin cesar la enfermedad.
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Portada: https://sputniknews.com