100 años de Oswaldo Guayasamín. Pintor de la luz y la tragedia latinoamericana
“Mi pintura es para herir, para arañar y golpear en el corazón de la gente”.
Por Jorge Montero/El Furgón –
Todos los recuerdos infantiles de Oswaldo Guayasamín son, con sus propias palabras, tristes y amargos. Nace el 6 de julio de 1919 en la ciudad de Quito, su padre es indio, su madre es mestiza. Es el mayor de los diez hijos del matrimonio Guayasamín; entre penurias económicas y de toda índole crece ayudándole a su madre en la tienda de licores mientras que su padre aparece sólo esporádicamente para engendrar un nuevo hijo y repartir azotes. Castigos físicos y morales pues destruye con furia los dibujos con los que su hijo Oswaldo “pierde el tiempo”. Estos dibujos juveniles, son retratos de artistas y vistas de su ciudad, esa ciudad de Quito a la que en su madurez dedica vigorosos paisajes; cuadritos que vende por unos cuantos sucres a los turistas o a los propios quiteños que simpatizan con el muchacho y su arte.
A pesar de tener todo en contra ingresa a la Escuela de Bellas Artes de Quito, sobresale desde el principio como alumno destacado. En 1941 se gradúa como pintor y escultor y al año siguiente revoluciona el medio artístico y cultural del país con su primera exhibición. En seguida obtiene el primero de una cuantiosa serie de premios que le han sido otorgados por su obra.
De su viaje tempranero a México, donde los muralistas habían consolidado una pintura que respondía a la realidad del presente y al pasado de su país, resultan especialmente fructíferos dos encuentros: uno con José Clemente Orozco y otro con Pablo Neruda. Con el primero compartió el gusto por el arte de contenido, también la angustia que a ambos les produce el sufrimiento y el incierto destino del hombre. Pablo Neruda hizo poesía la pintura de Guayasamín y el pintor plasmó en el lienzo la poesía del chileno.“Pensemos antes de introducirnos en su pintura, porque no nos será fácil salir de ella”, advirtió el poeta.
Su derrotero lo lleva de México hasta la Patagonia. Dibuja bocetos que luego plasmará en la primera de sus formidables series, “Huacayñán” o “El camino del llanto”, compuesta por 103 cuadros.
La década de los cuarenta fue para Ecuador sumamente agitada, entre guerras civiles, golpes de Estado y dictaduras, además de los serios problemas fronterizos con el Perú. La vida para el pueblo ecuatoriano es difícil, no encuentra la forma de integrarse o desarrollarse en un país que fue agrícola y que está dejando de serlo en aras del petróleo y de una muy incipiente industrialización. Indígenas y mestizos sufren condiciones de vida paupérrimas, mientras crece sin pausa el resentimiento hacia las clases dominantes “blancas”.
Guayasamín representa este corazón de la nación al ser él mismo mestizo. Así va a penetrar hasta las entrañas de sus hermanos, de su pueblo; primero pintará su cuerpo, después se adentrará en él y lo despojará de lo accesorio; nos va a presentar su esencia: eso que lo hace ni mestizo, ni indio, ni blanco, ni ecuatoriano, ni latinoamericano. Eso que lo hace hombre. Y para Guayasamín el hombre es dolor, dolor que hace brotar el llanto y después el llanto se vuelve piedra, despierta ira.
“Esta sociedad es oscura, los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más tremendamente pobres. Ciudades y países enteros son convertidos en cárceles donde los muros de la muerte y el miedo imponen el silencio. Sería pueril considerar que se trata de casos patológicos aislados, patológico es el sistema que establece la violencia como forma de gobierno.”
Guayasamín viaja, observa, vive las penalidades de su pueblo latinoamericano; y es tanto, tanto lo que le hierve la sangre, tanto lo que ve y comprende, tanto lo que quiere hacer comprender al espectador que un lienzo no basta, ni dos, ni tres, ni cien. Pinta entonces temas por series. Lienzo tras lienzo insistiendo, ahondando en el mismo tema que nos presenta desde todos los ángulos en un intento de agotar sus posibilidades.
Es una visión personal del mundo que le rodea. Pinta lo que entiende del hombre más que lo que ve: lo que vivió de niño. Conoce el orgullo y el “pecado” de ser indio, sabe lo que es perder al amigo entrañable, Manjarrés, inspirador de su obra “Los niños muertos”, a causa de injusticias y de represión.
“Por los niños que cogió la muerte jugando, por los hombres que desfallecieron trabajando, por los pobres que fracasaron amando, pintaré con grito de metralla, con potencia de rayo y con furia de batalla”.
Guayasamín pinta y quiere que el espectador comparta con él y con sus personajes el grito, la desesperanza, el dolor. Surgen los cuadros de la serie “La Edad de la Ira”. Si nos dejamos llevar por la fascinación de estas pinturas y penetramos en los seres de ojos desorbitados y manos huesudas e inmensas, podemos descubrir el alma sangrante de los habitantes explotados y oprimidos de América.
En su obra plasma criaturas no en actitudes rebeldes sino exhaustas, aniquiladas de sufrimiento, impotencia, desdicha, miseria, golpes, injusticia, desesperación, y lo más trágico: desesperanza. Sin embargo, no existe en Guayasamín el dolor resignado, el sufrimiento pasivo que se ha querido ver tradicionalmente en nuestros pueblos.
En el espectador atento poco a poco va surgiendo más que compasión un coraje vivo, un agolpamiento de sangre que quema. Una ira que invita a la acción, ira que busca y encuentra culpables, ira que acusa, ira que va más allá de la pintura.
“La aspiración de todo creador de arte es que su palabra, que su voz, sea cada vez más clara y más honda. Que lo que pinte sea cada vez más simple y más profundo en el tiempo”.
Además de “El Pentágono”, que representa las imágenes de los culpables -militares, curas, patrones, políticos inescrupulosos- decrépitos, deformes, crueles, viciosos; da vida a “Mujeres llorando”. Estas mujeres que lloran, de Guayasamín, desprovistas de todo detalle anecdótico se actualizan constantemente haciendo eco al llanto de madres de hijos pobres, presos, desaparecidos, asesinados… Mujeres que podemos encontrar en cualquier lugar donde la injusticia sea dueña y señora, mujeres que ya olvidaron cómo era la vida antes de ser calvario. Guayasamín las crea entre 1963 y 1965, pero ellas se renuevan constantemente ¿cómo no cavilar al verlas en las Madres de Plaza de Mayo? Dolor tal vez de mujeres vejadas, cansadas, abandonadas, viejas de pocos y muchos años.
En “Manos”, mujeres de palmas vacías, abiertas, mostrando sus líneas duras que se repiten en el rostro asombrado. Los ojos sin llanto en otra mujer con las manos recogidas y la cabeza gacha. Unas manos angulosas y grandes son el refugio del sollozo que escapa de una mujer más, en extremo angustiada. Otra que implora con las manos juntas y la mirada en lo alto escudriñando con sus facciones endurecidas. Una más parece desmembrarse. Mujer que con bellísimas líneas angulosas dobla la frente sobre una mano, mientras la otra es un pilar que la sostiene. Blanco y negro, nada más; el color no aparece.
“La pesadilla del hombre que se extiende, el miedo a una guerra atómica, el terror y la muerte que siembran las dictaduras militares, la injusticia social que abre una herida cada vez más profunda, la discriminación racial que destroza y mata; están carcomiendo lenta y duramente el espíritu de los hombres en la tierra.”
Del pasmo de “Lágrimas de sangre”, homenaje de Guayasamín a Salvador Allende, Víctor Jara y Pablo Neruda; una dictadura más, una esperanza menos. A su admiración por Fidel Castro, el abrazo, las cinco ocasiones en que retrató al líder histórico de la Revolución cubana, de quien solía decir que sus manos hablaban. “Fue un genio de las artes plásticas, un gladiador de la dignidad humana y un profeta del porvenir”, sostuvo el Comandante. Guayasamín pintó, exhibió y compartió sus vivencias con el pueblo cubano, fomentando vínculos afectivos indelebles. Recuerdan en La Habana alguna de sus frases impregnada de atemporalidad casi premonitoria: “Siempre voy a volver. Mantengan encendida una luz”.
Guayasamín no susurra, pinta a gritos. “Gritos necesarios a conciencias sordas”; gritos acusadores, franco reto a los culpables, les presenta sus víctimas con algo más que crudeza. Las víctimas también gritan, pero sin odio, despavoridos, muertos en vida con expresiones que van mucho más allá del miedo; son los rostros del terror. Lo que tenemos ante nuestros ojos es un sufrir seco, sin razón, justificación o término; los personajes totalmente aturdidos sin poder encontrar el porqué. El pintor se adentra cada vez más hasta llegar a la médula de sus personajes, éstos dejan de ser ecuatorianos, o americanos, o indios, o mestizos o blancos. Son, simplemente hombres y mujeres.
El terror presente de un modo o de otro en toda la “Edad de la Ira”, donde se amalgaman largas y huesudas manos de las víctimas, con bofas y repugnantes manos insaciables de los verdugos, sobre las que cae un amasijo de sangre y culpa; trasmuta en las fervorosas manos de “La Ternura”o “Mientras vivo siempre te recuerdo”, su última serie con más de 100 obras, en homenaje a su madre, a las madres del mundo como símbolo de defensa de la vida.
“Si no tenemos la fuerza de estrechar nuestras manos con las manos de todos, si no tenemos la ternura de tomar en nuestros brazos los niños del mundo, si no tenemos la voluntad de limpiar la tierra de todos los ejércitos; este pequeño planeta será un cuerpo seco y negro, en el espacio negro.”
En esta tierra bañada en sangre y lágrimas y esperanzas, el aliento de Guayasamín se cimbra y su pincel opta por la causa de los oprimidos. La injusticia y el dolor marcaron su cuerpo desde niño y es con ese sollozo infantil apenas contenido, que el hombre, el pintor, deja fluir un llanto tibio de pintura hecha lágrimas. Gracias a su infancia desgraciada y pobre, él puede ahora adentrarse en el espíritu de los marginados y desnudarlos de la carne, del hueso, de la misma persona y dejar sólo esencias: dolor puro.
Ahora, en la alborada del siglo XXI, la pintura de Oswaldo Guayasamín es innovadora, renueva en cada lienzo todas sus posibilidades y a la vez nunca las agota; porque él, el pintor, tiene mucho que decir. Y no sólo lo dice, lo grita: “Somos una unidad de 8 000 años de cultura precolombina y seremos un continente que dará al mundo una fuerza de civilización de paz y no de guerra”.