miércoles, septiembre 18, 2024
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Brasil: La lucha por la memoria

                           “Aquí en la tierra están jugando y gritan gol / Hay mucho samba choro y rock ‘n roll /

                     A veces llueve y otros días brilla el sol / Mas yo quiero decirte que la cosa aquí está negra…”

                                                                       “Querido amigo” – Chico Buarque

Por Jorge Montero/El Furgón –

Jair Bolsonaro se ha declarado admirador de Pinochet, y no lo oculta. Por este camino ha conseguido lo que Sebastián Piñera aún no logró en Chile; lo que en Paraguay impulsa denodadamente Mario Abdo Benítez; lo que promueve sibilinamente en Uruguay el “Pepe Mujica; lo que la movilización popular impidió concretar a Mauricio Macri en Argentina: reivindicar las dictaduras cívico-militares que asolaron Latinoamérica durante las últimas décadas del siglo pasado.

Displicente, tras los primeros tres meses de gobierno, caracterizados por una interminable sucesión de escándalos, disputas y catástrofes, el presidente brasileño vaticinó que “otros problemas vendrán”.

Bolsonaro visita a la CIA

Ya son muchos los medios de prensa locales que mencionan su falta total de atributos como estadista, son 90 días de gobierno en crisis permanente. Ahora acaba de avivar su enfrentamiento con el Congreso, especialmente con el titular de la Cámara de Diputados, el conservador Rodrigo Maia. “Una lluvia de verano”, según la expresión de Jair Bolsonaro, que pasará cuando los “diputados jóvenes ganen experiencia”. La burguesía brasileña mira con aprensión esta hostilidad manifiesta, ya que puede poner en riesgo la aprobación de la “Reforma Previsional”, que vienen demandando sin pausa.

Poco antes de volar a Washington donde lo recibiría su admirado Donald Trump, el presidente brasileño, tuvo otro encontronazo con la prensa de su país. Fue duramente criticado por intimidar a dos periodistas conocedores de la estrecha relación entre “el clan Bolsonaro” y los grupos de exterminio parapoliciales que asesinaron a la concejala Marielle Franco en Río de Janeiro. Días después, se vio obligado a suspender su visita a una Universidad de San Pablo, donde los estudiantes lo aguardaban al grito de “fascista” y “golpista”.

Sus giras al exterior, tampoco han aportado a su acerbo como jefe de Estado. Comenzando por una intervención muy poco destacada en el foro de Davos, donde repitió su monserga electoral: “No queremos una América bolivariana como hace poco existía en Brasil con gobiernos anteriores. La izquierda no prevalecerá, lo cual es muy bueno no solo para América del Sur sino también para el mundo”, ante los principales referentes políticos y económicos del gran capital.

La visita del presidente brasileño y algunos de los miembros de su gabinete a la Casa Blanca tuvo perfiles casi grotescos. Mientras su ministro de Economía, Paulo Guedes, departía con empresarios estadounidenses dijo: “Tenemos un presidente que adora Coca-Cola y Disneylandia”, para finalizar la tirada: “tenemos un presidente con cojones para controlar el gasto público” al que comparó con el “estatismo soviético”. La reunión de Jair Bolsonaro con Trump, estuvo precedida con una visita inédita del mandatario a Langley, cuartel central de la CIA (Agencia Central de Inteligencia), donde concurrió acompañado del ministro de Justicia Sergio Moro, ex juez de la causa Lava Jato. Tras lo cual la emprendió contra los migrantes brasileños residentes en Estados Unidos que lo hostigaban… Insulto va, fascista vuelve.

Bolsonaro y Trump

Comportándose como “el perrito simpático que duerme en la alfombrita” de Donald Trump, mayor riesgo provocó su posición belicista ante la crisis venezolana. Tras recibir duras críticas en Brasil -incluyendo las de la plana mayor del ejército-, apenas el mes pasado afirmó que descartaba de plano la invasión militar. Pero ahora, tal vez envalentonado por el recibimiento del presidente estadounidense, se desdijo, dejando abierta la posibilidad de que Brasil tome parte en una aventura bélica de impredecibles consecuencias para el hemisferio. El martes 19 de marzo, con Trump a su lado, Jair Bolsonaro ofreció en conferencia de prensa una frase siniestra: “Si hay una intervención militar no será algo público. Hay algunos temas que, si hablas sobre ellos, ya no son estratégicos”.

Inmediatamente el Gobierno de Venezuela expresó su contundente rechazo a las “peligrosas declaraciones” de los presidentes de Estados Unidos y del Brasil. “Ninguna alianza neofascista logrará doblegar la voluntad independiente y soberana del pueblo venezolano”, reafirmó la Cancillería bolivariana.

Las críticas se multiplican respecto de su defensa de los ministros más fundamentalistas de la gestión. Su gabinete cívico-militar destaca con energúmenos como el ministro de Relaciones Exteriores que se declara como un cruzado contra la contaminación marxista que sofoca a la humanidad. La ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos, una evangélica recalcitrante, famosa con su consigna “que los niños vistan de azul y las niñas de rosa”; que dice haber adoptado una niña indígena (hoy día una joven) sin jamás haber realizado trámite alguno previsto por la ley: se apoderó de ella, y listo. El de Medio Ambiente no se queda atrás, ostentó en su currículum una maestría en Harvard sin haber puesto jamás los pies en aula alguna de la institución. Ni hablar de Paulo Guedes y su equipo económico de luminarias, un lumpenburgués especulador que alcanzó el cenit de su carrera trabajando para un gobierno paradigmático: el del Pinochet, en Chile.

“Dictadura asesina”, señala la pintada en la pared.

Luiz Henrique Mandetta, estrechamente ligado a las grandes empresas medicinales, está a cargo del ministerio de Salud. Tras obligar al retiro de once mil médicos cubanos del programa “Más Médicos”, asentados en las zonas más paupérrimas de la geografía brasileña; propuso un plan de “Política Nacional de Salud Mental y Política Nacional de Drogas”, que entre otras barbaridades plantea volver a las terapias con internación en manicomios y el uso del electroshock, incluso en casos de pacientes menores de edad. Además de apelar a las llamadas comunidades terapéuticas, estrechamente vinculadas a instituciones religiosas, con fuerte apego evangelizador y que escapan a cualquier tipo de control estatal, para el tratamiento de drogodependencias. Todos estos retrocesos van en contra de las conquistas de la Ley de Salud Mental 10.216 vigente, en el marco de la lucha antimanicomial brasileña y de la humanización del tratamiento que transfiere el foco de la institución hospitalaria a la atención psicosocial estructurada en una red de servicios comunitarios y abiertos. Y esta no es cualquier lucha en Brasil.

En este país se habla del holocausto manicomial, la política de internación intensiva de personas en hospicios y que morían masivamente por las condiciones de extrema insalubridad y precariedad de esos hospitales-cárceles durante la dictadura militar. O se les mataba, o se les dejaba morir. Casos tan pavorosos como el del Hospital Colonia de Barbacena, en el estado de Minas Gerais, donde se calcula que, a lo largo de las décadas de 1960 y 1970, murieron sesenta mil personas que estaban hospitalizadas, una especie de campo de concentración para todos los “indeseables” (prostitutas, mendigos, homosexuales, adolescentes embarazadas, opositores políticos) que eran calificados como enfermos mentales. La hospitalización como sinónimo de muerte. Como respuesta a este verdadero genocidio psiquiátrico, el movimiento antimanicomial se organizó en Brasil desde 1987, consiguiendo importantes proezas como la creación del sistema público de salud o la Ley 10.216.

Hospital Colônia de Barbacena O Holocausto Brasileiro

Manicomios, electroshock, “cura gay”. El legado de Jair Bolsonaro para la salud mental de los brasileños es la viva imagen del horror. Una política conservadora, reaccionaria y marcada por el fundamentalismo religioso que despoja de humanidad a las víctimas de sufrimiento psíquico. La enorme desigualdad y la exclusión social de millones de personas, sobre todo en los grandes centros urbanos, impacta fuertemente en aquellos brasileños pobres que no pueden pagar un plan de salud privado y se ven obligados a someterse a estas políticas de salud mental que hacen retroceder a Brasil varias décadas.

Párrafo aparte merece el ministro de Educación, el colombiano Vélez Rodríguez, de quien nadie jamás había oído hablar, excepto en los institutos militares. La designación causó conmoción en los medios educativos y académicos de Brasil, un país que cuenta con una larga tradición de especialistas, como el célebre pedagogo Paulo Freire. Entre otras cuestiones porque reivindicó explícitamente el golpe de Estado de 1964. En sus intervenciones el minstro apuntó: “Todas las escuelas deberían tener Consejo de Ética que velen por la rectitud moral de los alumnos”. ¿Quién va a definir lo que es una educación moral recta? ¿Un ministro que cree que debe conmemorarse el golpe militar de 1964? ¿Aquel golpe que detuvo, secuestró, torturó, asesinó y provocó el exilio de miles de brasileños?

En su reciente intervención ante el Congreso brasileño defendiendo la implementación de escuelas cívico-militares, descerrajó: “Con la educación cívico-militar el traficante fracasa; era lo que hacía Pablo Escobar, lo mismo; Pablo tenía canchas de fútbol y una pequeña biblioteca para los jóvenes, él quería que esos jóvenes no consumieran cocaína porque era un producto de exportación, la idea no era consumir en Colombia… Debemos evitar el contacto de estudiantes con el delito”. Indiferente al reclamo general, Jair Bolsonaro ratificó a Vélez Rodríguez en su cargo.

Mención especial para la desaparición del ministerio de Cultura, hoy transformado en una simple secretaría. Aun cuando convendría meditar sobre la lapidaria frase de Chico Buarque, el poeta, cantante, compositor, dramaturgo y novelista: “Con estos ministros, es preferible que Cultura no tenga ministerio”. Una digresión, mientras conmemoraba el golpe militar de 1964 -tal cual lo había reclamado el presidente Bolsonaro-, el obispo de la Arquidiócesis militar de Brasil, José Francisco Falcao, la emprendió en su homilía contra otro ícono de la música y la cultura popular brasileña: Caetano Veloso. Lo calificó como “un imbécil que en los años 70 cantó que está prohibido prohibir… Me gustaría darle un veneno de ratas”, lanzó el buen cristiano. Entre otros presentes que lo contemplaban embelesados, estaba la viuda del represor Joseita Brilhante Ustra, que entre otras hazañas fue torturador de la ex presidenta Dilma Rousseff.

Caetano Veloso

Otras catástrofes no se hicieron esperar. Brasil no termina aún de llorar ni de contar sus muertos bajo el lodo contaminado de Brumadinho, la localidad donde la ruptura de la barrera de una mina sepultó en minutos personas, casas, animales y un escenario verde de los valles de Minas Gerais. La cantidad de víctimas, desaparecidos, heridos y desalojados dan cuenta de la peor catástrofe de la historia en cantidad de vidas perdidas.

El desastre de la mina Córrego de Feijao, a 62 kilómetros de Belo Horizonte, ocurrió el 25 de enero a la hora del almuerzo, cuando un dique minero de 86 metros de altura y con una capacidad de contención de 12 millones de metros cúbicos se rompió, derramando lodo con residuos de una mina de hierro. Buena parte de los 110 muertos y 238 desaparecidos son trabajadores de la minera, que almorzaban en el comedor de la empresa, ubicado en un área de alto riesgo.

La compañía Vale, una de las mayores del mundo, a cargo la explotación minera, inmediatamente prohibió la entrada a la zona del desastre a personas de la comunidad, de la prensa, de voluntarios entrenados y hasta de concejales de la ciudad. Mientras tanto el presidente brasileño convocaba el auxilio del ejército israelí en una maniobra incomprensible para algunos, y sumamente sospechosa para muchos otros.

La catástrofe ocurrió al mismo tiempo que Jair Bolsonaro y su ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, cuestionaban las exigencias de la legislación ambiental vigente, como un impedimento a la iniciativa privada y a la llegada de nuevas inversiones.

1968: Marcha contra la dictadura en Brasil

El 7 de febrero un incendio en la concentración Ninho do Urubu del popular Flamengo, originó la muerte de 10 muchachos de entre 14 y 16 años de las divisiones inferiores del club. Un aparato de aire acondicionado entró en cortocircuito mientras dormían en el contenedor, revestido con espuma y material combustible, que servía como alojamiento y cuya estructura había sido objeto de 31 advertencias por parte del municipio. Un directivo del club carioca argumentó exceso de “cortes de luz”.

Ya entrado marzo dos jóvenes encapuchados ingresaron en el colegio estatal Professor Raul Brasil del municipio de Suzano, en la zona metropolitana de San Pablo, abrieron fuego a mansalva y asesinaron a seis alumnos, un empleado y la directora del establecimiento, dejando además 17 heridos. Acto seguido se suicidaron. La masacre se dio en un contexto en el que el presidente Jair Bolsonaro fomenta el uso indiscriminado de armas entre la población.

Siniestro encadenamiento de tragedias evitables. Crímenes anunciados.

Ahora el mandatario brasileño, como cierre de los tormentosos primeros tres meses de desgobierno, ordenó el festejo de los 55 años del golpe militar de 1964. “La fecha ha sido incluida en el orden del día de las Fuerzas Armadas y cada comandante decidirá cómo se debe hacer. Es retomar la narrativa verdadera de nuestra historia. Orgullo brasileño”. Informó Joice Hasselman, uno de los líderes del partido de Bolsonaro en la Cámara de Diputados, actuando como vocero presidencial. Un ‘mesiánico’ Jair Bolsonaro niega que la sublevación que derrocó al presidente Joao Goulart y gobernó el país hasta 1985 haya sido un golpe de Estado. En cambio, afirma que ese movimiento “de civiles y militares” permitió derrotar a las guerrillas de izquierda e impedir la instalación de un régimen comunista en Brasil.

Hamilton Mourao, vicepresidente, junto a Jair Bolsonaro

Una tibia Comisión de la Verdad establecida por la entonces mandataria Dilma Rousseff en 2014 señaló que los 21 años de dictadura dejaron un saldo de 434 asesinatos políticos o desapariciones, más de 10.000 torturados, miles de exiliados y asesinó a unos 8.000 indígenas en el Amazonas. Nada se dice en el informe, por ejemplo, de la apropiación de bebés, niños y adolescentes, hijos de militantes políticos, y que continúa siendo el secreto mejor guardado de ese régimen en el funesto período.

En Brasil nunca hubo condenas a las violaciones de los derechos humanos porque rige la Ley de (auto) Amnistía de 1979, ratificada por el Supremo Tribunal Federal en 2009, que impide juzgar crímenes de lesa humanidad a militares y policías. Y que contó con el beneplácito del gobierno de Lula da Silva, comprometido en todo momento a no enturbiar la relación con los altos mandos militares.

Hay una batalla evidente por la memoria. Al mismo tiempo que se llamaba a militares y civiles a celebrar el 31 de marzo, por ahora en los cuarteles, se realizaban varios actos de resistencia en algunas zonas del país -que no fueron concentraciones masivas- bajo la consigna “Dictadura Nunca Más”.

Marcha contra la reivindicación de la dictadura militar

Un pueblo brasileño confundido y atemorizado. Un Partido de los Trabajadores (PT) impotente y desmovilizado. Un régimen que, al verse en una crisis temprana alrededor del vice, el general Hamilton Mourao, comienza a construir su propia herencia. Y un presidente Jair Bolsonaro convencido que, frente a las tempestades, lo mejor es decir “Brasil encima de todo, Dios encima de todos”.

 

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