Madre Clarita
Por Pablo Russo, desde Paraná (texto y fotos)/El Furgón
Clara Atelman de Fink calienta la pava para el mate, de pie en la cocina. Por la ventana de atrás se ve el fondo verde que tiene aroma a jazmines en su casa de calle Jujuy, en Paraná. De esa vivienda, que habita desde los años cincuenta, la última dictadura cívico militar secuestró a su hijo Claudio, en agosto de 1976*. Desde entonces lo busca y lucha por mantener viva su memoria. Cada vez que sale, Clarita lleva un prendedor con su foto. A sus noventa años, comparte miedos y esperanzas, y nos habla de sus días cotidianos poblados de remembranzas.
De las habitaciones de la casa, el pequeño comedor pegado a la cocina es su preferida. Allí lee, escucha la radio o mira televisión, rodeada de fotografías de sus familiares, casi todas en blanco y negro. Grisines y bizcochitos de por medio, la charla empieza con una confesión: «Estoy cansada», dice; y lo afirma sin perder la sonrisa.
– ¿De qué estás cansada?
– De la vida. Di toda mi fuerza, hice todo lo que podía. Mi marido (Efraín Fink) me acompañaba, él trabajaba en Agua y Energía. Cuando empezaron acá las marchas la gente tenía miedo, pero a mí los vecinos me acompañaron siempre. A Claudio lo sacaron de acá. En la esquina de Roca y Jujuy esperaba un auto, lo metieron a medio vestir. Pobrecito, con la cara de asombro que miró.
– Entonces empezó la búsqueda…
– ¿Quién imaginaba la palabra desaparecido? Con todo comencé a decir “¡Nunca más, nunca más!”, porque es algo terrible. Desde ese momento empecé a buscar y reclamar. Mi marido fue al trabajo a contar lo que había pasado, yo empecé a golpearle a los vecinos y decirles. Pero nunca imaginé que iba a desaparecer; creía que lo íbamos a ver, a visitar. Y ahora pienso… ¿cómo sería? Yo en eso todavía estoy, hablo a veces como si él está, aún cumple años. Íbamos a la Liga por los Derechos Humanos, antes de que se formaran las Madres. De muchas cosas seguro me olvidé en estos más de 40 años, pero me acuerdo que una vez estaba barriendo la vereda y pasa una señora que me da un papelito y se va. En el papelito había una dirección y un teléfono de Rosario, donde se reunían los de la Liga. Allí íbamos con mi marido y, a veces, llevábamos gente de Santa Fe.
– ¿Cómo les contás esto a los jóvenes?
– Con estas mismas palabras. Es importante para que no se olvide, que haya memoria, que sepan que eso pasó en la Argentina. Y que no fue una guerra. Cuando empezaron las Madres yo iba también, en la Plaza de Mayo nos encontrábamos, en Buenos Aires. Ellas me daban pañuelos para las rondas.
– ¿Soñás con Claudio?
– Lo sueño poco a Claudio; y cuando lo sueño, es de chico. Se ve que de grande ya no era mío. Tenía miedo y Claudio también, en el último tiempo.
– ¿Pensás que cambió la mirada de la sociedad respecto a la dictadura?
– En algunos, no en todos.
– ¿Sirven para ese cambio las políticas de Estado en relación a la Memoria, Verdad y Justicia? Que sea feriado el 24 de marzo, por ejemplo.
– Sí, el feriado no está mal, se habla más en las escuelas. Se lee y los jóvenes se enteran. Mirá, tengo una carta de una chica del Cristo (Redentor). Me visitaron hace varios años. En su casa no se hablaba del tema y no la dejaron venir. Después sí, y con la madre nos abrazamos y todo. Esa gente cambió, tiene otra mirada. Yo siento que hice todo lo que pude. Entre los jóvenes también habrá disidencias que entre los grandes no se pueden arreglar. Pero a mí me gustan los jóvenes, siempre me gustaron los jóvenes. A casa venían muchos.
– ¿Qué pensás que va a pasar con esta historia cuando las Madres ya no estén?
– Puede pasar como con Auschwitz, que muchos recuerdan y otros dicen que no existió. Yo particularmente tengo miedo de que vuelva el nazismo, en Europa y acá también. El mundo está revuelto. Por eso es importante recordar. Estamos en un caos, hay tanto odio… tanto. Pero también tengo esperanzas de que el país se componga.
Suena el teléfono. Clarita se para y atiende, corta enseguida. “Era la publicidad de un candidato a intendente”, anuncia entre risas.
– ¿Cómo es tu rutina?
– Cada vez hago menos cosas, más monótona no puede ser. Me gusta levantarme tarde, por eso me prefiero el invierno (ríe). En casa ya puedo hacer muy poco. Me pido vianda, tomo mate. Me acuesto a la siesta. Al patio voy menos porque el piso está muy desnivelado. Me caí no hace mucho y me vino miedo. Leer leo poco, algunas novelas que me pasa una vecina. Antes hacía más palabras cruzadas. Miro televisión, pero la radio es mi compañía. Escucho emisoras de acá, LT14 o las FM. Y si es un día lindo me voy con las dos sillas de plástico y me siento afuera, adelante. Hago sociales con la gente que pasa. Viene a veces alguna vecina o la señora de mi sobrino.
– ¿Y la Asociación de Familiares y Amigos de Desaparecidos de Entre Ríos (AFADER) se junta en tu casa cada tanto?
– El primer lunes de cada mes, vienen los jóvenes.
– ¿El año pasado salías un poco más, no?
– Hasta el año pasado tenía un grupo de señoras adultas mayores que nos reuníamos a tomar el té, pero este año ya no puedo. Nos encontrábamos un rato, a veces íbamos a una confitería. Ahora camino acá, pero ir hasta la despensa sola, no. Una vecina que pasa se ofrece a comprarme alguna factura, leche o fiambre y a veces, si tiene tiempo, voy con ella. Pero yo salía a caminar a la plaza Sáenz Peña o por Racedo, que tiene veredas anchas, casi hasta el ferrocarril. A los actos tampoco voy, lo de Amanda (Mayor) sí, porque Amanda fue algo especial. Y me dejó a sus hijos, así como otras amigas. Ella me decía mamá, pero cumplió 90 años el 7 de marzo. La sigo viendo así, toda pintadita, con su manera de ser de coquetería. Yo no pude, antes también me pintaba, me ponía alguna joyita… ¿Hay agua todavía o querés que caliente?
La casa de Clara está repleta de adornos. Fotografías, libros, cuadros, afiches, recuerdos que le han traído de lugares tan lejanos como Jerusalén.
– ¿Sos judía practicante?
– No, siento que soy judía, pero no de la religión.
– A tu pueblo, Villa Clara, ¿volvés?
– Sí, lo tengo en el alma. Aún después que falleció mi hermano, con mi sobrino, llevé muchas cosas al museo. Tengo mis padres en el cementerio y parte de mi familia. Ellos eran colonos, campesinos. Mi papá argentino hijo de rusos, mi mamá rusa, vino muy chiquita de Odessa**. El barón (Maurice de) Hirsch ayudó a toda esa gente, por eso se llama Clara, la señora del barón tenía ese nombre. Daban hectáreas –que había que pagar- para trabajar con ganado y cereales.
– ¿Cómo llegaste a Paraná?
– Cuando nos casamos nos fuimos a Buenos Aires. Alquilábamos un departamento en una terraza. En la primera licencia que tuvo mi marido fuimos a visitar a nuestros padres al pueblo. Pero en lugar de tomar el tren por la costa del Uruguay decidimos pasar por Paraná, que no conocíamos. Mi marido se enamoró. “Si vos querés pido el traslado”, me dijo. Yo tenía miedo de que él no se acostumbre. En ese entonces paseábamos, íbamos a bailar a la rambla. Tampoco tuvimos suerte alquilando casas. Vivimos con un matrimonio mayor con el que compartíamos el baño. Surgió el crédito del Banco Hipotecario (en 1955) y compramos esta casa. Era a 30 años, la terminamos de cancelar cuando Claudio no estaba.
El cuarto de Claudio en la casa de Clarita parece aún habitado. “Está muy revuelto”, comenta la madre. Hay discos, libros y otras cosas que ella sigue guardando en esa habitación. “Hasta hace poco tenía mucha ropa de él”, cuenta indicando el placard. Allí quedan los rastros de una pasión infantil: recortes de imágenes de autos de carrera, desteñidas por el tiempo. Suspendidas en el tiempo.
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*Los hechos en detalle están narrados en Historias de vida y militancia. Claudio Fink, una publicación de AFADER del año 2012, en base a entrevistas realizadas por Juan Cruz Varela y Emiliano Tomé. Fue el 12 de agosto de 1976, en la casa estaban Efraín (el padre), Clarita que le cebaba unos mates a su hijo, y la abuela Sara que compartía la habitación con Claudio. Tres personas de civil con armas en la mano se lo llevaron de los pelos. En el auto estacionado en la esquina esperaban otras dos personas. Claudio militaba en la organizaciónMontoneros.
**Sara Otrosky llegó con sus padres en 1907, escapando de la miseria y la persecución del Zar Nicolás II. Conoció a Jacobo Atelman, descendiente de inmigrantes rusos, en Villa Clara, departamento de Villaguay. Poco tiempo después que se casaran, nació Clara Paulina, el 24 de septiembre de 1928. Su marido, Efraín Fink, descendiente también de judíos inmigrantes que se instalaron en Entre Ríos, nació en La Capilla (entre Domínguez y Villa Clara), el 10 de marzo de 1925. Se conocieron en el pueblo, de adolescentes. La historia está narrada en la publicación antes citada.
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Publicado en la revista 170 escalones