10 años sin Luciano, 10 años con la impunidad del Estado
Por Gonzalo Pehuen (texto y fotos)/El Furgón –
Ver la columna de la marcha es ver lo que era Luciano, lo que lograría, lo que sería de no ser por el terrorismo del Estado. En una entrevista hace tiempo, su hermana, Vanesa Orieta había dicho: “Mi vieja no trajo a Luciano al mundo para que sea una bandera”, y aun cuando lamentablemente eso es lo que haya sucedido, de no haber sido sustraído por el aparato represivo estatal (encarnado en la Bonaerense) Luciano las habría llevado y sostenido con todas sus fuerzas, enfrentando a ese enemigo llamado Estado. Las personas y las emociones que se encontraron en la marcha a 10 años de su desaparición, dan cuenta de ello. El fuego encendido al caer la noche, en esa suerte de ritmo pagano donde se quema al mayor enemigo de cualquiera nacido en nuestros barrios también lo es.
La vida de Luciano valía mil veces la vida y la pena; tal y como decía el escritor Hamlet Lima Quintana, era alguien necesario.
La vida de Luciano, valía. Tal vez por eso se la quitaron.

El calor de enero en el cemento de Lomas del Mirador es intenso. Aquel verano matancero del 2009 también había sido húmedo y caluroso, intenso; al menos por esos días en que la tormenta se descargaba no sólo como precipitaciones sino también como eventos. Desde la colectora de la Gral Paz, por avenida Mosconi, la multitud de personas agrupadas bajo diferentes organizaciones o partidos de izquierda, marchaba hasta la Plaza “Luciano Arruga”, aquella donde su distintivo cañón se encuentra ahora signado por los colores de Luciano. Mónica Alegre, su madre, va a la cabecera resistiendo el sol implacable que cae sobre la columna. Cantan, por momentos con dolor, por momentos con la alegría de saber que se sigue luchando, que no se bajan los brazos, y con la impotencia frente a un gigante que se siente impune. Tal y como dijo en reiteradas ocasiones, “todos los gobiernos matan”, y frente a esa (in)“Justicia” es contra la cual se lucha.
En el cruce de Mosconi y avenida San Martín la marcha se detiene. En cada cuadra se cuelgan carteles denunciando a la policía o dejando un claro mensaje: “la yuta fuera de los barrios”. Apenas a un par de cuadras, se encuentra la planta de Interpack, tomada desde hace casi dos meses por sus trabajadorxs y donde la movilización luego hará un alto. Mientras tanto Vanesa Orieta habla por el micrófono, junto al camión a cuyo lado camina. Detenida en la intersección de ambas avenidas, su voz resuena relatando el derrotero de atropellos que sufrieron para tener una mínima información del paradero de su hermano. De la lucha que llevaron a adelante con todas las trabas que la justicia y su burocracia le ponen a la gente pobre; a la gente de nuestros barrios. Todo el camino que recorrieron para encontrar lo poco que les habían dejado, y la todavía más férrea lucha que siguió buscando la verdad, y en contra de la impunidad.

El grito pidiendo justicia por Luciano, clamando por su vida y trayéndola a ser presencia, resonó en la esquina de esas dos importantes avenidas del primer cordón matancero. Su nombre escrito en remeras, su rostro presente en los carteles y banderas, en las voces que esa tarde marchan por Lomas del Mirador. Luciano está vivo, en las gargantas de toda una juventud que creció bajo los palos de la misma policía que alguna vez lo torturó y desapareció; de toda una juventud que creció hasta darse cuenta que ese pibe de la foto, era un nene. Por la crueldad de su asesinato es que marchamos.

Pasaron diez años y pasó una vida. Si bien en aquel entonces la bruma de la adolescencia y de los problemas familiares impidieron ver la importancia de su caso, con el pasar de los meses su nombre fue apareciendo en cada lugar de denuncia, y el silencio en que querían sumir a la familia, volvió más fuerte el grito que pedía por su aparición con vida. La historia de la desaparición de un pibe (más) a manos de la policía se convertía con el tiempo en un caso que denunciaba a las claras el accionar mafioso y terrorista del Estado, de un gobierno que se vestía como benefactor pero que tan solo era un lobo disfrazado de oveja. La historia de Luciano es la historia de cómo las fuerzas represivas podían desaparecernos de manera impune; era lo que le podía pasar a cualquier pibe. El temor de no volver a aparecer al escuchar las burlas de los policías al llevarnos detenidos en una celda meada, tan solo por “estar”, tenía la cara de Luciano. La diferencia es que él, desde un primer momento dijo basta.
¿Por qué si a un chico que tan solo quería ayudar a su familia y no caer en las garras de la corrupción estatal, le pasó lo que le pasó, no vamos a afirmar que las personas de clase baja, somos prescindibles y un peligro para el poder si decimos “no”? ¿Acaso la historia de su muerte no nos enseña (por mucho que nos duela) que llevar a los chicos a la delincuencia o asesinarlos es una forma de mantener el control, de disciplinar a todo un pueblo? Porque no solo quedó a la vista como la delincuencia en las calles era manejada por la policía (algo que todxs sabíamos pero que era ya un dato casi folclórico), sino también su cualidad como herramienta de control de los sectores desposeídos de la sociedad. Porque mientras quienes en aquel momento daban el voto a los asesinos de Luciano hoy se vuelven cada vez más conservadores, a lxs pibxs se les sigue desapareciendo en los barrios.

Aunque pasaron diez años, su familia sigue peleando sin bajar los brazos. A pesar de los intentos por ensuciar su memoria, de la modificación y eliminación de evidencias; de las amenazas, de los asesinatos para acallar testigos u ocultar pruebas. A pesar de toda la impunidad, su familia sigue luchando.
Mónica, su madre, lo enfatiza en ocasiones: lamentablemente la muerte de Luciano fue lo que la hizo salir a pelear, la que las convirtió a ella y su hija Vanesa en referentes (muy a su pesar) de la lucha contra los masivos asesinatos de pibes y pibas de los barrios pobres; en un pilar para muchas madres, hijxs, hermanxs, esposas, de las víctimas del terrorismo del Estado que sigue sigue vigente hoy día. El lugar que les toca no es para nada el que quisieran, pero las llevó a realizar un trabajo colectivo, no solo con quienes integran a “Familiares y Amigos”, sino junto a todas aquellas familias que claman justicia por el asesinato de un ser querido a manos del Estado.

Tal vez la vida de Luciano habría sido como la de muchos criados en las calles del conurbano, pero su determinación a tan corta edad no da lugar a dudas a la claridad de sus pensamientos, a que no se habría callado frente al accionar represivo del Estado. Porque aunque la vida lo hubiera llevado a tener la sencilla vida de un obrero de La Matanza, sus brazos no se habrían bajado ni frente al odio encarnado en las fuerzas como la Policía o la Gendarmería. Porque aunque su vida no se hubiera distinguido de la de muchxs de nosotrxs, en trabajos mal pagos y peleando día tras día por nuestros sueños o los de las generaciones por venir, Luciano no se habría callado y estaría ahora “bancando los trapos”, marchando y reclamando por algunx vecinx asesinadx o desaparecidx, contra las injusticias de un sistema perverso que nos acosa y asesina todos los días, de maneras tan retorcidas como pasivas. Luciano muy probablemente hoy estaría en las calles, negándose a las formas que tienen de controlarnos.
Por eso era un chico necesario; un pibito, un niño. Luciano era un guachín, y como tal tenía todo por delante; toda una vida de lucha, y de alegría por delante.
Cuesta un poco mantener la objetividad a la hora de hablar de este tema; no solo porque cuando desapareció, a mi entender era un pibe más grande (por tan solo un año), o porque su caso era como el de “uno más de tantos” que caían bajo las balas del Estado (la desgraciada historia de otro de los tantos torturados o cruelmente encarcelados); sino también porque Luciano podríamos haber sido cualquiera de nosotrxs, algún pariente o algún vecino. Porque a pesar de la particularidad de su caso (su férrea negativa a ceder ante las amenazas y la tortura) ¿acaso son del todo responsables sobre sus acciones aquellas pibas y pibes que se ven arrastradxs a robar? ¿No puede eso explicar el disparo de esa bala que salió de la mano temblorosa de un pibe que roba con miedo de que lo maten? ¿Qué turbia y triste historia se esconde tras cada capucha, visera, moto y arma tumbera que nos asalta en una vereda cualquiera? ¿No son las reglas de este sistema las que vuelven acaso necesaria la existencia de la delincuencia encarnada en las generaciones de las clases bajas? ¿Dónde acaso sino nacerán las semillas de la insurrección, sino en aquellxs pibxs encarceladxs y asesinadxs por su condición de pobre, de gay, de lesbiana o de trans? Porque la vida de Luciano pega tan de cerca que a pesar de estar quince kilómetros más cerca de la capital, él era uno de nosotrxs.

Hubo quienes tuvimos más suerte, que no fuimos perseguidos por ninguna policía y tuvimos el tiempo de seguir viviendo y construyendo. También los hubo que directamente pasamos desapercibidos por suponernos mano de obra barata, vacas de matadero.
Pero Luciano se había plantado y por eso lo desaparecieron.
Pero Luciano se había enfrentado, y por eso su familia lo encontró, peleando; y le siguen dando vida, peleando. Porque aunque vivan con el dolor eterno de saber que no van a volver a abrazarlo, de volver siquiera a verlo, su historia nos enseñó a toda una generación, quién era el enemigo. Cada requisa, cada agresión, cada bala de goma y gas lacrimógeno son las muestras de ello; cada pibe o piba convertidx en policía es una muestra triste de ello. Duele pensar que una familia deba vivir con la mochila de saber a su ser amado convertido en bandera; porque las personas no deberían ser un rostro plasmado como símbolo en la lucha contra ningún enemigo.
Pero a la familia de Luciano eso es lo que pasó, y el calor del asfalto es frío comparado con el que irradia de sus ojos y gargantas.

La noche cayó sobre la plaza Luciano Arruga, encapotada, brillantes las nubes por los postes del alumbrado público. En el medio de la plaza arden los “patrulleros”; la cara de los principales responsables de las muertes de entonces y de hoy día, arden con ellos. Quemar el patrullero se vuelve un rito necesario en un contexto tan duro y tan represivo. Quemar un patrullero es el sueño que tenemos muchos, al sentir más miedo de ello que de algún ladrón. Más miedo da entrar al patrullero que ser asaltado por algún chorro volviendo del trabajo; los objetos robados se recuperan, las heridas se regeneran; de las torturas y la estigmatización del Estado no se vuelve nunca.

Algunas personas danzan en torno al fuego. Las cenizas del papel y del cartón se elevan con el viento. Los brazos se levantan gritando fuerte que Luciano sigue vivo y lo va a seguir por siempre. La rememoración de su asesinato, reclamar justicia por él, se vuelve en una suerte de rito de liberación. Decirle que no al Estado al igual que lo hizo él, es aflojarse un poco las cadenas de la opresión y de un trabajo esclavo. Puede que ningún barrote entorpezca nuestra libertad de movernos, pero la entrega de nuestros cuerpos a cambio de poder subsistir un poco más son otras formas de prisión. A muchxs solo les queda elegir entre robar y eso. A otros no nos da la sangre o tenemos algún camino alternativo. Otros como Luciano han sabido decir directamente que no.
Mientras marchamos bajo el calor de enero, mientras nos embarramos en la plaza por las lluvias del anterior día, mientras escuchamos a sus familiares y amigxs revivirlo con la voz bien en alto, mientras arde bajo el cielo nocturno la representación de nuestros mayores enemigos. En todos esos momentos lo hacemos presente y repetimos su negativa a ser oprimidxs. Porque aunque él tal vez no lo sabía, y porque aunque muchos en ese momento lo ignorábamos, Luciano estaba negándose por todxs nosotrxs, se estaba oponiendo a que ese destino nos toque a otrxs. A que de golpe en el barrio dejen de verse a ciertxs pibitxs, con los que alguna vez jugáramos, porque están desaparecidxs, muertxs o encerradxs.
Luciano, tal vez sin saberlo, se estaba negando por todxs nosotrxs, su generación, a quienes nuestra sola existencia fue motivo para ser perseguidxs siendo todavía niñxs. Algunxs más, otrxs en menor medida, pero todxs acosadxs por la misma policía.
Ya desde entonces, Luciano era, al igual que tantxs otrxs asesinadxs, alguien necesario; y no es algo dicho por simple poética, sino porque en estos tiempos en que la sociedad civil (cada vez más conservadora) pide mano dura, una persona con su claridad mental sería un arma eficaz contra la arremetida del neoconservadurismo.
Por Luciano y por todxs lxs pibxs asesinadxs cruelmente por el Estado es que transcurridos diez años nos seguimos levantando, aunque nos duelan los tobillos y las manos por trabajar tanto, aunque los palos y los gases intenten dejarnos calladxs. Por todo ellos es que seguimos peleando y gritando “¡Presentes!¡Ahora y siempre!”