Ismael Serrano y una crónica más personal
Por Jorge Ezequiel Rodríguez/El Furgón –
Fue jueves, de esos días de lluvia permanente, de cielo gris, y chaparrones a intensidades variadas. Fuimos tres, aunque a simple vista parecíamos dos. Con mi compañera, Ani, la tapamos a ella, quien sin poder visualizar demasiado, entre mantas, capucha, mochilita de paseo, y sus apenas siete meses de vida, todavía no comprendía que estaba yendo a su primer concierto. Todo estaba previsto para las 21 en el teatro de Ituzaingó. Nosotros fuimos a las 17 . Nuestra casa queda a unas veinte cuadras, y si bien la geografía pertenece a San Antonio de Padua, decir Ituzaingó es casi lo mismo, tiene ese nivel de pertenencia de los barrios del conurbano, en este caso del oeste.
Por eso mismo cubrir este concierto contaba con un plus, verlo a Ismael ahí, en el barrio, en esas mismas calles que nos vieron corretear con una pelota, subirnos al primer colectivo, al tren, o crecer entre nostalgias y desconciertos. Y estábamos ahí, en ese teatro que años atrás era un cine, y de cine pasó a un lugar a medio abandonar, pero que sin embargo me llevó con quince años a verlo a Dolina, desde afuera porque llegué tarde, o a Pérez Esquivel dando una charla, o también alguna muestra de baile, esas que te llevan de muy pibe.
Lo cierto es que con credenciales de prensa aseguradas, abrigados y con el deseo de buscar algo más que escuchar la voz de Ismael, comenzó la vigilia para lograr una entrevista con ese hombre que nos emocionó en diferentes ocasiones y por múltiples motivos, personales o plurales, desde la sonrisa o con la lágrima que de a poco va dejando de lastimar. Tania, mi hija, a quien presento de modo más directo, sonreía en la puerta del teatro todavía cerrado cuando una cara nueva aparecía, una voz, dos que pasaban casi corriendo, el colectivo que frenaba, el auto que nunca se fijó si nos podía salpicar, y el loco empapado de la bicicleta que ya en plena resignación continuaba, seguramente, el retorno a su casa.
Hablamos con quien debíamos, Gustavo, quien muy gentil nos advirtió que Ismael venía retrasado, pero si que el tiempo ayudaba lo que fuimos a buscar podía ser posible. Y las horas fueron pasando, el frío se hacía notar cada vez más, y algunas personas ya apoyaban sus espaldas en la reja del teatro para esperar, tal vez, darle un abrazo, una foto, o simplemente verlo pasar .
Éramos unos cuantos, entre el humo el pucho y las gotas que el viento traía hacia nosotros. Ella seguía en su mundito, de ojos revoleados hacia cualquier movimiento, de risita como respuesta a una mirada o a un gesto payasesco de alguno que todavía le sigue jugando a los bebés desconocidos, y alimentándose gracias a los esfuerzos de la madre que se las ingeniaba para que no le llegara el frío y amamantarla.
Cuando volvimos a mirar el reloj ya eran las 19. A Ismael se lo esperaba entre las 17 y las 18. Gustavo, con gesto de quien no puede solucionar aquello que le cuesta y le duele decir, nos advirtió que lo de la entrevista iba a ser imposible. Y fue allí donde la gente del teatro, nos dejó pasar al hall. Refugiados del frío, nos acomodamos en una mesa con dos sillas, y Tania pudo salir del resguardo de la mochilita de paseo. A upa, y con la alegría de quien todo toma como una aventura, le fue haciendo saber a cada uno de los que pasaban por al lado, que ella, a pesar de todo, estaba feliz.
El tiempo esta vez no fue aliado. El clima, una autopista atestada, las diagonales indescifrables de Ituzaingó y cuestiones imprevistas, hicieron que Ismael llegara una hora antes del concierto. Y sin prueba de sonido. Lo vimos bajar de una camioneta, y cuando pasó por al lado nuestro, nos saludó amablemente. Ella abrió los ojos, lo miró, y fue ahí donde Ismael volvió su mirada a nosotros, en realidad, a ella, dos veces la miró, y su gesto fue muy similar al de Gustavo un rato antes. Ismael , creo, sintió que esa familia, de tres periodistas, porque Tania ya se había convertido en una, lo estábamos esperando.
Pasó la prueba de sonido, y la gente comenzó a entrar. Nos ubicaron cerca del escenario, y gracias al acústico de Ismael, a esa guitarra placentera, y una voz tan única como delicada y potente, Tania disfrutó como cuando escucha música a diario en nuestra casa. Y las luces se apagaron, lloró en los primeros aplausos cuando Ismael apareció corriendo por los pasillos hacia el escenario, pero se calmó enseguida. Se abrazó a su mamá y con la mano estirada se agarró de mi brazo.
Del concierto se puede decir mucho, verlo a Ismael en vivo es un deleite de conciencia y repasos, de un nivel artístico muy alto, de relatos en medio de melodías, y melodías que complementan a la palabra, a la decisión, a la poesía que nunca falta cuando aparece Ismael. Podría, como dije, relatar como una crónica más sobre el concierto, el repertorio elegido, y agregados, pero lo cierto es que me quedo con una imagen que se grabó en la retina y en la memoria de nosotros. Ana sonaba, cuando vimos que Tania inclinó su cuerpo hacia la derecha y la cabeza aún más para evitar ser tapada por una cabellera rubia de la fila de adelante. Y su vista sobrepasó al pasillo entero, a las luces de los celulares, a los brazos que aplaudían, y se enfocó en él, sólo en él. Comenzó a mover sus piernitas como hace siempre que suena una canción en casa, y sonrió, discreta y tranquilamente, como si supiera que estaba viendo al hombre que siempre pero siempre va a ser el primero que escuchó en vivo en su primer concierto. Cuando vuelva, entre juegos o las ganas de no querer dormir, a escuchar a Ismael, seguramente lo recuerde tal como nosotros, pero con una anécdota más personal para contar.