Ramón Tarruella: “La ficción devela algo que no está oculto sino omitido”
Por Marcelo Massarino/El Furgón –
La escritura tiene un costado lúdico. Puede ser un juego que permite al escritor crear un rompecabezas y dejar las piezas para que el lector lo arme. Ambos se enfrentan a un desafío que no tiene una sola respuesta, un solo camino. Como en el laberinto de Leopoldo Marechal que se sale por arriba, los lectores pueden encastrar palabra con palabra y cada uno puede crear una imagen distinta, aunque el contorno es el mismo: el límite del relato hasta el punto final.
En Asunción no es París, el escritor, editor y profesor de Historia Ramón Tarruella (1973) trabajó para este libro de cuentos, editado por Los lápices, un tono en común. Sin embargo, en esa unidad hay una diversidad de historias de la vida cotidiana que encubren situaciones de poder. Aparecen abstractas o están entre las capas de las horas que nos lleva sobrevivir. El hilo que une las palabras es delgado, parece invisible, aunque es fuerte y enlaza los textos para pensar, en la última página, que hay algo más que casualidades y un mero paso del tiempo en nuestro día a día.
Un muchacho que esconde algo en su bicicleta; una muchacha del interior que conoce a un hombre en el tren; un hombre que regresa a su casa, otro que tiene un plan que lo sacará de la miseria; una bibliotecaria que completa fichas y recibe órdenes. Mujeres y hombres con una rutina y varias trampas por delante antes de encontrar una salida, destino marcado o lugar buscado. Quién lo sabe.
Cada relato tiene una dedicatoria para un escritor: Julio Cortázar, Raymond Chandler, Augusto Roa Bastos, Raúl González Tuñón, Juan Carlos Onetti, Truman Capote, Manuel Puig, Alberto Szpunzerberg, Katherine Mansfield, Raymond Carver y Juan Marsé ocupan la carátula de cada texto. “Las dedicatorias tienen que ver con un momento de mucha lectura, de formación personal y profesional como la creación de la editorial Mil Botellas. Había un costado que debía y quería homenajear: las lecturas; entonces pensé en los autores que transcurrieron durante ese devenir”, señala Ramón Tarruella.
-¿Por qué eligió al cuento como expresión de su narrativa?
-Escribo mucho cuento, mucha ficción. Es un género que trabajo a diario porque me gusta como editor y también como lector. Son textos que hice entre 2006 y 2014. En un momento identifiqué un tono parecido y decidí armar un libro. Ya había publicado dos novelas y varios trabajos de historia, así que me gustó la idea de darle lugar a un libro.
El centro geográfico de los relatos es la ciudad de La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires, donde Tarruella vive en un barrio de la periferia. Así, las diagonales y las plazas, los bares y las esquinas, los personajes de sus barrios están presentes en la narrativa. Lugares de referencia, puntos en el mapa emocional de los platenses, los mojones que planta el autor en los relatos le dan una verosimilitud que desorienta. Uno cree que durante la lectura va en bicicleta por el Camino Centenario cuando el tránsito verdadero es el emocional, el de las pulsaciones por el desengaño, por la trampa, por el desafío de lo desconocido.
“Con La Plata tengo una relación ambigua y contradictoria porque es el lugar que elegí para vivir. Al escribir trabajo sobre escenarios que conozco y La Plata es el lugar donde me muevo. Toda ciudad tiene su universo que uno puede recorrer y donde encontrar elementos para la ficción en sus barrios, personajes, en las anécdotas”, explica Tarruella.
-¿Los textos son como las diagonales que cruzan La Plata?
-Cuando imaginé el libro los relatos dialogaban entre sí, por escenarios, temáticas, personajes que se reiteran aunque con diferentes grados de protagonismo. Son parte de un universo narrativo. De hecho, los cuentos están situados en diferentes momentos, bares que están desde los años ’50, por ejemplo. Es hacer una especie de recorrido por la ciudad a partir de los cuentos.
-¿Cómo le dio forma al estilo narrativo?
-Fue un estilo producto de lo lúdico. Asumo a la escritura como un juego. Hay textos que jamás publicaría porque son intentos fallidos, una búsqueda de estilos que son parte de un proceso. Al tono lo encontré al jugar y probar desde cierta familiaridad. La idea de distraer al lector, de reiterar una idea o palabra; jugar con una cosa medio enredada que después se aclara en la medida que avanza el relato. En este libro me gustó la estrategia de pensar a la escritura como algo laberíntico, al comienzo, para después allanar el camino.
-A veces hay situaciones de opresión que se naturalizan. ¿La ficción es una oportunidad para advertir sobre lo traumático que resulta para la gente? ¿La escritura le da la posibilidad de abordar estas cuestiones?
-En el cuento Ernesto, los hechos transcurren durante la última dictadura militar. La idea no fue trabajar sobre la tragedia más concreta y dura, como por ejemplo los centros clandestinos y los desaparecidos, sino en cómo se internalizó la represión en cuestiones mínimas. En el texto se insinúa que una de las sobrinas de las protagonistas está desaparecida. Apunto a cómo ese orden se hizo carne, incluso -como en el caso del relato- sin mediar una imposición violenta. De hecho, la bibliotecaria se adapta a las cosas que le dice el director, un tipo que ejerce un poder casi ridículo cuando, por ejemplo, habla de la colección Robin Hood o prohíbe la obra La importancia de llamarse Ernesto porque creía que aludía al Che Guevara, cuando es una pieza de Oscar Wilde. Me gustaba reflexionar en cómo la dictadura tuvo también esos resortes a la hora de imponer su poder.
-En Techo de zinc reivindica la resistencia contra la opresión mediante historias que se alejan de lo más conocido como la épica revolucionaria. Supongo que fueron circunstancias por las que pasó mucha gente de a pie.
–Techo de zinc fue un cuento que entró a lo último para llegar a un número impar en la cantidad de textos. En el cuento me interesa, como en Ernesto, porque resuena la voz de la cotidianeidad. Es decir, trabajar la represión de la dictadura y sus víctimas desde las situaciones cotidianas, con un personaje que vuelve de la cárcel, una figura desgarbada a quien ni siquiera reconocen los perros de su casa. Creo que la ficción tiene que develar algo que no necesariamente está oculto sino omitido.
-A lo largo del libro hay una preocupación por el poder. Por caso, quien conoce un secreto sobre alguien y ejercer un poder en base a la extorsión.
-Mis textos siempre son relatos sobre el poder con personajes anónimos. Gira el tema del sometimiento, de las jerarquías que se plantean en algunos aspectos que derivan en una violencia simbólica y cultural. Es un tema que me preocupa y que lo abordo de una u otra forma, a veces de manera explícita y en otras ocasiones, más solapada.
La pequeña cotidianeidad, las actitudes míseras de todos los días es lo que sostiene una parte del macropoder. Por ejemplo, los hechos de violencia que pasan entre la gente están en sintonía con la violencia que ejerce el gobierno nacional, con el discurso psicótico de decir una cosa y hacer otra. También cuando la ministra de Seguridad sostiene que se puede andar armado. Cuando hay una sociedad violenta el primer espejo es la vida cotidiana.
Hay demonios que están dando vueltas y cuando tienen el manejo del Estado generan padecimientos a muchas personas. Casi todos los cuentos surgen por cosas que escuché o vi, aunque después, en el resultado final, la historia está totalmente deformada. Tengo el oído atento porque la realidad es un caudal infinito de historias y tramas. Y sobre las cuestiones del poder, siempre te da repertorio. Contemplar el entorno es el mejor camino para encontrar inspiración y tramas.
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Fotografías: Alejandra López