Plaza de los Virreyes – Bolívar
Por Paranoid/El Furgón –
Bajé rápido por la escalera, vi al guarda revisar con el blanco del ojo y percibir mi inminencia, y actuar indiferente al entrar al vagón. Se mantuvo estoico en su actitud cuando entré y le pasé por al lado, rozándolo. Las puertas se cerraron detrás mío.
Traqueteo, sonido ensordecedor, titilar de la luz amarilla de sala de espera de hospital antiguo y de repente el túnel. Y la música en mis auriculares. Y la espera.
Si no tengo nada para leer y estoy solo, intento dormitar. Cierro los ojos a la fuerza, y cada tanto hago un paneo general.
Fue a la altura de Boedo que lo ví. A la izquierda de mi mirada, hacia abajo, sobre las piernas enfundadas en un jean gastado, perdido tras el objeto tan preciado que desatara una serie de imágenes de toda la búsqueda. De todos los años.
El recuerdo de haberlo visto con el blanco del ojo y en mi infancia en la Feria del Libro. Jugar con el cable del teléfono mientras indagaba sobre su existencia con empleados de editoriales y libreros. Volver a encontrarlo hace cinco años y no poder llevarlo conmigo.
Las manos que lo sostenían delataban una trayectoria de vida y un cierto desgaste. Y por encima, un gorro de lana.
Era el mismo dibujo, el afiche original. Juan Salvo y su hija Martita junto a Favalli, uno de los manos asoma por detrás. Ernie Pike lidera al centro. Mort Cinder, el anticuario, también está ahí. Todos sus personajes en una marcha bajo un cartel con la consigna “¿Dónde está Oesterheld?”
Apagué la música y me saqué los auriculares para darme cuenta que en cualquier momento podría bajarse y alejar la imagen para siempre otra vez.
Lo interrumpí y le consulté sobre la revista. Se tomó su tiempo en detener la lectura y sacarse los lentes para observarme.
—Es una Sudestada vieja. Tengo muchas y a veces las releo. Tienen cosas buenas. Es muy interesante este dibujo que decís.
—Sí, por supuesto. Hace mucho tiempo que lo busco. Sabía que Colihue lo tuvo en algunos de sus puestos en las ferias pero nunca llegué a comprarlo. Luego le perdí el rastro. No se me había ocurrido buscarlo en revistas. Hasta ahora, claro.
—Sí, bueno fijate, es la de agosto del 2011. Igual creo que salieron varias con el mismo dibujo. Es un afiche de Saborido para una publicación bastante anterior a esta revista. Unos cuantos años antes.
—Claro, voy a memorizar esa fecha. Agosto 2011.
—Cómo pasa el tiempo. —Sentenció, y completó su expresión en una sutil afirmación de su mirada.
—Antes estaba lleno de este tipo de revistas, yo las seguía bastante, ¿sabés? Dicen que todavía quedan algunos eventos y qué se yo, por ahí escondidos en San Telmo. La mayoría son cuarentones y algunos más jóvenes. Mantienen la tradición. Igual ya no son reaccionarios, eran otros tiempos antes. Era muy jodido todo. Fue muy fuerte lo de este Oesterheld, por ejemplo. Igual algunas cosas yo las viví más de cerca, y un poco más acá.
Fue entonces que me dí cuenta del verdadero hallazgo. Ese rostro ajado, los ojos escondidos tras la niebla, la mueca imborrable de cansancio.
—¿Pibe qué te pasa, nos conocemos nosotros?
—No estoy seguro, ¿a qué se dedica?
—Yo antes era librero, tenía mi puesto en el Parque Rivadavia pero todo se vino abajo con la crisis. Después reformaron el parque, y a los que nunca pudimos hacer funcionar el negocio del modo que ellos querían nos borraron de un plumazo.
—¡El Parque Rivadavia! Toda la infancia vendiendo libros y revistas ahí. Le vendía a los puesteros. Todo empezó con una tía que enviudó y me pidió que me haga cargo de los trastos de su marido, quien no pudo soportar la crisis y se infartó. Hice unos buenos mangos así. Aunque poco a poco el parque también me fue expulsando. Algo pasaba con los fachos ahí.
—Ni me lo cuentes. Eso lo viví en carne propia. A mi me dicen el ruso, aunque no tengo nada que ver con nada.
—¿Con nada de qué?
—Con nada que explique todo lo que me pasó.
En ese momento se detuvo, volvió a mirar la revista, me dí cuenta que no estaba mirando nada, las pupilas estaban enfocadas en algo más allá -o más acá- de lo que estaba en sus manos.
—Estamos en Pichincha, ya falta poco para que me baje. —Comenté, sin saber muy bien por qué.
Titilar de las luces campana en el techo, traqueteo del vagón, alguien vendía pastillas de menta a un precio menor que el del kiosco, otra persona repartía estampitas de San Cayetano. La mirada del ruso clavada en el piso a través de la revista y mis ojos clavados en ese mismo punto allá abajo. Ya no me animaba a decirle nada, y me arrepentía de mi último comentario. A veces necesito cortar el silencio que me ahoga.
—Oiga, ¿Pero qué es lo que le pasó?
—Me bajo en la siguiente, no va a haber tiempo. Es muy larga la historia, y tampoco quiero arruinarte el día.
—El día ya lo tengo hecho con el descubrimiento de ese afiche. Vamos, cuente.
—¡Que no tengo tiempo, carajo!
Silencio entre el ruido del subte. Mil imágenes cruzaron mi cabeza. Sentía el cansancio.
Estaba al tanto de lo que había pasado en el parque. Una noche llegaron ellos y a todos los que no habían acordado con el gobierno los desmantelaron. Empezaron la obra sin avisarles, y vaya a saber dónde habrán quedado todos los libros. Todavía recuerdo los ojos lagrimosos de mi tía mientras abría la puerta de la habitación llena de montañas de revistas, libros con tapas de cuero degradadas, olor a viejo. Todavía recuerdo al gordo con la esvástica tatuada que un día se ofendió y me dejó de hablar porque yo no había aceptado su oferta por un lote de libros. Fueron casi 3 años que no me cruzó palabra, ya antes de acercarme con mis bolsos cargados me hacía un gesto negativo con la mirada.
Un día, después de mucho tiempo, volví. Me acerqué. Hablamos. Me explicó que ya había pasado el tiempo suficiente. Que él se había quedado caliente por un libro en particular, de Lugones, que quería tener. ‘No hubiera querido que se lo dieses al viejo desgraciado del fondo, de todos modos por suerte ya desapareció ese zurdo de mierda’.
Me desperté por el ruido de colchones de aire de los frenos del tren. Tragué saliva, no quedaba nadie en el vagón. Llegué a Bolívar. Antes de desesperarme, encontré la revista al lado mío.
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Portada: Gastón Cuello