martes, noviembre 12, 2024
Cultura

Esther Cross: “Me cuesta pensar en la trama perfecta”

Gustavo Grazioli/El Furgón* – Dueña de una escritura que toma prestados elementos del cine, Esther Cross abre la ventana a una narrativa que, en el caso de su último libro de relatos Tres hermanos, se sustenta en vivencias cotidianas para encontrar el elemento disonante. En esta charla con Sudestada, la escritora reflexiona sobre sus marcas de estilo y da cuenta del oficio más solitario del mundo.

En el rincón de las palabras siempre puede haber un poco más y ahí es donde se mete a hurgar Esther Cross. Una autora que lleva sus historias por el camino de los tejidos más potentes, que se relacionan con experiencias vitales pero sin dejar de inquietar ni generar incertidumbre. En ella se ve un discurso espaciado y masticado que parece traducirse después en cada una de sus historias. El trabajo de escuchar con atención para derribar los cimientos de una trama que luego van ir tejiendo sus personajes a medida que cada uno tenga su momento. En su último trabajo, Tres hermanos (Tusquets, 2016), se van reflejando las experiencias de la vida rural de tres hermanos de la ciudad que por un tiempo se instalan en el campo. Y ahí comienza todo detrás de la voz de la hermana que se esconde siendo la narradora para protegerse un poco del acecho de esas historias que cubren el territorio y la violencia de una naturaleza que se esparce de la mano de una carga histórica.

Cross escribe con un pulso casi cinematográfico y pone de relieve la importancia de contar una historia sin buscar necesariamente la trama perfecta. Parece dejarse llevar por la adrenalina de una cámara subjetiva que todo lo va descubriendo en la mirada del lector, en este caso. Asume los riesgos de no pisar suelo firme para sumergirse en temas que muchas veces están al alcance de la cotidianeidad. Y sin caer en una comparación, se pueden leer algunos destellos de Manuel Puig en muchos de sus títulos. Los diálogos son de una atención y un trabajo que logran hacer charlar a un padre con amnesia

y a su hijo sin que el hilo pierda interés en ningún momento. Existe un lugar de asombro que no es inocente y eso mantiene en vilo el estado de alerta constantemente. El lector necesita sumirse en los detalles.

–¿Hay algún tipo de motivación en tu literatura cuando te sentás a escribir o nace desde alguna imagen puntual?

–Creo que son las dos cosas. En mi caso aparece una imagen cargada de preguntas, y me parece que tiene que ver con una motivación. Finalmente lo importante es saber preguntar y seguir para saber a dónde te lleva esa imagen. Hay miles de imágenes que se te cruzan, por eso decía lo de aprender a preguntar para tratar de saber qué hay. En este caso es una mezcla entre imagen y motivación. Una cosa te lleva a la otra.

–¿Y en la literatura encontrás ese motor para responder las inquietudes que nacen desde esas imágenes?

–Sí, mi forma de ubicarme es con las palabras. Siempre fue a través de los relatos y la escritura. Es como seguir un curso de pensamiento. Por eso también soy gran lectora de biografías y de ensayos.

–“Cuando nos acercamos a las vías, mi abuelo aminoró la marcha. Papá le dijo que podía seguir porque el tren estaba fuera de circulación hacía años. ‘A las armas las carga el diablo y a las vías también’, le explicó mi abuelo (…) Entonces se quedó mirando, con los ojos entornados, como si viniera algo que solamente él podía ver”, dice una parte del relato “Fantasmas del futuro” que aparece en tu último libro, Tres hermanos, y parece como detenerse en un pregunta filosófica que el abuelo intenta responder con la falta del tren. Da la impresión de que el disparador de esa historia se arroga el poder de quebrar esa amnesia…

–En referencia al disparador del cuento, esa historia arrancó porque me llamó Daniel Flichtentrei (director de Intramed), que es un médico escritor que organiza antologías. Una de las antologías que encargó tenía que ver con enfermedades y problemas neurológicos, entonces a mí me tocó algo relacionado a una falla en la memoria, una amnesia temporal. Hablé con un neurólogo sobre esto, me explicó más en detalle sobre la enfermedad y empecé a leer. El día que estaba en el bar de siempre, escribiendo la historia, da la casualidad que me puse a charlar con el mozo –justo ese día estaba atenta– y me contó que hace un par de años se había enterado de que su mujer estaba enferma, a través de un médico que se lo dijo. Ese día se volvió manejando y se perdió por la calle mientras manejaba. Se puso a llorar, no sabía dónde estaba. Eso me cambió el curso de la historia.

–Parece que vas pensando a medida que escribís…

–Totalmente. Creo que tiene mucho de fascinante ir haciéndolo de esa manera. Por eso cuando empecé a escribir cuentos a mí me costaba esta idea del escritor que escribe una trama, sin subestimar al que escribe una trama que esté buena, pero me cuesta pensar en la trama perfecta. La historia que cierre. A uno lo entusiasma y lo van llevando estas preguntas. A lo mejor no sos tan consciente de eso porque están latiendo debajo de la historia.

–No parece haber un plan detallado de escritura…

–No, no lo hubo. Además, con la edad me está empezando a pasar eso. Antes quizás no me hubiese dejado llevar tanto por las historias, que se fueran encadenando tanto. Sin que sea algo muy novedoso, era lo que iba pasando. Quería ver lo que había ahí.

–Esos tres hermanos que parecen verse con claridad a través de la forma de relatos cortos, van cosechando el tejido global del libro. ¿Creés que te ayudó este mecanismo para saber el núcleo del conflicto?

–Fueron relatos escritos a lo largo de muchos años y después, cuando me senté a editarlo, se fueron armando un poco solos. En el armado quizás decidí por qué primero iba un cuento y no el otro. Había decidido poner al principio el cuento de los chicos que salen a andar a caballo y uno de ellos no vuelve, porque me parecía que fue lo que más impresionó a la hora de contar, pero después hubo alguien que me dijo que no pusiera eso de entrada, porque era muy fuerte y lo cambié. Ese reacomode implicó cambiar todo, incluso los sentidos.

–Y en relación a tu gusto por la lectura de biografías, ahora me parece entender mejor tu libro La mujer que escribió Frankenstein. Aparece esa arqueología de reconstruir una vida desde la narración y con un poco de ayuda de la ficción.

–En realidad, fue darme un gusto y reconciliarme con las limitaciones. Leyendo Frankenstein en esas biografías abreviadas que saca Colihue –muy lindas ediciones, por cierto– había una mención de un rumor: que Mary Shelley se había quedado con el corazón de un muerto y ahí dije “¡guau! ¿Qué es esto?!”. Empecé a leer, como una rata de biblioteca y marqué en esas lecturas cosas que no tenía registradas, cosas del estilo como por ejemplo que el monstruo del libro se había comido al autor. Empecé a fascinarme con ella y a encontrar toda una bibliografía especializada sobre Shelley. Esto también se relacionaba con una idea muy linda de Virginia Woolf, donde ella decía que algún día se van a escribir biografías donde se cuente lo que el escritor ve desde la ventana, mientras escribe. Y ahí me fui armando un poco mi monstruo.

–¿Y si tuvieras que señalar alguna relación entre el cine y lo que escribís, dada tu relación conese arte, dónde te pondría el foco?

–Para mí, una literatura sin registro cinematográfico es un bajón. Incluso por la forma de pensar en el cine y esta cosa de la edición. Hay un cruce muy rico. La forma en que a uno le funciona la cabeza y cómo entra el sonido. Son todos elementos que funcionan con un clima que te posiciona en la forma de la escritura.

–Dentro de tu formación literaria, entre medio de grandes bibliotecas y películas, ¿dónde aparece el taller literario?

–Iba al taller del Grillo Della Paolera. Era amigo de Borges y Bioy Casares, así que él los llevaba al taller una vez por año. Se sentaban y les hacíamos preguntas sobre escritura. Era un taller bastante grande, porque en esa época no eran muy comunes los talleres.

–¿En qué te puede sumar la experiencia de un taller?

–El taller puede llevarte a afinar esa voz, o a que encuentres esa voz. También podés aprender a escucharte y a leerte. Incluso, si tenés la suerte de encontrar un coordinador piola que te guíe, mucho mejor. Pero más que nada te ayuda a estar en contacto con los otros.

–Pero en el fondo sigue siendo un trabajo en soledad…

–Obvio, y por suerte, sigue siendo un trabajo en soledad. Me parece que en esa incertidumbre y en esa soledad última, que aun laburando en el taller se da, es donde salta la diferencia de voz de escritura. Es un punto de mucho riesgo y ahí es donde puede aparecer lo mejor de la escritura.

–La forma de trabajar actualmente, con un ritmo más vertiginoso de publicación, ¿ha modificado la estética de los textos?

–Me parece que ahí, con esta lógica de que si no publicás no existís, el taller podría funcionar como guía para ayudar a que uno se convierta en el mejor lector posible de uno mismo. De ver la diferencia entre lo que es una lectura rápida de algo que uno publica en la red. Me parece que esta es una época de lo ocurrente, donde se festejan ese tipo de cosas. Ahí se ve cuáles son los libros que realmente quedan. A veces está bueno estar un tiempo largo con un libro y que no necesariamente se tenga que asociar con algo referido al trabajo sacrificado. Puede ser un tiempo de permanencia que esté bueno. Volver sobre ese texto un mes después, puede hacer que pesques algo que no habías visto. Te da como otra espesura o hacés un cambio que descoloca algo para bien.

*Entrevista publicada en Revista Sudestada Nº 146, Marzo-Abril 2017