Una lucha que se va: amargores y dulzores de un 2018 “tranquilo”
¿Qué pasó con la resistencia que parecía estar gestándose en diciembre del 2017? ¿Qué sucedió durante el año para que tras la represión del 24 de octubre, el enfrentamiento con las fuerzas represivas sea algo impensable? Apreciaciones sobre un año que pareciera haber adormecido a las fieras; pero no a las de uso estatal.
Por Gonzalo Pehuén/El Furgón –
Recordamos diciembre y nos llenamos de rabia y tristeza por generaciones asesinadas, dopadas, perdidas en la apatía. Pensamos en tantxs caídos luchando, en sus vidas utilizadas como banderas por aquellxs cuyas espaldas les asesinaron. Pensamos en el mundo que creímos estar forjando, en las esperanzas puestas con cada acción en una juventud criada entre almohadas, que resultó indiferente o fue fácilmente amedrentada. Multitudes supuestamente rebeldes parafraseando a un Marx sacado de contexto, haciendo por sus vecinxs menos de lo que en muchos casos hicieron las iglesias o vecinxs cristianxs del barrio. Aquel opio fue alimento de la insurrección de algunxs desaparecidxs durante la última dictadura militar; el arte autogestivo adormeció en muchos casos a quienes no querían ser oprimidxs y terminaron cayendo en el individualismo.
Recordamos diciembre y vemos a un pueblo que efectivamente se quedó dormido, al arrullo del pacífico canto del progresismo liberal y sus amigos de los medios masivos de comunicación. Mucho CLACSO y poco barro.
Pero sin que lo vieramos el enemigo ya había asestado un certero golpe al músculo y lo había dejado dormido, resentido.
¿La apatía hacía hechos como la extradición y condena de Facundo Jones Huala o la cumbre del G20 se explica por qué motivos? ¿Qué hay en las cabezas que no permite ver que los responsables de los actuales genocidios y atropellos a nuestros derechos como seres vivos estaban todos reunidos en Buenos Aires o que la lucha de los pueblos ancestrales es, al igual que la lucha de las mujeres, la lucha por la liberación de toda la Humanidad? ¿Tan obnubilada está la sociedad (al menos su sector “combativo”) para darse cuenta de lo importante a nivel simbólico, cultural, de expresar el rechazo a tales atropellos a nuestra existencia en sí misma? ¿Donde estuvo en octubre o a fines de noviembre esa juventud que hace un año craneaba y planeaba oponerse a toda forma de imperialismo y patriarcado?
Si analizamos un poco el panorama tal vez entendamos el por qué del nulo rechazo a la presencia en Argentina de las cabezas del neoliberalismo, la aceptación servil hacia los constantes aumentos, la división de las luchas (sectores que no se movilizan salvo que les toque la paritaria); panorama este donde un neoconservadurismo rescatado del fondo de un cajón sirve para argumentar la cada vez más constante y feroz represión estatal, la misma que lleva a sectores combativos a señalarse entre sí.
Con una izquierda hace décadas dividida, conformada en su mayoría por gente de la clase media lista a oír lo que digan sus burgueses dirigentes, no mucho se puede esperar. Los sindicatos que se dicen combativos solo lo hacen por el sueldo y no hay siquiera atisbo de pensamiento crítico en ellos. Por otro lado esa masa proletaria en la que Marx confiaba fue cooptada durante el siglo XX por los grupos liberales progresistas que comenzaron a otorgarles los derechos reclamados y una capacidad de consumo vuelta sedante. No obstante este hecho, fácilmente visible haciendo un análisis histórico “materialista”, los partidos de izquierda siguen proclamando y esperando el levantamiento del proletariado, tomando el ejemplo de los particulares casos de aquellos sindicatos no peronistas.
Y esta misma izquierda es aquella que busca tomar su protagonismo incluso hasta en la lucha de las mujeres, siendo sus militantes varones hetero cis género quienes, en manifestaciones como las del 8 de marzo, portan las banderas y tocan los bombos, cantan consignas e intentan dirigir, mofándose así también de las mujeres, argumentando que “la lucha primero es de clases”. Poco y nada parecen haber leído, dado que estudios históricos aportan argumentos suficientes para afirmar que la mujer como grupo es la primer clase social oprimida; incluso estudios antropológicos dan cuenta de tal opresión en sociedades no capitalistas. Dicho esto, podemos entender a este sistema de explotación como una expresión de la estructura patriarcal de la economía.
Tal vez peque de falaz al afirmarlo, pero registros arqueológicos demuestran que en formas matrifocalizadas de organización social, no se registraba una acumulación de riquezas.
Sin embargo, hoy día distamos mucho de ello. La lucha por los derechos y la liberación de la mujer fue tomada por sectores de las clases altas y hasta de derecha (y remarco el hecho de varones levantando tales banderas). Parte del bloque de Cambiemos votó en la Cámara de Diputadxs a favor de la Ley de Interrupción Voluntaria del embarazo, previo a que fuera vetada por esa clase política rancia que ocupa las bancas del Senado. Y sin embargo, a pesar del veto y de la policía que salió de cacería, ningún quilombo se armó la madrugada del 9 de agosto; tan solo hubo algunos botellazos en la inmediaciones del Congreso que nuevamente parecía una fortaleza, seguido de un desorbitante despliegue policial para las pocas personas que gritaban cosas a la cana, ya fuera que estuvieran de paso o se hubieran congregado allí con tal motivo. La persecución constante y tantas horas de vigilia y años de lucha (para que un grupo de “dinosaurios” -tal y como fueron caracterizados los miembros del Senado- dieran todo eso por tierra en apenas unas horas) desgastaron de tal manera a sectores del movimiento de mujeres que a esa hora de la madrugada parecía que tan solo la prensa independiente estaba dispuesta a repudiar el exacerbado operativo policial.
Lxs unicxs que parecían no amedrentarse frente a las balas de la policía fue un sector de la sociedad totalmente vapuleado por el progresismo liberal que hasta a la izquierda engloba. La comunidad libertaria, aquella que parecía ser la única dispuesta a oponerse abiertamente a las fuerzas represivas, demostró que parte de sus miembros nada habían entendido. Las denuncias por violencia de género y misoginia hacía varios de sus miembros varones fueron suficientes para intimidarlos o ponerlos a la defensiva ante cualquiera que los mirara “raro” (o tan solo los mirara).
Las detenciones y causas judiciales armadas hacía otra parte de sus integrantes durante el último año y medio (y sobretodo luego de diciembre del 2017) imposibilitó a lxs mismxs de aparecerse siquiera en manifestación alguna. A ello se suman quienes levantaron tal bandera con tal de justificar su condición “apolitica” y falta de compromiso (tal vez por una interpretación errónea y hegemónica de la idea), sin entender que el pensamiento y sentir libertario implican todo lo contrario; hecho que vuelve todavía más cuestionable el repliegue de tantos denunciados por violencia hacía sus compañeras que optaron por desaparecerse de la escena pública en lugar de trabajar sobre sí mismos y transformar desde ese cambio.
Pero en muchos casos las divisiones se vieron entre las mismas mujeres dado que muchas (que levantaban la bandera del feminismo más radical) hicieron la vista gorda cuando tales denuncias las tocaron de cerca; o se portaron, hacía otras compañeras, de la misma manera que repudiaban (de forma punitivista o sectaria) por hechos que bien podrían haberse dirimido en asambleas. Miembrxs de grupxs de mujeres llegaron incluso a justificar la violencia de sus compañeros varones cuando salían a golpear en pos de ellas o buscaban resolver mediante otros medios los problemas que las mismas tenían, momentos en que la pertinencia de tales personas para erigirse como portabanderas se tornaba cuestionable por su selectividad y poca pertinencia a la hora de la denuncia, dando por tierra en muchos casos con la labor arduamente realizada (a veces durante años) dada la presencia de aquellos que siempre buscan el pelo al huevo con el celular listo para publicar.
Y tales cuestiones (el sentido común, el machismo) se vuelven completamente palpables en aquellas organizaciones sociales que movilizan gente de los barrios pobres que en muchos casos no son comunicadas de forma eficiente sobre el motivo de la movilización, hecho utilizado de forma tendenciosa por medios afines a los intereses económicos de las grandes corporaciones; y completamente obviado por quienes apoyan al otro sector del capital que no es netamente neoliberal, pero no menos capitalista y que tan solo hace uso de la masa como masa, para hacer bulto y obtener rédito político (cualquier semejanza con el sistema de vasallaje feudal es pura historia).
En todos estos sentidos podemos ver y afirmar que la batalla cultural dista mucho de ver su final, y en muchos casos está siendo perdida. El avance del neoconservadurismo solo puede ser explicado por este hecho; los cada vez más constantes asesinatos registrados de mujeres (femicidios, hablemos con propiedad) otorgan más premura a la lucha por la liberación de la mujer en una sociedad que demostró no estar todavía lista para ello (y que pareciera ir marcha atrás). Pocos fueron los luchadores que realmente comprendieron su importancia y no demostraron falencias a la hora de la igualdad con sus compañeras (y la falta de un verdadero recambio generacional en las dirigencias de organizaciones, o cambios directamente estructurales, favorecen tal cuestión).
Pero en estos tiempos donde la sociedad de consumo es la opción predilecta de buena parte de la población, las luchas abandonadas por aquellas personas que una vez denunciadas o escrachadas por X motivo se escondieron (como ratas o injustamente segregadas), en muchos casos no fueron levantadas por nadie, ni siquiera una generación de recambio. Diversos grupos se vieron divididos por tales hechos: gente (varones en muchos casos) completamente cuestionable demandando una supuesta pureza a cada persona que se unía a (o hacía rato sostenía) la lucha; personas que ni siquiera una crítica real llevan adelante y nada hacen por cambiar al sistema, gente que al no exponerse a nada, nunca es puesta en duda. La fragmentación llevada a cabo por individuos con poca pertinencia crítica, poco análisis y ego exacerbado y a la defensiva, terminó dando por tierra con construcciones que habían tomado años. Sumado a la apatía de quienes no fueron cooptados por los dogmas políticos de los partidos liberales, se tuvo como resultado un debilitamiento que significó un duro golpe a la resistencia que hacía el Estado y sus instituciones surgía.
Forma mediante la cual el Estado se asegura el dominio simbólico (sútil) de la sociedad, la hegemonía (Gramsci) se torna pilar fundamental sin el cual ni todo el monopolio de la violencia física podría someter a la masa. La absoluta confianza en la democracia burguesa, el miedo de la población hacia la manifestación no “pacífica” (“buenista”), son la puesta en praxis de tal hecho: el discurso que incita al linchamiento promovido por los medios de comunicación tradicionales a fin de reprimir todo aquello que se salga de la norma en cualquier manifestación (mediante el establecimiento de la figura del/la encapuchadx como enemigx) es el arma más eficaz para la reproducción de tales condiciones de existencia. La clase dominante se nos ríe en la cara viendo como unos golpean sus bombos creyendo que con ello van a derribar algo, mientras sus compañeros y dirigencias hacen el trabajo de la infantería: reprimir y desalojar las calles y las plazas.
La existencia de la “policia roja” no es algo nuevo y exclusivo de este país. Los juzgados civiles (que en muchos casos son conformados por quienes se dicen oponer al sistema penitenciario), que juzgan y condenan a compañerxs de lucha, tampoco lo son, pero recuerdan más bien a la Inquisición. La comodidad de quienes eligen quedarse en sus casas mirando facebook o twitter y opinando desde ahí, retrotraen a quienes veían como desaparecían a sus vecinxs y desde la ventana de sus casas justificaban tal hecho. El caretaje de todo un sector combativo recuerda a las revoluciones burguesas, y sabemos de sobrada manera a donde lleva con el tiempo.
La resistencia y la revolución parece estar efectivamente un tanto dormida.
Pero sin embargo, llevando a cabo también el mismo análisis, podemos darnos cuenta de cómo el trabajo más fino fue llevado a cabo por el Estado, reconciliándose con sectores vapuleados y asesinando luchadorxs de manera selectiva en momentos precisos (tal el caso de Carlos Fuentealba, o los más “recientes” casos de Marielle Franco en Brasil y Camilo Catrillanca en Chile, país donde hace poco se condenó a prisión a Facundo Jones Huala). La recuperada capacidad de consumo y la aparición de la propiedad privada en sectores históricamente desposeídos volvió fértil el terreno para un neoconservadurismo que arraigado en la población civil, alimentó el discurso de la mano dura, pidiendo más represión y votando a quienes la prometían; completando así un nuevo ciclo del capitalismo.
El enemigo parece conocernos, y bien. La trampa para elefantes en que convirtieron la plaza de los Dos Congresos el 18 de diciembre del 2017, la táctica psicológica utilizada en tal fecha, fue el mecanismo represivo más efectivo. El neoliberalismo haciendo gala del control social (lo que algunxs podrían llamar psicopolítica) supo bien cómo manejarnos y volvió a cada manifestante unx infiltradx de sí mismo y a ojos de lxs compañerxs. Las fragmentaciones no surgieron de la noche a la mañana, y esa multitud “buenista” e ingenua se tornó en una turba iracunda hacía quienes perturban su “alegre rebeldía”, traducida como un picnic en Plaza de Mayo mientras reclamamos por un desaparecido.
La omisión por años de tantas muertes a manos del Estado, el uso de patotas sindicales para reprimir luchas cada vez más dispersas (como la UOCRA cuando de obras extractivistas se trata; o la de la Unión Ferroviaria, responsables del asesinato de Mariano Ferreyra; todo esto con el aval del progresismo justicialista/kirchnerista), la invisibilización que los partidos políticos sostienen contra toda actividad que suceda por fuera de sus estructuras; armas eficaces de las que pocxs hablan.
La batalla ideológica , cultural, comunicacional, se viene librando hace rato. Las piedras que no son seguidas por ideas solo alimentan el fuego que incendia los libros, aunque no por ellos sean inválidas o innecesarias. Tantxs pensadorxs que escribieron para empoderar a las masas, son completamente desechadxs por esta y tomadxs por el poder para mantenernos más férreamente contenidxs. Las clases medias se pusieron a la cabeza de las luchas, y no buscan derribar ningún capitalismo o patriarcado según sea el caso.
A caballo de la corriente histórica, dirigentes liberales tomaron las luchas populares y opinaron tibia o estupidamente (la ex presidenta Cristina Fernández y su demagógico voto a favor de la interrupción voluntaria del embarazo solo porque “las pibas así lo querían”, o su reciente aceptación de los “pro vida”). La persecución política llevada a cabo hacía quienes realmente luchan, no solo amedrentó a todo un sector, sino que dió vía libre a la tergiversación de la que tanto gusta el liberalismo.
El discurso de lxs infiltradxs no es ingenuo ni surgió por equivoco de alguna redacción o muro de Facebook. Que se diga los mismo respecto de las manifestaciones de los “chalecos amarillos” en Francia, da cuenta de que tal sentido común y estandarización del lenguaje (llamar infiltradx a cualquiera que realice disturbios aun cuando pertenezca a sectores de la población perpetuamente golpeados por el Estado y su aparato represivo) se dan de forma mentada y consciente.
¿Por qué la clase media se cree con la potestad de decidir la manera de manifestarse a sectores de la sociedad que son reprimidos día tras día por su sola condición de existir y que nada saben de la propiedad privada (de la cual están privadxs)? ¿Por qué en el imaginario del sentido común una persona encapuchada es automáticamente unx policía de civil, unx infiltradx?
Tal y como dice en una editorial del periodico “Gato Negro”: “Infiltrados, ellos: el patriarca, el amo, el jerarca, el policía, el ciudadano, el Estado. Nosotrxs, libres: la equidad, la solidaridad, la organización, la rabia, la empatía, la Anarquía.”
Hace cosa de un año había escrito sobre cómo el sentir libertario se podía palpar en buena parte de la sociedad, en todo un sector cada vez más amplio que descree de las instituciones y de los partidos politicos; que la comunidad anarquista, como comunidad discursiva (como productora de una serie de “textos” o “discursos” mediante los cuales construir un “sentido”) era más grande de lo que creíamos. Hoy día puedo disentir con ello, aunque seguiría sin negarlo. Aun cuando en el transcurso del último año más pragmaticos y sectarios se volvieron algunos grupos, y otros se hayan visto atacados no solo por las fuerzas represivas del Estado como tales sino también por la ciudadanía como construcción de este mismo ente maligno, las ideas anarquistas, libertarias, fluyen por la sangre de muchas y muchos que no tragamos el discurso de “los violentos” y las piedras; aquellxs que creemos en la expresión explícita de oposición al Estado y sus arcaicas instituciones y estructuras (la Iglesia, el Senado, los monumentos) como forma válida de protesta, como una intervención a la vida cotidiana y funcionalista.
El conflicto social lo vivimos día tras días, como parte del devenir natural de los sucesos históricos, como motor de la historia. La opresión, se palpa a cada segundo que nos inscribimos en el contexto del capitalismo, tomando un colectivo atestado de personas, escondiendo lo que fumamos porque hay policías cerca; tener que darles algo “de onda” porque dicen custodiar el barrio y cuidar los negocios. Su mera presencia como herramienta de control estatal es un hecho de violencia hacia nuestra existencia. La coersión a la que nos llevan, el temor hacia ese Hermano Grande que desde todos lados nos mira. La confianza en una estructura política cuyas reglas son bien limitadas. La hegemonía nos tiene metidxs en su juego. Transcurridas varias décadas del genocidio cometido en los setenta, seguimos sintiendo el dolor de las heridas aún abiertas e infectadas.
Estamos asistiendo a un recambio generacional de luchadorxs, es tarea nuestra como educadorxs, como prensa, el de contrarrestar la oleada de estigmatización hegemónica y oponerle una contracultura; impedir que el discurso de odio, segregación y aburguesamiento se instale en las mentes de las generaciones nacidas durante los años de “tinellización” de la cultura y sus medios de difusión. La batalla todavía es larga y tal vez ni siquiera en el transcurso de varias generaciones pueda vislumbrarse su final; pero lo más importante es eso: nunca vislumbrar su final, nunca dar el brazo a torcer, nunca morir aunque las balas nos atraviesen los pechos y espaldas, aunque se grite de dolor por las torturas, aunque nos rocíen con agro-tóxicos, aunque no nos quede un cuerpo que mover. Somos palabras, ideas y acciones vertidas al viento sureño; somos las semillas de un fruto caído y olvidado en las periferias del árbol. Es hora de tomar la posta y producir y fomentar nuevos tipos de organización; o dicho de otro modo, nuevos tipos de comunicación.