Don Osvaldo
Por Luis Brunetto/El Furgón –
No sé bien si conocí a Don Osvaldo en Cabrera, la casa de Andrés Zerneri, o en El Tugurio de Belgrano, que era su casa, y donde literalmente había libros en el baño, porque no alcanzaban las bibliotecas. No importa mucho, porque ya lo conocía de antes, de Los vengadores de la Patagonia Trágica o La Patagonia Rebelde, como la conocemos todos, por la película de Héctor Olivera. Como todos, pues, conocía a Don Osvaldo Bayer de antes, “desde siempre, desde lejos”, parafraseando a Silvio.
Cualquier joven argentino con inquietudes sociales, o que quiera cambiar algo o, más profundamente, volverse un revolucionario, pasa por esas páginas y por esos fotogramas, sin dudas. Bayer es nuestro Gardel de la historia. Cualquiera conoce la melodía de la quinta sinfonía, aunque no sepa quién es Beethoven. Cualquiera, o casi, sabe que hubo una huelga rural en la Patagonia, a principios de siglo, y que fue masacrada. Cualquiera vio La Patagonia Rebelde y algunos cualquieras menos, pero muchos, se adentraron en las indignadas y justicieras páginas de Los vengadores…
En los últimos años, o décadas, la historiografía argentina se ha ido bifurcando: la más “prestigiosa” pero encerrada en sí misma historiografía académica, y la menos prestigiosa pero masiva literatura histórica de divulgación. En la primera el estímulo son las becas, la carrera en el CONICET y, como hemos dicho, el prestigio “inter pares”; en la segunda, parece ser el puro y simple vil metal y la fama. Por supuesto, todo siempre con las excepciones del caso. Cada uno sabrá. Pero Bayer, el máximo historiador argentino del Siglo XX, no perteneció a ninguna.
Vaya a saber cuántos libros se han vendido de Los Vengadores…, probablemente menos, o tantos, o más, que los que se han vendido de los Mitos…, o de las biografías de O´Donnell, o de las acrobáticas piruetas historiográficas de un Brienza tratando de disfrazar de revolucionario al capitulador que entregó la Banda Oriental, o de los romances de “hombres y mujeres de nuestra independencia” y la mar en coche. Muchos más que los sesudos estudios historiográficos que siguen a pie juntillas las reglas en boga de postmodernismo o del marxismo de cátedra. Pero: ¿Quién logró pesar decisivamente en eso que llaman “memoria histórica”? ¿Quién pudo marcar a fuego nuestra cabeza, haciéndonos saber que a principios del Siglo XX, hubo una masacre de obreros rurales en la Patagonia, una masacre que la burguesía ya no puede ni podrá negar? Aquella masacre, develada por Don Osvaldo, ilumina nuestra visión de las primeras décadas del siglo XX, como tal vez ningún relato historiográfico, incluidos los relatos fundadores de Mitre y Vicente Fidel López, lo haya hecho con ningún otro período de la historia de nuestro país. De principios del Siglo XX, todos sabemos algunas cosas, distintas. Pero todos sabemos que hubo una masacre de obreros en la Patagonia, y eso se lo debemos a Bayer.
La rigurosidad historiográfica en Bayer no obstaculiza el relato, la narración histórica. Hay en su obra una extraordinaria combinación entre aquella rigurosidad y la redacción fluida, periodística. Eso no lo aprendió en la Universidad de Hamburgo, donde estudió Historia: fue la ruta que eligió. Eso tiene que ver con su idea de que la primera tarea de un historiador es sacar a la luz los grandes procesos ocultos, antes de adentrarse en los núcleos problemáticos que se encuentran en el interior de ellos. Bayer era un historiador en el sentido más estricto del término: quería que se supiera lo que no se sabía, lo que la burguesía tapa; transmitir aquello de lo que era capaz un obrero como Simón Radowitzky para hacer justicia por sus hermanos de clase masacrados en 1909. ¿Quién se atreve a condenar como asesino a Simón, o a Wilckens, desde que Don Osvaldo nos escribiera aquellas páginas? ¿No es acaso infinito el valor de lo que nos dejan quienes, como Don Osvaldo, son capaces de iluminar la gigantesca complejidad de la conducta proletaria?
Sobre aquello de sacar a la luz lo tapado, conversamos seguramente cuando le regalé ¡14250 o paro nacional! Siempre sentí la sombra de Bayer en ese libro, porque siempre imaginé que mi obsesión con el Rodrigazo, la necesidad de dar a conocer la magnitud de aquellos sucesos, la envergadura de las luchas obreras de junio y julio del ´75, esa ansiedad por dar a conocer aquello que me acompañaba desde la secundaria, podía ser parecida a la que lo motivó a sumergirse en los hechos de la masacre patagónica. Y así era: Don Osvaldo me contó que su padre le había hablado de esos hechos siendo niño, o adolescente, y que había encontrado en el libro de José Borrero La Patagonia trágica (1928), una primera confirmación de la historia que había escuchado. Y aquel destino que Don Osvaldo eligió, aquella vocación por abrir paso a la verdad histórica, parece haberlo premiado incluso hasta el fin de su vida: ¡Acaso no fue él quien denunció, desde las páginas de un diario ignoto de Esquel, el despojo de las tierras a la comunidad mapuche en Cushamen, hoy en manos de Benetton! ¡Eso no es casualidad: es el mérito de quienes no abandonan nunca la causa que eligieron!
Aquellas charlas empezaron antes de mediados de 2008, porque su motivo fueron las entrevistas para el documental, finalmente malogrado, que estábamos haciendo sobre la construcción del monumento al Che. Por si no recuerdan, Andres Zerneri impulsó una campaña de recolección de llaves para obtener el bronce del monumento, que fue emplazado en Rosario en junio de aquel año, en el que se cumplía el 80 aniversario del nacimiento del Che. Don Osvaldo, que luego organizaría con Andrés la frustrada campaña para la construcción del Monumento a la Mujer Originaria, apoyó la campaña para el monumento al Che con gran entusiasmo.
En esas charlas Don Osvaldo siempre tomaba whisky. No importaba mucho la hora. Alguna vez lo acompañé, aunque no me gusta demasiado el whisky. En esas charlas salían las anécdotas, a las que todo el mundo hace referencia, sobre todo con Soriano, de quien siempre hablaba, y a quien parecía extrañar. Una sobre un gato de Soriano que Bayer creía que lo odiaba, con un descenlace cómicamente trágico; otras sobre Central (su cuadro) y el San Lorenzo de Soriano; sobre las visitas de Soriano en el exilio intentando disimuladamente enterarse del resultado del Cuervo, etc. Recuerdo un leit motiv que Don Osvaldo usaba para gastar a su tocayo: el de ser hincha de un club fundado por un cura. Recuerdo, también, que en alguna de esas conversaciones Don Osvaldo admitió que, finalmente, Soriano había encontrado una respuesta ingeniosa, referida a Central, y le había tapado la boca. No recuerdo la respuesta del Osvaldo marplatense, pero sí que era muy ingeniosa, un poco rebuscada, y que me hizo reír muchísimo.
Pero, aunque incómodamente, Don Osvaldo nunca me hizo reír tanto como el 5 de mayo de 2010. Sé la fecha porque encontré el afiche. Ese año, con Héctor Lóbbe coordinamos la Cátedra Che Guevara en Puán. Bayer debía dar la primera clase y lo fui a buscar en mi auto. Llegué unos diez minutos antes, en compañía de mi mujer y mi mamá, que no se querían perder el viaje con Bayer. Me sorprendió encontrarlo parado esperando en la puerta de El Tugurio, desde antes de la hora pactada, con un portafolios de cuero. Se me aparece una imagen similar a la de la foto que publicó Sudestada en estos días, y esa imagen me conecta con aquello que acaba de contar su hijo Esteban acerca de la necesidad de Don Osvaldo de “moverse” en sus últimos días: “que lo esperaban en tal pueblo remoto de la Pampa”, “en una escuelita de la Puna jujeña, por la que nunca había pasado nadie”. Evidentemente nos estaba enseñando, siempre nos estaba enseñando.
Algo, ahora no recuerdo que, estaba cortado ese 5 de mayo. Creo que había habido una de esas tormentas que inundaban la mitad de la Capital, así que tuvimos que agarrar por algún camino no habitual, el único que pudo encontrar este habitante del conurbano sud, carente de la sutileza que exige orientarse en una Buenos Aires gigantesca y con las rutas normales interrumpidas. Me suena que bajamos por Córdoba, pero Córdoba sube, así que andá a saber por dónde fuimos. El tráfico era infernal, tan infernal como el ingenio sarcástico que Don Osvaldo descargó esa vez sobre mi cabeza: “Luis: me parece que tendríamos que haber salido dos o tres días antes”, “En la Patagonia uno recorre grandes distancias, aunque en menos tiempo”, “Señora (a mi mamá), qué le parece si bajamos y caminamos un par de kilómetros”…
No creo que Don Osvaldo estuviera tan preocupado por el horario como por aprovechar la ocasión de reírse a costa mía. A pesar de mis nervios por el miedo a que se malograra la actividad, no podía dejar de reírme. Estos son los estiletazos que recuerdo, pero hubo muchos más. Habremos finalmente llegado media hora tarde, que es mucho, pero no tanto. Yo estaba en contacto con mis compañeros y avisaba de la marcha de la travesía. Así que los compañeros le informaban a la gente que Bayer estaba por llegar: de más está decir que nadie se fue, Puán estaba repleto. Aquel día nos dieron el Auditorio, las demás clases, en cambio, las dimos en aulas comunes, y con tres o cuatro veces menos público. Y otra demostración de su actividad incansable: su clase fue un miércoles, porque el viernes, que era el día que habíamos elegido, lo tenía ocupado, creo que con una charla con Norita. Tenía entonces 83 u 84 años.
Lo recuerdo aquel día como si estuviera explicando por primera vez lo que había descubierto cincuenta años antes, porque todos los que estaban ahí tenían que saber esa historia. Lo recuerdo con el portafolios sobre el escritorio y las fichas de cartulina a mano, para guiarse en la explicación de un tema que era más suyo que de nadie, a excepción de los obreros mártires con quienes cumplía el deber de denunciar la masacre, y a cuya altura debía estar . Lo recuerdo cerrando la clase contrastando la dignidad proletaria de las putas de Río Gallegos con el patético “for he is a jolly good fellow” que le cantaron a la rata de Varela los terratenientes santracuceños, encabezados por el gobernador radical Correa Falcón.
Después, y ya era tarde, contestó todas las preguntas que le hicieron hasta que, por la hora, tuve que cerrar la clase. Pero Don Osvaldo ni se inmutaba, podría haberse quedado allí varias horas más, aunque hubiera reclamado que le cambien la botellita de agua mineral por un whisky. Estoy seguro de que nada le importaba más que transmitir a los otros, a cualquiera, lo que él sabía. Era un hombre sin ninguna vanidad, sin ninguna pretensión, que no se creía más que nadie. Nunca lo escuché, en el tiempo que lo traté, renegar como hacen los progres de los trabajadores, de los pobres que no saben votar, ni nada por el estilo. Al contrario, en su educación, en el desarrollo de su conciencia, depositaba todas sus esperanzas y en eso además, ponía todo su esfuerzo práctico.
Después de aquellos años lo vi menos frecuentemente, y después no volví a verlo. Como vivía la mitad del año en Alemania, lo llamaba por teléfono cuando estaba en la Argentina, sobre todo para saber de su salud. Hasta fines del 2012 seguro, porque él me contó del famoso reportaje de Agustín Santarelli para Mascaró, en el que le “respondió” a Hebe de Bonafini, antes que me lo contara Agustín, o de que saliera la nota en la revista, no me acuerdo. En el 2013 filmé con alumnos míos del ENAM un breve documental sobre el Operativo Gaviota. La historia de Eduardo Streger, ex alumno y parte de la División Perdida del ENAM, conmovió a los chicos, y quisieron impulsar una campaña para ponerle su nombre a la calle Ramón Falcón de Lomas de Zamora. Hablé con Andrés Zerneri, que estuvo de acuerdo, y le mandé un mail a Don Osvaldo, que estaba en Alemania: “Estimado Luis. Vuelvo el primero de marzo. Apenas llegue nos ponemos en contacto. Me interesa mucho esa acción, La tenemos que hacer. Saludos a Andrés”, fue su respuesta. Estoy seguro que la acción heroica de Streger y sus compañeros hacía resonar, en la cabeza de Don Osvaldo, el eco vengador de las acciones justicieras de Simón y Kurt Wilckens.
Sé que en marzo o abril de 2014 volví a hablar con él del tema, por teléfono. El centro de estudiantes del ENAM, por entonces en manos del kirchnerismo, recelaba de impulsar el nombre de un militante del PRT- ERP para una calle de Lomas. Le pedí tiempo para resolver eso, aunque Don Osvaldo me dijo que no le importaba y que lo hiciéramos igual. Don Osvaldo iba a dar la primera clase de la Cátedra Che Guevara que organizamos ese año en ATE–Sur, en el segundo semestre, pero tuvo que viajar de urgencia a Alemania alrededor de ¿mayo?, ¿junio? Yo también, por entonces, me incorporé activamente al FUG, corriente que proclamaba la continuidad sobre la base de un profundo balance, de la política revolucionaria del PRT- ERP, y terminé dejando de lado, casi en el olvido, la idea de la calle Eduardo Streger, absorbido por la militancia política. Mis alumnos de cuarto pasaron a quinto, y ya no los tuve, y aunque a veces me reclamaban en el pasillo “y profe, cuándo hacemos lo de Streger”, la cosa quedó ahí.
No sé bien, entonces, si conocí a Don Osvaldo en la casa de Andrés Zerneri, o en El Tugurio de Belgrano, donde había libros en el baño, y en el que no sé dónde hubieran entrado todos sus libros si hubiese tenido la biblioteca toda junta, porque decía que la otra mitad la tenía en Alemania. Me inclino más por El Tugurio, y por alguna reunión con los compañeros de la Juventud Guevarista de entonces, con quienes Osvaldo charlaba con mucha asiduidad. Me inclino, casi con seguridad, por esa segunda opción.
No importa mucho, porque ya lo conocía de antes, como lo conocemos todos los trabajadores argentinos.
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