Ficciones. La existencia ignorada
“Pero estos ricachos de la ciudad pueden hacer lo que quieren. Solamente los pobres nunca tienen derecho a nada.”
W. Faulkner.
Por Alejandro Nisi/El Furgon –
Había que exprimir el limón y ella estrujó con todas sus fuerzas la fruta. Dejó chorrear el jugo dentro de un tazón, tomó el hisopo y mojó el algodón en el zumo; sobre la hoja escribió, con infantil caligrafía, mamá. Anita miró la hoja en blanco, la escritura invisible de las letras disueltas e ilegibles sobre un fondo de renglones grises; un espectro, mamá que se perdía, se alejaba en su tinta de agua y limón, hasta que la maestra dijo: “¡Ahora deben calentar con la vela bajo la hoja y así verán lo que escribieron!”. Anita encendió la vela y admiró boquiabierta el contorno de la eme, de la a y su cola estirada apresando a la próxima eme y vio, más que asombrada, como esta última soltaba la visibilidad de la vocal ocre sobre la hoja pálida en que había escrito mamá con tinta invisible de limón. Sonrió y parecía una luciérnaga en plena noche. Aunque no fuera cierto, mamá volvió a mostrarse con un color ocre parecido a las aguas de un zanjón, y el semblante de Anita pareció tranquilo y resuelto en la frágil confianza de su inocencia. El timbre del recreo retumbó y todos los alumnos se apresuraron hacia el patio, donde el frío los arrinconaría por las paredes descascaradas.
Y deben aceptar que el cambio, sea cual fuese, lo encuentren dentro de sus mayores prioridades; así no fueran tales, así no fueran reales. Sólo deben ser esperanzas, y usted, no tiene más que proponerlas como una fe o una probabilidad desconocida que suene a verdad. El Intendente escuchó atentamente a su asesor, mientras acomodaba la camisa celeste dentro del pantalón; sonrió ante el espejo, estudiando variantes de una misma sonrisa, y luego repasó con la lengua cada uno de sus afilados dientes. Un hombre lánguido, tan blanco y pulcro que no dejaba ver su rostro severo fuera de su círculo íntimo, igual que cualquier depredador acechando en medio de la jungla. Volvió a la lectura áspera del discurso, mascullando cada palabra como una carne blanda y jugosa. Eran poco menos de las diez de la mañana y debía aprenderlo de memoria, sin pensar en las palabras más que como un acto repetitivo. El asesor se despidió con un saludo distante. Más tarde se encontrarían en la plaza. Para no cansarse, se sentó en el cómodo cuero del sillón municipal, pidió un café a su hermosa y delgada secretaria mientras estiraba una vocal y levantaba un brazo con gesto de líder, aunque por dentro se supiera uno solo para él y para nadie más. Del último cajón de su escritorio tomó una botella de coñac y volvió a repetir el discurso sin pensar.
– ¡Yo no puedo hacer nada, Patricia! Entendeme. Mirá, a lo sumo, pagame cincuenta pesos menos y me los das la semana que viene. ¡Te los cubro yo! ¿Te parece?
– ¡Gracias, Rubén! –dijo Patricia, con los ojos tapados de lágrimas– ¡No puedo dejar a los chicos sin agua caliente y menos con este frío!
Este tipo de conversaciones, tan habituales, tan consabidas, deambulaban por todo el barrio como un perro callejero. Como si lo único que se hablara en las calles estuviera hecho de espejos de realidades, de un eco macizo que pesaba en las bocas y comenzaba a sentirse en los estómagos. Rubén cambió la garrafa vacía por una garrafa llena, que había descargado del destartalado camión mientras conversaba con Patricia. Agustín salió por el pasillo hasta la puerta de calle, un paso cansino apenas lo llevaba en andas. Estaba despeinado y le faltaban dos dientes.
– ¿Qué hacés, pichón? –dijo Rubén, enmarañando aún más los pelos del pequeño con la mano.
– ¡Andá para adentro, vos! –gritó Patricia, si aquello podía decirse grito, mientras se frotaba los brazos buscando entrar en calor.
– ¡Bueno, bueno! – se excusó el pequeño ante el regaño.
– ¿No fue a la escuela?
– No, está con un poco de tos y bastante pálido. Le falta color –informó Patricia–. Mejor que se quede, así no se agarra ninguna peste.
– ¡Vos también! –dijo Rubén – ¿Te sentís bien?
– Un poco cansada, nada más.
Rubén dejó la garrafa junto a la cocina. Saludó a Patricia y volvió sobre sus pasos hasta la cabina del camión. Encendió el motor y dos cuadras más adelante se detuvo en otra casa y en la misma conversación.
Había en sus ojos algo inhumano, un metal profundo y filoso; también, un líquido viscoso, gélido, le corría por las venas. Se levantó del sillón, llamó a su secretaria y pidió que traigan el auto. Cuando ella se encaminó hacia el teléfono, el Intendente se relamió mirándole el culo tanto tiempo como le fue posible, pensando en hacerla suya a cualquier costo. ”Siempre hay un precio”, dijo para sí mismo. Frente al espejo, esbozando una sonrisa se puso el saco, y del perchero junto a la puerta, tomó un sobretodo negro y una bufanda blanca. Tomó su teléfono del bolsillo, ingresó a su cuenta en Twitter y escribió: “Hoy será una tarde inolvidable #Todosalaplaza”. Salió a la calle sin sentir el frío que pelaba el asfalto y subió a un auto con vidrios polarizados.
Al salir de la escuela, Anita sintió el aire. Además de congelar su nariz, lo respiró espeso, estancado en todo el barrio. Cruzando la esquina apareció un carro de madera con dos grandes ruedas, atestado de cartones y cacharros, con algunos harapos colgando de los costados, como una lágrima de miseria y de trapo. Un hombre empujaba el carro en su intento desesperado por sobrevivir. Anita se acercó y lo admiró hundida en la incomprensión, asfixiada por el asombro al ver un contorno de hombre, un cuerpo apenas visible que parecía extinguirse a cada tranco. Aquel hombre ya carecía de sombra, de color. Solamente era sostenido por un aliento de vida que a poco acabaría por desaparecer y ahora se apresaba a un cuerpo descolorido, casi invisible.
Un gusano camina sobre la tierra y otro se arrellana, plácidamente, sobre el asiento trasero de un auto. Escribió, en el Whatsapp, a su secretaria: Tengo una propuesta que hacerte. Y ella, del otro lado del mundo, sintió que habría de quedarse sin empleo, o venderse como un producto más del mercado. El auto se adentró en las calles de un barrio humilde de casas bajas y perros revolviendo la basura. Algunas esquinas estaban ocupadas por charcos de agua, tan viejos como los baches de mitad de cuadra. El auto tambaleó al morder un pozo, dentro del vehículo se resquebrajó la calma con un insulto del Intendente. Era un hombre propenso al mal humor, aunque bien sabía mantener la sonrisa ensayada. Repitió el discurso una vez más e hizo lo mismo con los gestos de su cuerpo y los movimientos de sus manos. Por el espejo retrovisor, el chofer miró de reojo y lo observó en sus ridículos ademanes; sintió vergüenza e indignación, en iguales proporciones, y para divertirse simuló esquivar un perro, zamarreando al Intendente de un lado al otro del asiento.
– ¡Se cruzó un perro, señor!
– ¡Perros de mierda!
Como de costumbre, el invierno se sentaba en los bancos de la plaza a mirar los juegos vacíos, los árboles pelados, las nubes sobre el mediodía. Luego se levantaba y andaba despreocupado, caminando por las calles, colándose por alguna rendija o resonando su canto por entre las ramas. Patricia, con las manos trémulas por la preocupación, tomó el termómetro debajo de la axila y miró a contra luz la línea de mercurio que había trepado hasta la altura de sus miedos. Algunas gentes, cuyo único interés era el inventado, fueron acercándose hasta la plaza, sin hacer ruido, sin demostraciones, conversando sobre trivialidades, haciendo uno que otro comentario repetido. Patricia envolvió con la frazada el cuerpo pálido de Agustín, que ya volaba de fiebre y temblaba por el frío.
El mundo giraba sin preguntarse, al menos por una vez y para siempre, si debía detenerse y girar hacia el otro lado. Porque el mundo es obsecuente en su sombría existencia; corre desenfrenado tal como corría Anita. Y así como el mundo deja tras de sí los días ella se alejaba de un carro, atestado de cartones y cacharros, que avanzaba por el asfalto sin que nadie visible lo empujara, revolviendo los cestos de basura sin ser visto por nadie tras ninguna ventana. Anita dio vuelta la esquina, las ruedas del auto giraron a la derecha en otra calle y el Intendente mantuvo la mirada esquiva releyendo el último párrafo del discurso. “Por eso debemos confiar en nuestras capacidades”, dijo impostando la voz, abriendo sus dedos y alzando sus manos. Ella saltó un charco y se detuvo a descansar un minuto, apoyada en el umbral de una casa.
El Intendente debía mitigar una ansiedad irrefrenable comiendo sus tripas, entonces tomó su teléfono del bolsillo, ingresó a su cuenta en Twitter y midió su capacidad de liderazgo desde la distancia en que se hallaba. #Todosalaplaza, replicándose igual que un espejo, sin mayor análisis que el de presionar un ícono. Anita volvió la vista con la esperanza de ver aquel hombre diáfano algo más colorido. Ya quedaba sólo un carro avanzando como un pez muerto empujado por la corriente. Sintió una pena honda, inasible como el hambre, que intentó disipar corriendo en dirección a la plaza, para después atravesarla y llegar a su casa a la hora del almuerzo. Estacionó detrás del escenario, donde aguardaba una pequeña comitiva encabezada por su asesor. Una nube oscura se acomodó delante del sol, que a duras penas entibiaba las manos. Al bajar del automóvil saludó a una calle vacía mientras alguien de su mismo séquito filmaba su arribo desde un celular y quien luego postearía el video como muestra de acción política.
Subió al púlpito envuelto en una parafernalia de cotillón, con sus globos y su alegría de acero. En torno a él se ubicaron su asesor y algunos guardaespaldas bien vestidos. “Hoy se está cumpliendo un sueño y esto que parecía tan difícil se hizo realidad. Por eso, hoy más que nunca, tenemos que ser optimistas respecto a nuestra esperanza y nuestro futuro”. La puerta de chapa se cerró de un golpe y Patricia salió disparada con su hijo en brazos, casi desvanecido, en dirección al hospital. Gritó a una vecina y ésta la disuadió con la mano, haciendo saber que había entendido el mensaje. “Pero también debemos comprometernos, transitar juntos este camino, el cual estoy convencido y con fe de que es un camino de cambios, para siempre, para toda la vida”. Sobre su hombro se reclinó el asesor, murmuró algo a su oído y regresó dos pasos. El Intendente volvió a su discurso abriendo las manos con la misma calma y lentitud de un monje zen. Anita dobló en la esquina de la plaza y al ver el escenario, su parafernalia de cotillón y globos, se distrajo de su estómago enfilando hacia los juegos. Un hombre, abrigado hasta la coronilla, aplaudía a rabiar en cada silencio de la perorata, con una expresión de alegría perversa en el rostro. “¡Porque el cambio de la vieja política a la nueva, a una política honesta, con gente que trabaja para el pueblo, está en nosotros, en todos ustedes!” Hizo un breve silencio invitando al aplauso y concluyó: “¡Por eso debemos confiar en nuestras capacidades!”.
Las manos coloradas del hombre se rompían entre sí; estaba acalorado, las mejillas sanguinolentas se abrían en un grito inentendible. Anita se sobresaltó al caminar junto a él y fue a hamacarse mientras veía los globos flotando sobre el escenario y cómo una nieve de papel picado se mezclaba con el barro. El frío del asiento le recordó que era mediodía, que recién salía de la escuela y que no había comido bocado desde la mañana. Patricia cruzó la calle sin mirar, escuchó el bocinazo al pasar pero toda su atención estaba puesta en la palidez de Agustín, en su semblante cada vez más transparente. Apresuraba su paso, sentía en los brazos una liviandad de cuerpo diáfano, un miedo que le crecía por el vientre y se escapaba por las lágrimas.
Alzando las manos y abriendo los dedos, tal como había ensayado, se despidió del escaso público, bajó los escalones, caminó unos pasos y se encerró nuevamente dentro del auto polarizado. Lo mismo hizo el hombre de los aplausos; se detuvo en el semáforo, encendió la radio y escuchó que el país iba por buen camino, que hacían cinco grados y que el aumento de las tarifas era lógico y atinado. Patricia y Agustín cruzaron la senda peatonal, desvanecidos, aferrándose al mundo por un contorno grisáceo que el hombre de los aplausos no pudo distinguir y que apenas le preocupo cuando algo sonó como un perro embestido por el paragolpes. Bajó del auto y revisó delante y detrás sin encontrar nada más que asfalto. “¡Qué raro!”, pensó. En cuanto estuvo dentro del vehículo subió el volumen de la radio. Encendió la calefacción y llegó a su casa veinte minutos más tarde.
Antes de notar que la puerta de chapa golpeaba sola contra el marco, Anita vio a su vecina que la llamaba con la mano y la invitaba a comer a su casa. ”Mamá no está. Llega más tarde”, dijo. Preparó el almuerzo, que alcanzaba con lo justo a cada plato y contando a sus hijos, eran cinco niños sentados a la mesa, quitando la miga al pan, dejando la infancia en manos de nadie, sonriendo porque un mendrugo de felicidad empujaba desde dentro. El día discurrió por la inercia de siempre. Aquella noche el Intendente habría de soñar con su secretaria. La mañana siguiente, revisaría el montaje siniestro de la realidad, escrito en lubricados titulares o descripto por periodistas inescrupulosos, y habría de presentarle su propuesta a su secretaria, igual que cualquier otro negocio. Ella diría que sí. Sólo diría que sí. Anita cerró los ojos, tardó en dormirse, y cuando lo hizo soñó que la tinta de limón, con su mamá escrita, se desvanecía en la palidez de la hoja.