Mes de la Memoria. Adriana, corazón quemero
Por Coordinadora de Derechos Humanos del Fútbol Argentino/El Furgón –
“Mi corazón es de Huracán”. Adriana Garnier Ortolani lo repite las veces que haga falta. Lo dice, se lo dice y explica por qué lo dice: “Siento un privilegio por ser de Huracán. Huracán es Parque Patricios, Huracán es barrio, Huracán es una identidad clavada en un lugar especial y único de este mundo”. Aunque contagie entusiasmo en cada sílaba, la palabra identidad suena entre tierna y dolorosa cuando sale de su boca. Probablemente sea porque a Adriana le robaron su identidad durante más de cuatro décadas. Y porque ahora, después de buscar y buscar, sabe bien de dónde sacó la cara alargada y los ojos negros. Y porque hoy, con el abrazo a su abuela como símbolo de la reciente campaña de Abuelas de Plaza de Mayo para hallar a los nietos y a las nietas que aún faltan, asegura que no hay manera de ser libre si no se conoce la verdad.
Hasta el 4 de diciembre de 2017, Adriana no supo que era hija de Edgardo Garnier y de Violeta Ortolani. Ese día, luego del impacto que le produjo escuchar por teléfono que debía apurarse porque tenían noticias importantes para darle, se enteró de que a Violeta la habían secuestrado el 14 de diciembre de 1976 cuando estaba embarazada de ocho meses y de que Edgardo estaba desaparecido desde el 8 de febrero de 1977. Ese día, mientras le preguntaba a la amiga que la había acompañado si todo era cierto o si estaba soñando, le contaron que ella formaba parte de los cientos de niños y de niñas que habían sido víctimas del plan sistemático de apropiación de menores desplegado por la dictadura encabezada por Jorge Rafael Videla. Y ese día, conmovida ante la certeza de tener una abuela de 86 años a quien ir a visitar a partir de entonces, derribó el último naipe de un mito que supo elaborar durante su infancia: “Cuando era chica, como mis papás de crianza se conocieron en Huracán, yo creía que estaba en la Tierra gracias al Globo. Me gustaba pensar eso. Con los años, descubrí que mi historia era un poco más complicada”.
En el medio, una pequeña “traición”, consecuencia de lo que ella llama una rebeldía adolescente. Una discusión con su papá de crianza, una campaña de Huracán que amagaba con terminar en descenso y la furibunda decisión, sin razones evidentes, de hacerse de Independiente. En eso, un osito de peluche de regalo con las iniciales distintivas del Rojo y la corazonada de guardarlo incluso después de que el enojo se evaporara y la pasión quemera regresara. Cuando le dijeron que Edgardo, además de militante del Frente de Agrupaciones Eva Perón (FAEP), era hincha de Independiente como toda su familia, Adriana reflexionó sobre cuánto de casualidad hay en la supuesta casualidad, revolvió el placard hasta toparse con el osito y se lo regaló a un tío abuelo que, con el orgullo de haber recuperado a una sobrina nieta, lo colgó en el parabrisas de su auto.
Los acontecimientos se encadenaron con el tiempo. Mientras sus papás de crianza estuvieron vivos, no se enteró de que era adoptada. Las dudas la asaltaron de a poco. Avanzó a tientas. No había fotos. Una vecina con Alzhéimer le repetía que no recordaba a su mamá embarazada. Juntaba piezas. Hasta que se animó y consiguió la confesión de su tía Nely: la habían buscado en una clínica después de haber estado durante 12 años en lista de espera para adoptar. Y recibió otro dato que la inquietó: su papá de crianza, sin vínculos con los militares, sospechó en algún momento del origen de Adriana al ver en la calle la foto de una muchacha desaparecida que era idéntica a su hija. Por haber nacido en 1977, se acercó a Abuelas de Plaza de Mayo. Relató su historia y le contestaron que era difícil que fuera hija de desaparecidos porque, por lo general, los apropiadores recibían directamente a los bebés de manos castrenses. A los pocos meses, le llegó una respuesta negativa. Se desesperanzó. Creyó que lo mejor era dejar todo como estaba, que no había modo de develar sus raíces. Se equivocó. A la mentira no le quedaba ya mucho margen.
La noticia de la aparición de la nieta 126 sacudió Parque Patricios. Grupos de vecinos se organizaron para agasajarla. Adriana pensó que no merecía tanto. A partir del movimiento del barrio, el club la sorprendió con una propuesta. El 30 de marzo de este año, antes del empate 1 a 1 con Banfield, el Globo la homenajeó adentro del campo de juego. Estaba René Houseman también, lo que hizo todavía más grande la emoción. Le dieron además una camiseta, con su nombre y el 126 en la espalda, que estará colgada para siempre en su casa. Hacía rato que estaba yendo otra vez con frecuencia a la cancha con la tía Nely y con sus primas. No sabe bien por qué volvió al Ducó. Imagina que para recordar los alfajores que comía en lo de su abuelo mientras comentaban los partidos y para canalizar la pasión que lleva adentro: “Ya no estoy enojada con la vida. Sé que no sólo no me abandonaron sino que me buscaron durante 40 años”.
La verdad es ese gol que se grita en todas las tribunas cada vez que la impunidad se resquebraja. Adriana, parte de esa hinchada multitudinaria, alza su voz con el corazón envuelto en los colores que le dicen quién es. Y esa victoria, que es de ella, que es del fútbol y que es de la vida, tiene nombre y apellido: se llama identidad.