The Florida Project: El territorio Disney
- Se estrenó el cuarto largometraje de Sean Baker, el director independiente que llegó para revitalizar el cine social. The Florida Project señala, desde la mirada infantil, la realidad de los homeless en el núcleo mismo de Disney.
Por Santiago Brunetto/El Furgón – Hay un territorio. Como todo territorio, está dividido. El territorio que hay en esta película es el territorio Disney, pero no el de las ideas Disney, sus mitos y sus falsas ilusiones. El Disney que anatomiza Sean Baker en The Florida Project es, ni más ni menos, que el que se erige en ese pequeño espacio-tiempo en algún lugar de Orlando, Florida, Estados Unidos.
Disney, el lugar al que ideológicamente todos en mayor o menor medida pertenecemos, tiene un lugar físico y es su Magic Kingdom. Allí todas nuestras representaciones de la infancia (las que perduran siempre, aún cuando parecen agotarse, siempre un poco más) encuentran su anclaje. Todos fugamos hacia allí; el sueño de los chicos es ‘ir a Disney’, el sueño de los padres es ‘poder llevar a los chicos a Disney’. Como si no bastaran VHS, DVD o convenios Netflix-Disney-Pixar. Como si hubiera algo más allá de lo simbólico que necesitara afianzarse y solo pudiera ser saciado al poner los pies sobre el “Reino Mágico”.
Uno de los tantos lugares que ocupa el territorio desdoblado de Disney es habitado por ese fenómeno que los estadounidenses llaman hidden homeless (algo así como los sin techo ocultos)
Por el Magic Kingdom pasan personas de todo el mundo, personas que fijan allí su deseo por un rato, sin nombre, que son cifras; y también pasan por el Magic Kingdom otro tipo de personas que son cifras. Uno de los tantos lugares que ocupa el territorio desdoblado de Disney es habitado por ese fenómeno que los estadounidenses llaman hidden homeless (algo así como los sin techo ocultos). Se trata de trabajadores (mayormente negros) que quedaron en la calle luego de la crisis de 2008 y viven mudándose de habitación en habitación, de los típicos moteles estadounidenses con forma de monoblock y pileta en el medio, en este caso a los alrededores de Disney, arreglándoselas con diversos trabajos para poder pagar la renta hasta que el dueño los eche por tal o cual razón.
Hay una tendencia en el pseudo-progresismo mainstream de Hollywood hacia la utilización del término “hidden”, hacia lo oculto. Las mujeres abusadas por productores estaban ocultas, luego alguien gritó y quitó el velo: “Oh my god, miren lo que pasaba atrás del velo”. Casi ningún Oscar para negros en la historia, los negros estaban ocultos, alguno gritó y quitó el velo: “Oh my god, miren lo que pasaba atrás del velo”. Y así podemos expandirlo al progresismo estadounidense en general: millones de adolescentes de clase media renegados portadores de armas estaban ocultos, luego alguno mató en la escuela y quitó el velo: “Oh my god, miren lo que pasaba atrás del velo”. El progresismo con eje en el acto de desocultar (esa herencia heideggeriana) tiene la ventaja de permitir mirar para otro lado hasta que todo explota y luego decir: “yo no miraba para otro lado, en realidad eso estaba oculto. Ahora que el velo cayó lucharé para que no pase más”; esa ventaja es eterna, siempre reutilizable.
El movimiento de Baker es radicalmente distinto, más que desocultar es un señalar. Lo que señala no está tapado por un velo mágico construido por el Magic Kingdom, sino que está ahí mismo, vive a su lado. Solo basta caminar tres cuadras para ver la vida de los homeless, mirar al costado de la ruta, comprarle un perfume a la protagonista en la puerta de los resorts o equivocarse el nombre del hotel e ir a parar a Castle Magic en vez de Magic Kingdom. La vida Magic Kingdom y la vida Castle Magic no corren por planos diferenciados, es un mismo territorio desdoblado. Por lo que el llamado de Baker no es mesiánico, no es Oprah Winfrey quitando el velo que cubre todo lo que sucede pero no podemos ver; es más bien un corrimiento de eje: “Miren y escuchen esto, esto que siempre estuvo acá, a la vista y oído de todos”.
En este extremo tenemos el peligro, más construido que otra cosa, de la “romantización de la pobreza”. Baker esquiva este peligro al narrar a través de la infancia. El recurso a la niñez no aparece solo para extremar su contradicción con la interpelación infantil de Disney. Visto por los ojos de una niña todo es vida y juego, no hay interpretación; y si no hay interpretación no hay romantización posible. Lo que vemos y escuchamos es ni más ni menos que lo que ve y escucha Moonee; ella nos presenta su mundo: sus amigos y pileta, su casa que es una habitación de motel, su mamá, su más allá de las fronteras del motel y su más acá de las del Magic Kingdom. La interpretación queda de nuestro lado (algo por lo demás bretchiano).
Hay una escena en la que Moonee y sus dos amigos cruzan unos cien metros de campo para llegar a un vecindario abandonado. Cientos de casas casi intactas pero sin habitar. Moonee y sus dos amigos no las interpretan, las viven y las habitan por un rato desde el juego. Imaginan que “aquí tendría mi cama y acá mis juguetes”. El espacio para la interpretación se desplaza a este lado de la pantalla; pensar la hipérbole de la contradicción de un vecindario deshabitado a cien metros de los moteles de homeless será trabajo nuestro (cien techos sin personas a cien metros de cien personas sin techos).