Marguerite Yourcenar o el origen
Flavio Zalazar/El Furgón – La poca luz de septiembre en Monts Déserts, una isla al norte del Atlántico, en los albores de la década del ochenta, descubre la figura octogenaria de Marguerite Yourcenar (1903-1987), una de las flores del jardín francofónico (junto a Margatita de Navarra y Marguerite Durás). Ella, desde la ficción -su convención elegida- pudo pensar sobre el origen de Occidente en la voz y la acción de sus personajes (históricos o ficticios); lo calculó iluminando una zona: El Cercano Oriente; hoy, así como en los últimos mil años, una región de “desatinos” imperiales (permítaseme una mueca irónica y a la vez pedir perdón por ello). Los tuvo Roma lógicamente, espejo visible, arquetipo social y económico, ávida de recursos, que hasta en su fundación mítica ostentó a dos párvulos, Rómulo y Remo, colgados a la teta de una loba. Los testimonios están tomados de Con los ojos abiertos, una entrevista realizada por Mattihieu Galey a la mencionada escritora; además de la biografía escrita por la jefa de la sección literaria de Le Monde, Josyane Savigneau y publicada en Argentina por el sello Alfaguara, Marguerite Yourcenar, la invención de una vida, y su obra enseña: Memorias de Adriano, con traducción de Julio Cortázar. Es bueno volver o iniciar tales lecturas.
A sesenta y siete años de la memoria en primera persona
“Adriano, para echar esa larga ojeada sobre su vida, debía servirse del instrumento de lucidez que era para el mundo grecorromano, del cual es el representante perfecto, la palabra organizada, casi impersonal. Me di cuenta que el monólogo era la única forma posible, y no introduje conversaciones en el texto, porque ignoramos como hablaba esa gente entre sí”. Seca, enjuta como su gramática, Yourcenar explicaba sobre la puesta en voz, pensamiento y acción de un hombre que hace más de mil novecientos años fue dueño de gran parte del mundo. Oficial superior de Trajano, asumió el Imperio luego de haber pasado por todos los cargos imaginados: oficial, general, cónsul, senador, gobernador; hasta llegar al mayor, a los cuarenta y cinco años, sin haberlo deseado demasiado, pero con la responsabilidad en ciernes. Un hombre en su condición de tal, es decir de pliegues y repliegues, con una distinción: sus manos amasaban los destinos del mundo de entonces. Que vivió en un orbe “donde los dioses ya no afincaban en él, y dios no existía aún”.
Precisamente, la escritora friccionó la obra largamente. Antes de Memorias de Adriano (1951) contaba en su haber con El jardín de las quimeras (1921, poesía), Los dioses no han muerto (1922, poesía), Alexis o el tratado inútil del combate (1929, novela), La nueva Eurídice (1931, novela), El denario del sueño (1934, novela), Fuegos (1936, poemas en prosa), Los sueños y la suerte (1938, cuentos), Cuentos orientales (1938), El tiro de gracia (1939, novela). Todas vuelven apiladas en perfecta simetría clásica en la referida -luego de un paréntesis: doce años sin editar, pasó La Segunda Guerra Mundial, la ciudadanía estadounidense, la docencia y la vida conyugal- Yourcenar, anagrama de Marguerite Antoinette, Jeanne Marie, Ghislaine Cleenewerck de Crayencour, luce su gran labor.
Adriano era un hombre de fronteras en el Imperio: Andaluz de nacimiento, griego por educación. Al balbuceo de la lengua oficial le oponía la erudición de liceo ateniense y las permanencias prolongadas allende Roma; intervalos, en la zona denominada Próximo Oriente y Medio Oriente, la cual la autora destaca: “Para el europeo medio Grecia y los Balcanes ya son Oriente, por lo menos lo era en el siglo XVIII o el siglo XIX. Para Delacroix, para Byron, los Balcanes, las costas del Mar Negro y Caspio padecieron el haber sido largo tiempo tierra del Islam”. Y es en la faja, el círculo que enmarca las geografías de Jerusalén, Anatolia, Armenia, Macedonia, Dacia, donde deposita uno de los nudos escriturales, equivalente a la retórica clásica, fiel a las proyecciones coyunturales (efecto catártico).
Tanto ayer como hoy
La razón imperial es la del exterminio, esta prédica la inauguró la mismísima Roma en política. Adriano, en su momento histórico, fue un engrane trascendente, aunque también un simple elemento, pedestre, pragmático. Dice el Emperador, escribe Yourcenar: “Las menores equivocaciones de la vida política me exasperaban, así como en la Villa me irritaba la más pequeña irregularidad de un pavimento, la menor mancha de cera en el mármol de una mesa, el más insignificante defecto de un objeto que hubiera querido sin imperfección y sin tacha. Un informe de Arriano, recientemente nombrado gobernador de Capadocia, me puso en guardia contra Farasmanés, quien en su pequeño reino a orillas del Mar Caspio continuaba el doble juego que tan caro nos había costado en tiempos de Trajano. El reyezuelo lanzaba solapadamente contra nuestras fronteras a las hordas de bárbaros alanos, y sus querellas con Armenia comprometían la paz en Oriente. Llamado a Roma, se negó a presentarse, tal como se había negado cuatro años atrás a asistir a la conferencia de Samosata. A guisa de excusa me envió un regalo de trescientos ropajes de oro; ordené que los vistieran otros tantos criminales entregados a las fieras del circo. Esta decisión poco prudente me satisfizo como el gesto de un hombre que se rasca hasta hacerse sangre”.
También los “asuntos judíos” iban mal. La represión en Jerusalén dejó cientos de víctimas y una muy cara a Adriano: su joven amante Antínoo, inmolado tras una refriega palaciega, secuelas de las maniobras en Palestina: “…Lo irreparable es el odio, el desprecio recíproco, el rencor… Ningún pueblo, salvo Israel, tiene la arrogancia de encerrar toda la verdad en los estrechos límites de una sola concepción divina, insultando así la multiplicidad de Dios que todo lo contiene; ningún otro dios ha inspirado a sus adoradores el desprecio y el odio hacia los que ruegan en altares diferentes…”. Al fanatismo lo combatió en su campo, no podía salir bien librado; lo sojuzgó por poco tiempo y pagó a costas.
El libro a Marguerite Yourcenar (escritora, activista social, pacifista, feminista, defensora de los derechos del animal) le valió, entre otros halagos, el ingreso a la Academia Francesa, el parnaso intelectual del Occidente; fue la primera mujer en hacerlo. En su discurso, a modo de didáctica, explicó en sinécdoque todo el arte clásico, lo apuntó de memoria: “Cuando el hombre moderno habla de fuegos, lo embarga el deseo, el antiguo incendiaba ciudades”. Marguerite mencionó al hombre antiguo, no a los Imperios, que en todos los mundos existieron. Ella lo sabía, pero se permitió un halo de candor.