Miguel Briante de lujo
La editorial Mil Botellas de la ciudad de La Plata recupera el legado del escritor bonaerense. Lo hace con una nueva edición de Ley de juego publicado por primera vez, en 1983. De esta manera, el universo impresionista del autor de General Belgrano, volverá a convocar a una nueva generación de lectores
Nacido y muerto en un pueblo de la cuenca del río Salado, Briante es el caso del escritor soslayado- como se refiriera la crítica Elisa Calabrese- dada su rareza en la ubicación del canon dentro de la literatura argentina.
A los 17 años gana un concurso de cuentos organizado por la revista El escarabajo de oro con “Kincón” (forma breve y preludio de su novela homónima). En sus primeros textos manifiesta ciertas características conectivas con la tradición, es el más joven de la generación de narradores del sesenta. Así, y aunque en varios de sus escritos tomara como referente geográfico la ciudad de Buenos Aires -en especial, “Las hamacas voladoras y “El héroe”-; puede leerse que su narrativa formuló, desde los comienzos, un proyecto literario que privilegió el espacio de los márgenes, nodal en el desmonte de las oposiciones sarmientinas, Civilización o Barbarie/ Ciudad o Campo, y las ideas con ellas imbricadas, para culminar en la construcción de una odisea no familiar, sino colectiva: la historia de un pueblo y sus habitantes. Y esto resulta revulsivo o cuanto menos raro. Construye además, y de esta manera, una práctica literaria en la que circulan los mitos, las versiones y sus protagonistas. Su escritura no irradia a partir de un referente “real”, sino a través de otras narraciones, evidenciando un plan donde se piensa de otro modo la relación entre el lenguaje y lo real.
Si el imaginario social puede ser considerado como un espacio donde circulan los discursos -ya lo señaló el crítico soviético Mijail Bajtín-, este escritor condensa en el pueblo ese lugar eficaz para el artificio de producción y movimiento del relato, operando mediante la redundancia. Lo referencia en historias ya contadas o por contarse, en una tendencia vacilante de retroceso y avance, o bien en la formación de microhistorias que luego se expandirán en otras ficciones.
La permanente vista a cuentos anteriores transforma la producción del bonaerense en un único y gran texto, en el cual cada punto de intersección produce una deriva en la que impera el azar; de tal modo, lo potencialmente narrable, no puede determinarse desde una confluencia cualquiera, sino que subvierte las instancias de orden y jerarquía. Al ser estas últimas condiciones necesarias para la aspiración a la obra total, se reflota la operatoria vanguardista de montaje o cruce, resignificando el concepto de saga, e incorporando al lector a la memoria colectiva de un pueblo, que puede ser uno en particular (General Belgrano, por ejemplo), pero también todos, al mismo tiempo.
Ley de juego
Miguel Briante reivindica, desde esta selección de cuentos, una literatura menor en el sentido deleuzeano (literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor), e instala el margen en el centro de su búsqueda. Podría pesarse que la elección de lo provinciano -el margen- resulta una típica elección de hombre de letras de la época, el voto maniqueo de la barbarie confrontada con la civilización. Y aun cuando la presunción pueda arrimar alguna justicia al procedimiento, su búsqueda, sin embargo, merece ser contemplada desde otro ángulo, lo dialectal reformulado como estrategia de experimentación lingüística y, en simultaneidad, con un alto poder de emoción. En resumen, una operación ideológica y estética -marcada por Guillermo Sacomano-, resignificando con una estrategia lírica una lengua marginada, transformándola en materia y razón de ser de una escritura que prueba que la solidaridad con el lector no necesariamente debe apelar a la demagogia.
Los textos que componen el libro son una docena, y comienza con “Capítulo primero”, dedicado a Jorge Cedrón, y le siguen “Último día”, “La Vasca”, “Dijo que tenía que volver” (dedicado a Luis Vaccari), “Fin de Iglesias”, “Hombre en la orilla” (a Ricardo Piglia), “Habrá que matar los perros”, “A lo largo de esa calle que da al río”, “Ley de juego”, “De más lejos”, “Inglés”, “Salen a mirar sombras”. Todos de buena factura, parejos en estilo y sensaciones, donde siempre dejan asomarse pequeñas gemas de valor compositivo-impresionista, como ésta:
“Entrando por esa calle que muere atrás del hospital, al final del pueblo, si uno camina treinta cuadras, más allá de lo que queda de la Martita, se topa el río. Dos cosas vienen de golpe cuando termina la calle, como si fuera una: el río, ese rancho. El río, parejo y hasta triste de lo callado, por el verano; gritón y retorcido cuando tiene adentro el invierno. El rancho, siempre igual: medio caído, con uno de los costados contra el agua, como un lechuzón grande y feo, muerto en la orilla. Uno lo mira y da tristeza; a la noche, con el viento que le suelta la puerta, debe dar miedo. La última crecida vino tan fuerte que ni el viejo Rojas -uno de los que pudo siempre al río, hasta que decidió que el río se lo llevara- hubiese podido aguantar. Ni Rojas ni nadie. Así que el agua entró en el rancho por donde quiso, forzó la ventana y se quedó un tiempo entre las paredes, gastándolo todo, rabiosamente. Ahora, adentro, nada -ni un trapo ni un papel ni un frasco-, nada que recuerde a los que ahí vivieron debe quedar…” (Fragmento de “A lo largo de esa calle que da al río”).
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Portada: La fotografía es de Pepe Mateos.