House of Cards y las mentiras de todos los días
Santiago Brunetto/El Furgón – Una casa de cartas se construye con minuciosidad, delicadeza y una mano con pulso inquebrantable. Se construye así porque se sabe que es frágil, que una mínima corriente de aire, un soplido, un dedo mal apoyado puede derribarla en un segundo. Así nos muestra Netflix la construcción del poder político estatal de los Estados Unidos en su serie insignia.
Hay una concepción sobre lo que es el Estado detrás de esto, que expresa de modo coherente la propia concepción estadounidense. En House of Cards el aparato estatal aparece como algo que efectivamente puede ser construido, moldeado, perfeccionado, deteriorado, y hasta destruido, por fuera de la, supuestamente separada, sociedad civil. Y esa es en sí la concepción liberal estadounidense del Estado, una concepción que sobra en problemática porque es tan verosímil como falsa al mismo tiempo.
Los ciudadanos estadounidenses no están obligados a votar; cuando lo hacen, su voto se traslada al colegio electoral y allí puede resultar que termine ganando una elección el candidato que obtuvo menos votos; todo esto en torno al escueto bipartidismo que se sustenta en las millonarias sumas de aportes privados a las campañas electorales; estas últimas terminan centrándose más en captar dichos aportes que en el voto popular, más en hackear mails, más en truchar resultados y etcéteras. En suma, “el país de las libertades individuales” funciona, como sabemos, gracias a una democracia totalmente acotada al poder de lobby de los partidos y empresarios mayoritarios. Pero lo cierto es que nos equivocaríamos si pensáramos que esto es una contradicción. La realidad es que “el país de las libertades individuales” sólo puede funcionar con una democracia restringida, si en su base se encuentra la operación ideológica que demarca los límites entre sociedad civil y sociedad política, que separa al aparato estatal de las relaciones sociales de producción, y que se expresa en la idea de que el gobierno debe garantizar la seguridad de los ciudadanos para que ellos sólo tengan que preocuparse por ir a la oficina todos los días.
“Lo único que quiere esa gente es que alguien los proteja de lo que tienen miedo de saber”, le dice el presidente Frank Underwood a su esposa Claire, mientras los dos miran desde lejos, asomados a una pared de la Casa Blanca, a un pequeño grupo de gente que, cientos de metros más allá y detrás de las rejas, se asoma con incertidumbre frente a un escenario de pánico antiterrorista (generado por el propio gobierno). Cuando ella se va, Frank murmura una canción: “Sé lo que mi gente está pensando esta noche. En su hogar, a través de las sombras que deambulan, todos sonríen con una alegría secreta, miran al castillo y reflexionan. Y cuando el viento sopla en esta dirección, casi se los oye a todos decir: ‘me pregunto qué va a hacer el rey esta noche’”. Esto sucede en el primer capítulo de la última temporada de House of Cards, estrenada hace tan sólo unos meses. ¿Cómo termina el capítulo? Claire y Frank salen a los jardines de la Casa Blanca, la primera dama pide al presidente “diles lo que quieren saber”, Underwood le da la mano uno por uno (a través de las rejas) a los manifestantes y le dice: “No tienen nada que temer”.
No es más que la antesala de lo que será el resto de la temporada. Los trece capítulos que componen la quinta de House of Cards son la profundización de la tendencia -que ya venía mostrando en las anteriores temporadas- a la representación de un aparato estatal que maneja los destinos de la sociedad (nacional e internacional) entre las pocas paredes de la Casa Blanca y el Congreso. Los Underwood cada vez más se irán aislando en el Salón Oval, manejando hasta el resultado de las elecciones presidenciales desde allí.
Más arriba mencioné que esto tiene de falso todo lo que tiene de verosímil. Sabemos que el Estado capitalista no reside separado de la sociedad civil; sabemos que, por el contrario, es el resultado jurídico, por lo menos en última instancia, de determinadas relaciones de producción. Por esto último sabemos, además, que se erige como herramienta ideológica y represiva de la clase dominante. Por lo tanto, presentar un Estado independiente, aislado, separado y elevado de las relaciones de producción es presentar un Estado falso. Pero, al mismo tiempo, lo cierto es que ningún Estado, y mucho menos el estadounidense, se presenta a sí mismo como herramienta de clase. Por el contrario, los estados se muestran y actúan efectivamente como entes administrativos independientes. La historia del Estado estadounidense, y sobre todo a partir del primer Roosevelt (con quien Underwood se siente tan identificado), ha sido la historia de la construcción ideológica de sí mismo como un organismo cuya única función es la de garantizar la plena seguridad del desarrollo de las libertades individuales de sus ciudadanos, sin apariencia de interés de clase. Esto se ha ido profundizando con el tiempo, efectuando la real separación de las funciones estatales de las de la sociedad civil, y la presidencia de Donald Trump es un perfecto ejemplo de dicha separación. Si en los Estados Unidos existe poco terreno fértil para algún tipo de organización rebelde, es porque, a grandes rasgos, el engranaje de los aparatos ideológicos del Estado funciona casi a la perfección; este es el que hace que la política sea cuestión de los políticos y no de los “ciudadanos comunes”. En este sentido, ¿cómo podríamos afirmar que House of Cards representa un Estado falso?
Jaques Lacan ha reconocido a Karl Marx como inventor del síntoma. Ha reconocido que, aun antes que Sigmund Freud, Marx realizó aquella operación de atravesar una superficie dada para encontrar la falla intrínseca que le es originaria. Así lo justifica Slavoj Zizek: atravesando la estructura fetichista de la mercancía, Marx encuentra las relaciones de explotación. Pero la mercancía no se presenta nunca a sí misma como resultado de relaciones de producción, ese es el secreto del fetiche, y así tampoco lo hace el Estado. El Estado capitalista es síntoma de la falla originaria de las relaciones de explotación, pero nunca se presentará a sí de esa forma, siempre negará el antagonismo de clase. Sólo “atravesando la fantasía social”, como propone Zizek, aquella que interpela a los sujetos desde la “ciudadanía” y las “libertades individuales”, se puede llegar al núcleo de la cuestión.
Atravesando una protesta similar a la del primer capítulo, se muestra Frank Underwood en el inicio del número cinco. Lo hace desde ese lugar fantasioso (por lo que, como hemos visto, no irreal) en el que se separa de la historia y habla a cámara como un fantasma que no forma parte de la narrativa. Con sonrisa irónica camina entre los manifestantes y dice: “Se plantan aquí todas las mañanas a hacer valer su derecho garantizado por la primera enmienda, a hacer oír sus voces enojadas”. Ellos no lo ven y él nos explica lo que acaba de hacer. Camina por los lagos de la Casa Blanca, atraviesa el National Mall con el monumento a Washington de fondo, se planta frente a la estatua gigante de Thomas Jefferson. Allí cuenta que manipuló las elecciones para trabarlas hace nueve meses, que los senadores y los diputados decidirán el ganador: “La elección del próximo presidente de Estados Unidos vuelve a depender de unos políticos egoístas, codiciosos, aduladores y sedientos de poder a los que se puede seducir, emboscar o chantajear para que se sometan. Y yo sólo necesito un voto más que el otro”. La elección presidencial no sólo es recluida a las bancas del Congreso, sino que el propio voto ciudadano (que se muestra de poca participación) es manipulado y el lugar de la “voz enojada” queda apartado a un puñado de personas que se acercan inútilmente a las puertas de la Casa Blanca (del castillo que canta el presidente/rey), sin ningún poder de influencia. Exagerada situación, pero que no dista mucho de lo que ha ocurrido en las últimas elecciones estadounidenses. ¿Fantasía o realidad? Fantasía social en la que, ni más ni menos, vivimos diariamente.
La mentira de la posverdad
“Si parece un hecho, es un hecho”, afirma al director del FBI el Jefe de Gabinete de los Underwood, Doug Stamper. Se refiere a un ataque terrorista montado artificialmente por la presidencia para sembrar pánico en la población. Todas las temporadas de House of Cards giran en torno a la idea de representar los tiempos de una supuesta “posverdad”, no importa lo que los Underwood hagan, sino que importa lo que dicen que hacen. Pero el problema no es que esto no ocurra en la realidad política estadounidense, el problema es que sea presentado como una novedad. Ejemplo: Garrett Walker, el presidente que antecede a Frank Underwood, es mostrado como un hombre honesto e inocente. En esta inocencia es atravesado por la voracidad de Frank, que le tiende una trampa perfecta para derrocarlo. Garret termina deprimido por la traición recluyéndose en la bondad de la vida familiar, esperando el momento para vengarse, pero sólo en honor a la democracia. Casi todos los personajes son mostrados así, salvo los Underwood y su mesa chica, que son los inescrupulosos, ambiciosos, inmorales, etc.
Todo esto acarrea dos problemas. El primero es obvio: representar a la clase política estadounidense como un terreno sano, pero infectado por el cáncer Underwood implica, no sólo un lavado de cara absurdo de la historia de Estados Unidos, sino la negación de los verdaderos intereses que se esconden atrás de cualquier política estatal y, por sobre todo, de la estadounidense: intereses de clase, de raza, de género, culturales, imperialistas y demás etcéteras. De esta manera, sólo bastaría con extirpar el tumor y hacerle un poco de quimio a la clase política para normalizar el orden.
El segundo problema aparece en relación con el primero, pero se presenta más sutil, escondiéndose detrás de la moda de la “posverdad”. El principal peligro de pensar, en general, no sólo en una serie (al fin y al cabo ¿qué es una serie sino es la percepción de una época?), en términos posfácticos (en cualquier término “pos” generalmente), es el de olvidar la dimensión histórica de los acontecimientos. Histórica en términos dialécticos, claro, y por ende, en este caso, de la función dialéctica del Estado capitalista en la lucha de clases. Con todo lo que se ha dicho antes entre Marx, Lacan y Zizek del Estado capitalista como síntoma de la falla originaria de la explotación, habremos entendido que él, en sí mismo, es una “mentira”. En la esencia del Estado capitalista se encuentra un “si parece un hecho, es un hecho”. Pero lo cierto es que en realidad podríamos ir más lejos y decir que en la esencia de toda construcción social de la historia se encuentra un “si parece un hecho, es un hecho”. Lo único real social, como lo real lacaniano, está fuera de nuestro alcance, y es eso que llamamos relaciones de producción; todo lo demás, incluso el comunismo de Marx, es una idea: la idea de llevar, mediante la praxis humana, a las condiciones subjetivas lo más cerca posible de las objetivas, de lo real social, para conciliar la idea con la cosa y así intentar reparar la falla originaria (por esto, claro, “la idea de comunismo”, como la impone Alain Badiou y retoma Zizek, es, hasta nuestros días, la más importante construcción política revolucionaria de la historia). Sólo basta mirar la decadencia stalinista soviética para entender el peligro de pensar al comunismo en términos de lo real; sólo basta mirar su expresión estética (que casi siempre suele ser lo más coherente con las ideas de época): el realismo socialista y su ficcionalización de la realidad para intentar construir lo real social es tan burdo cómo las peores películas del western yanqui.
Así que a no alarmarse: si no existe verdad discursiva, entonces tampoco puede existir algo así como una “posverdad”. Todo lo que hacemos y hemos hecho históricamente es construir discursos acerca de lo que quisiéramos que fuera lo real. Algunos, claro, se acercan más a ello que otros. Frank Underwood no es el primer presidente estadounidense de la historia en “mentir” (tampoco lo es Donald Trump) o, mejor dicho, en instalar “verdades mentirosas”. En todo caso, es la primera vez que nos lo muestran tan abiertamente y eso, creo, es lo que más atrae al público de House of Cards. Hay una confirmación de fondo: “Yo sabía que me mentían”.