jueves, octubre 3, 2024
Cultura

El aliento del racismo

César González/El Furgón* – Casi siempre se les niega el alma a los afroamericanos en el cine (occidental). El cine africano es para otro análisis. Pero en el cine hecho al oeste del eje de la tierra, vemos “lo negro” como ajeno, lejano y distante. Casi siempre a través de personajes limitados en su conocimiento y haraganes en su voluntad. Se nos ahoga con el relato de que las virtudes epistemológicas en ellos son anomalías, accidentes o caprichos del azar. La cámara los mira siempre en una tercera persona presuntamente objetiva pero que en verdad expone una meditación parcial. Somos espectadores antropólogos y no colegas de especie y emociones. Uno podría creer que este vicio racista de mentir, cuando se representa a los negros es una constante de los directores blancos, y si bien estadísticamente la mayoría de los directores blancos cuando filman a negros o sobre negros, siguen actualizando los mitos más perversos sobre esta comunidad, hay que aclarar también, que en esa construcción permanente de modelos semi-vacíos de sustancia espiritual, participan también directores afro-americanos. La cámara de los negros  no se atreve a filmar sin temor a la propia “negritud” (concepto creado por Aimé Cesar y Leopold Senghor). Ese temor quizás puede ser entendido como un mecanismo inconsciente de defensa histórico frente a los latigazos milenarios del hombre blanco.

“No se trata de criticar sino más bien de destacar”, nos dice Roberto Arlt en el libro con varios apuntes sobre cine Notas sobre el cinematógrafo, Ediciones Simurg, 1997. (Nombre que simpáticamente hicieron coincidir con el título elegido por Robert Bresson para su texto). Por eso lo que diré sobre Moonlight es porque siempre hay regiones inexploradas en aquellas zonas de alto consenso, como el alcanzado por esta película. Como se coincide tanto en los argumentos que la exaltan, trabajaremos en los desechos de esas odas.

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Si ha logrado tanto acuerdo en la crítica, a mi entender es, porque nada más políticamente correcto que celebrar una película de negros, dirigida por un negro, que encima supuestamente va a desarrollar la condición en la que vive dentro de su aldea un homosexual de su misma raza. Si esto que decía ser la propuesta del film, en cada invitación y publicidad, hubiera arañado la coherencia, sería uno más de los que se queda parado aplaudiendo. Pero yo veo una película dirigida por un negro que no corre ningún gran riesgo, que no incomoda o mejor dicho que es muy cómoda dentro de su supuesta rebeldía.

Esta película no está contada con la gramática comercial, pero lo que cuenta tiene el aroma de lo políticamente correcto, esa cueva donde a veces se refugia la derecha para no ser percibida. Esa cueva que tiene su entrada adornada del mejor cotillón progresista, lo que dificulta la codificación del engaño. Se auto-proclama profunda en su contenido y moderna en sus formas, pero no es más que otro stencil orgulloso de su neutralidad. Stencil en cuanto acto enunciativo y de denuncia insubordinado, pero inofensivo a la vez. En Moonlight se copian todos los clichés sobre los negros, ya vistos hasta la sobredosis en el cine, pero camuflados bajo la remera de la tolerancia. Que siempre revela más que de lo cree enmascarar. Caer en los clichés no es una deficiencia en sí misma. “Se puede partir de los clichés para derrotar a los clichés”, nos decía Deleuze. Pero en esta película el cliché no se atreve a levantar la mirada y se muestra vulgar, pero no es siquiera una vulgaridad en clave de acertijo sociológico o político, es un falso realismo que finge alcurnia formal. Por eso duele ver como se adultera a todo un segmento social, como ese lienzo es infiel a su objeto, como se sigue vendiendo una impostora versión de la conducta de los afroamericanos, y duele todavía más que sea firmada por un propio negro. En el canto al unísono de la crítica especializada escucharemos que lo que más se resalta de Moonlight es su virtuosismo técnico y brillo estético. Pero si uno se ve forzado a valorar una película solo por su belleza técnica, ese esfuerzo en el fondo se siente extraño, como sí nos faltara algo para hallarnos honestos en nuestro goce. No negamos la belleza visual y exaltamos tanto el trabajo fotográfico y actoral de la película, pero seguir presentando la técnica cinematográfica como un jeroglífico, que exige siglos de aprendizaje para ser interpretado, es fortalecer ideologías dominantes. Decir que la belleza puede depender de los medios técnicos empleados y el cómo fueron empleados, es una manera elegante de negar las herramientas de producción del cine a las clases más bajas. Que no solo sienten que esas herramientas son imposibles de alcanzar por su precio, sino también porque se les obliga a creer que las dificultades en la doma pueden ser eternas. Orson Wells decía que “la técnica de hacer cine se aprende en 2 o 3 horas”. Y lo dijo uno de los directores más vanguardistas y sobre todo uno de los grandes pensadores e innovadores de la técnica cinematográfica.

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Lo que nos perfora y se instala para siempre en nuestra memoria al ver una obra maestra pocas veces es por culpa de las formas. Las formas se transforman en huellas carnales cuando están acompañadas de un signo revolucionario que nos invade y abraza.

Moonlight, en cambio, es una sucesión incesante de cosas que ya estamos cansados de ver sobre los negros, pero hecha de una forma mejor.

Yendo a lo específico de su contenido comienza con el tradicional maniquí de un negro; es decir, narcotraficante, yendo en su auto escuchando rap a presionar a sus súbditos pequeños vendedores, también negros. Al negro narcotraficante, el director le agregó obscenamente una de las caracterizaciones preferida de los yanquis para simplificar la idea de “el mal”; ser cubano. Que además de eso intenta reclutar a un niño para vender drogas. Parece que el racismo siempre usa la matemática más elemental del primer año escolar para sus estereotipos: aprender a sumar. La suma que hizo el director fue: negro + narcotraficante + seudo-pedófilo + reclutador de niños para la venta de drogas = cubano. La madre del niño fuma la marihuana que vende este demonio negro. En el país donde mueren de a miles por el consumo y la venta de crack, el director elige en cambio  estigmatizar al cannabis. Negro malo y ahora negra mala, en la madre del niño que fuma en su presencia. En los años donde la policía asesina a negros como moscas, el director no hará una alusión ni por arriba a dicho problema. Como sí nada tuvieran que ver la pobreza, la marginación y el desprecio que sufre esta comunidad con la violencia cotidiana que viven estos cuerpos a nivel externo e interno. No hay relación alguna nos dice, entre la desigualdad y miseria que reina en su gente con las tragedia personales. Los negros pareciera que viven en una sociedad florecida de igualdad por lo tanto tienen toda la responsabilidad de lo que hacen.

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También se nos querrá tender una trampa moralista embarnizada de matrimonio igualitario. El niño negro que el negro adulto y cubano malo quiere reclutar, de golpe crece y tiene tendencias homosexuales. Este hecho se nos presenta en la película como un acontecimiento en sí mismo, como una novedad de por sí, como si el personaje fuera el primer negro homosexual en la historia del mundo. Los negros en esta película al igual que en la mayoría de las producciones cinematográficas son todos malos y asesinos, pero ahora se les suma una pulsión xenófoba. Son asesinos, narcotraficantes, seudo-pedófilos y ahora también homofóbicos, ya que sus compañeros negros hostigaran constantemente al protagonista en la escuela al enterarse de sus inclinaciones sexuales. La humillación será en un comienzo verbal hasta que le pegan entre varios en un recreo. Esta es quizás la más repugnante escena, ya que el personaje nunca se defenderá y se dejará pegar muy tranquilamente, como si el hecho de ser homosexual implicaría disfrutar ser maltratado. Pero la aberración no termina allí, el negro golpeado en un momento decide vengarse y le rompe una silla por la espalda a uno de sus agresores. Es decir, por un lado están los negros malos y homofóbicos y por el otro un negro homosexual que no se defiende y si reacciona pega a traición por la espalda. ¿Y dónde termina su mala madre negra que fuma marihuana? En una especie de psiquiátrico: los negros que fuman porro enloquecen, nos dice el director. Pero por suerte para Jenkins, no es el único ni el primero dentro de su comunidad afroamericana, en alimentar desde adentro todos los prejuicios que la raza blanca tiene sobre los negros. Un director de fama mundial como Spike Lee hace rato que viene ayudando en la tarea de estigmatizar a los suyos. Su último largometraje Chiraq (2015) nos muestra que los negros son tan malos que asesinan una niña en un tiroteo entre bandas y se enorgullecen de eso. En el país con un ejército invasor y asesino de millones de niños en el mundo, que dentro de su territorio somete a la comunidad negra a las peores miserias y segregaciones, este director hará algunas referencias casi inofensivas a las políticas que crean y perpetúan la violencia en los barrios pobres afroamericanos, en este caso de Chicago. Lo central es concentrarse en demostrar que los negros son malos que hasta asesinan niñas por placer, en vez de abordar el problema negro de una forma más compleja y abierta, ya que los negros siguen siendo en su mayoría dejados de lado y condenados de ante mano por el capitalismo. Nadie niega que deben existir hechos de esta gravedad, como niños que fallecen en un tiroteo entre mismos vecinos, pero no están nunca aislados de las determinaciones socio-económicas de su entorno, más aún cuando la propuesta de vida es tan miserable para la mayoría de los afroamericanos en los Estados Unidos.

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Los personajes de los negros como caricaturas patológicamente e innatamente malvadas, es una idea donde se juntan indirectamente dos negros supuestamente sensibles como Barry Jenkins y Spike Lee, con un director abiertamente racista como lo fue D.W Griffith. Que allá en el amanecer del cine no tenía ningún problema en hacer no solo absurdas representaciones actorales de los negros, sino hasta una apología abierta sobre el Ku Kux Klan en varias escenas de El Nacimiento de una nación (The Birth of Nation, 1915). Los negros de Moonlight y de Chirac están mejor actuados que en Griffith, pero ¿de qué sirve actuar bien en películas de mensajes declaradamente racistas o hechas por negros pero con a lo sumo algunas quejas cuasi-paternalistas?

¿Será que no hay forma de que un director negro pueda acceder al prestigio y aprobación de la secta cinematográfica sin tener que repetir los enunciados que impone la tabla de valores morales de la raza blanca a la hora de representar a la comunidad afro? ¿Será que dentro de esa servidumbre hay que buscar capas clandestinas y ocultas a la primera lectura del ojo? Nos sometemos al beneficio de la duda cuando vemos que la obra maestra por excelencia de toda la historia del cine afroamericano hecha por un afroamericano Asesino de ovejas (Killers of the sheep, 1979)  de Charles Burnett, estuvo décadas hundida en el olvido, y recién fue restaurada hace pocos años con ayuda financiera de un director blanco como Steven Soderbergh, realizador de películas como Sex, lies and videotapes (1989), Traffic (2000), La gran estafa, o de la reciente pero ya legendaria serie televisiva The Knick (2014), donde en paralelo a la historia de un hospital en el sur blanco pobre de La Nueva York del 1900, vemos el extenso campo de rechazo que debe atravesar un cirujano negro para poder trabajar en ese lugar. A lo largo de la serie además de presenciar los avances quirúrgicos de la época, las negligencias y los milagros, vemos cómo los negros sufren linchamientos, como se les niega el acceso a la salud de los blancos y como “Edwards”, el negro cirujano a pesar de la incesante subestimación que recibe revoluciona el lugar con sus conocimientos e inventos.

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Asesino de ovejas es una obra fundacional porque allí hay una síntesis refrescante entre una búsqueda formal y un mensaje que se subleva, su riqueza no es solamente que la hizo un negro, sino lo que dice un negro sobre las injusticias que viven los negros, y como en el medio de esa injusticia, “sobrevive lo arcaico”, tal la descripción de Pasolini sobre la vida y las costumbres de las clases más sumergidas en la miseria. En esta película la cámara usa un tiempo especial para los detalles de la pobreza y ante los rostros de los negros, que veremos siempre con un aura mezcla de resignación y esperanza. Siempre es necesaria una cámara que no se doblegue ante esa urgencia capitalista que exige duración efímera de los planos, más aún si es para reflejar situaciones que nos avergüenzan como especie. En el trabajo de Burnett vemos sin necesidad de amplificar ninguna pasión, ni de exagerar ningún rasgo, la personalidad y el trabajo semi-esclavo de los hermanos de la comunidad negra en un matadero ovino. Hay símbolos y metáforas, dos elementos que por habito les niega el gobierno del arte a los negros. Esta vez “lo negro” no es algo que los corazones más progresistas se animan a aceptar como diferente, como “minorías a no discriminar” e “incluir”. Acá lo negro nos seduce, nos enamora, nos hace sentir negros, queremos ser parte de ellos, no aliados. Se revierte el ángulo reflexivo, hay una ruptura en la escultura de los ídolos que la mitología blanca levantó sobre los negros. “El arte negro lo miramos como si su razón de existir fuera el placer que nos da”. Es siempre un objeto de “origen desconocido”, como se nos dice en el maravilloso documental de Alan Resnais y Cris Marker Las estatuas también mueren (Les statues meurent aussi, 1953).

Entonces las películas como las estatuas hechas por los negros están obligadas a producir solo placer al público. Nos deleitamos al afirmar que existe un “mundo ajeno”. Nos aferramos a la creencia de que si existe gente así de mala es porque nosotros los civilizados somos así de buenos. La negación de civilidad para unos justifica la proclama de afirmar que tales otros son los barbaros. “La anormalidad explica la normalidad”, nos decía Foucault.

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Otra obra maestra sobre la cuestión de la negritud es Manderlay (2005) del director Lars von Trier. En dicho trabajo también realizado por un blanco, vemos a Grace, el mismo personaje de la hija de un poderoso magnate norteamericano de Dogville (2003) que decide frenar la caravana de distinguidos autos que acompaña a ella y su progenitor en las puertas de un pueblo. Luego de discutir con su padre, ella decide quedarse en este pequeño pueblo estadounidense ambientado en la década de 1930. Descubrirá que son todos negros esclavizados por una anciana blanca, que actúa como una emperadora del lugar. La joven se enfrentará a la señora recordándole que la esclavitud en su territorio había sido abolida y declarada ilegal. Incitará a los negros del pueblo a que se alcen y abandonen su condición de esclavos, pero estos se oponen, porque tienen toda una vida organizada en torno a los mandatos y obligaciones que les impuso la anciana. El principal esclavo, sirviente de la anciana, es interpretado por Danny Glover, y en una de las líneas más filosóficas a mí entender de la historia del cine, increpará a la joven blanca y le dirá:

-Siendo esclavos, sabemos que la señora nos dará un plato de comida. Un esclavo come a las 8 de la noche ¿A qué hora come un hombre libre?-.

Quizás esta escena puede ser una metáfora de lo que hacen muchos directores en general. Saben que haciendo cierto cine, que aborde cómodamente ciertas problemáticas los temas, tendrán asegurada su comida a las 8.

“Libre y esclavo son las dos categorías que tienen entidad, pero no así el esclavo-liberado”, nos dice Gilles Deleuze en el Abecedario (1988). Al esclavo liberado la realidad no le hace lugar, no sabe interpretarlo, desborda las clasificaciones. Las cadenas que rompe si se libera son múltiples, no tan solo las visibles. Desde físicas y nutricionales hasta semióticas y simbólicas.

*Artículo publicado en revista Sudestada Nº 147