martes, septiembre 10, 2024
Cultura

Tom Waits y el hombre con dos caras

Ramiro Montero/El Furgón – Edward Mordake nació con dos caras. No, no en un sentido metafórico: Edward Mordake verdaderamente tenía un rostro suplementario, deforme, en la nuca, además del que le correspondía como ser humano normal en el frente de su cráneo. La cabellera le terminaba cuando empezaban los rasgos de una monstruosa mujer. Por momentos, parecía sobrar inerte en el cuerpo maldito de Edward, pero a veces seguía con la mirada a los doctores que la investigaban. Otras, movía la boca buscando emitir un sonido que jamás se llegaba a escuchar. Y hubo quienes aseguraron verla dibujar una sonrisa maliciosa precisamente en aquellos momentos en los que Edward se rendía a la desesperación y lloraba.

Aún hoy los médicos arriesgan diagnósticos que puedan explicar el mal del pobre Edward. Algunos hablan de disprosopía, el desastre congénito que duplica ciertas partes de la cara, y lo comparan con el caso de Lali Singh, la beba hindú que nació y murió en 2008 con la pesada carga de llevar dos rostros y de ser considerada la reencarnación de la diosa Durga. Otros estipulan una pésima conjunción de siameses, la policefalia, y mencionan a las Hensel: unidas por el tórax, Abigail y Brittany comparten hoy sus dos corazones, sus dos estómagos y sus tres pulmones y medio. Pero el caso que quizás se acerque más al de Edward es el de cierto niño bengalí de fines del siglo XVIII. Al nacer, la partera lo arrojó de inmediato al fuego de la chimenea cuando le descubrió los dos cráneos, uno coronando al otro. Sobrevivió, fue escondido y luego expuesto por sus padres como fenómeno en fiestas y reuniones, para luego morir a los cuatro años por la mordedura de una cobra. Las cabezas eran autónomas: el nene incompleto miraba, reaccionaba a ciertos reflejos y hasta salivaba cuando su hermano con cuerpo era alimentado. Exhumados, los hermanos yacen en el Hunterian Museum de Londres, detrás de un cartelito que reza “craniopagus parasiticus”.

Waits 1

Las penurias de Edward Mordake fueron distintas. La cuna noble lo salvó del espectáculo y de las jaulas, pero eligió recluirse en el hogar familiar porque imaginaba cómo lo trataría el mundo exterior. Permitía, sin embargo, la visita de algunos de los médicos que se agolpaban para verlo. Él les rogaba que le sacaran el rostro de la nuca, no con un sentido estético, sino porque la mujer le hablaba. Cuando nadie estaba cerca, le murmuraba cosas terribles e inconfesables para martirizarlo. Los doctores le aseguraban que era imposible, que la cara no podía hablar, pero él insistía: “Me habla siempre de cosas que sólo se hablan en el infierno. Su imaginación puede concebir tentaciones terribles antes que yo. Por alguna maldad sin perdón de mis antepasados estoy unido a este demonio (por que sin duda es un demonio). Le ruego y suplico que aplaste su apariencia humana, aunque yo me muera por ello”. Nadie se atrevió a obedecerle.

A los 23 años, Edward rodeó el cuello compartido con una soga, anudó la otra punta a las rejas del balcón y se arrojó buscando silencio. En la nota de suicidio, tan correcto él, tan educado y sensible, prefirió no maldecir a los doctores que se negaron a extirpar al demonio, pero sí los instó por última vez a que, aunque sea ahora, ya muerto, lo rompieran, lo destrozaran, lo dividieran y lo enterraran, sólo, en una tumba sin lápida. Se sabe que, al menos, esta última parte fue cumplida.

Waits 3

Tom Waits decidió incluirlo como personaje en una versión teatral y musical de Alicia en el país de las Maravillas, realizada junto a Robert Wilson y Paul Schmidt. No está claro cómo llego la historia al amigo Tom, pero cuando ocurrió, cuando supo del desdichado hombre, encadenado de por vida a un monstruo, a su monstruo, cuando supo de aquel demonio femenino que a veces era hermana, a veces extensión del propio Mordake, imaginó la fatiga y el dolor de un tipo enclaustrado en el mausoleo familiar, deambulando como un fantasma por los pasillos de la vergüenza, tratando sin suerte de acallar las voces infernales que sólo él escuchaba. Un tipo eternamente acompañado por un demonio, condenado a la más profunda soledad.

Y cuando lo imaginó, Tom apenas se atrevió a murmurar: “Pobre Edward… Pobre, pobre Edward…”.