Por vocación, los derechos humanos
Rafael Flores Montenegro*/El Furgón – Hay compañeros que son amigos con quienes compartimos ideas, así como paladares, humores de distinto color, ilusiones, presentimientos… a la par que tareas. Exiliados –ya que hay que definir bien el tema-, desgarrados del país propio, metidos a empellones en el avión para que nos fuéramos lejos. Con el tiempo, en los nuevos destinos aprendimos a burlar la desgracia del destierro. A sacudirnos activamente de la nostalgia, echar a patadas muchas veces a la perra melancolía de nuestra casa, darle la vuelta al dolor mezclándonos con la gente. Pocas cosas nos bastan para reconocernos. Compartimos información sobre cómo hay que moverse en la tierra amable, generosa que niega el destierro cuando uno se encuentra con personas que se le parecen tanto que al fin… decide quedarse a vivir en ella contra todo pronóstico de primera instancia.
Eso fuimos y somos, de diferentes maneras. Pero los compañeros que a la vez son amigos no se agotan en los puntos comunes antes apuntados. También transitan nuestras perplejidades. Aún más, son esa particular presencia a la que uno consulta en el secreto de sus soledades, cuando habla con su sombra. ¿Qué pensará el amigo, se dice, de esto o de aquello?
No voy a contar cómo empezaron los males que acabaron postrándolo definitivamente. Son de dominio público y de repuesta a la pregunta que siempre espontáneamente nos hicimos de verlo primero con muletas y luego en silla de ruedas. No callamos la reflexión de que a veces los estados dan arma a infames que, entorchados en uniformes, terminan sintiéndose especiales. Luego, un poco de alcohol les desata el odio –no la creatividad- y sobreviene el resto inesperado. En términos esenciales eso ocurrió con Carlos Slepoy Prada en diciembre de 1981. Actuó la justicia y el victimario fue condenado. Nada qué decir, ni el rencor sentí en su víctima, para nosotros Carli. Aunque en todo el mundo se aireaba un tremendo contrasentido: se salvó de las garras de la dictadura de Videla y en el Estado que lo acogió para su libertad le cayó la desgracia. ¿El azar de ese día, el alcohol, el arma en manos de un homicida? ¿Quién era?, pregunta cualquiera para no quedarse en la mera tiniebla. Un policía nacional, uniformado, con el arma reglamentaria y por la espalda. Los concurrentes del alcohol han sido constatados, como los demonios que habitarían a ese sujeto. Sí, por su rara saña asesina con un hombre que lo había increpado ante la arbitrariedad de estar pegándoles con la culata de su pistola a cuatro chavales indefensos. En síntesis le había dicho: “Usted no puede hacer eso. Menos siendo policía. Soy abogado”. Hasta allí los hechos, mejor narrados por la prensa, las actas del juicio, los testigos presenciales. Luego sobrevendrá la interrogación acerca de quiénes ejercen la autoridad. Seguidamente, para negar el dolor queda un resquicio que podemos dárselo al azar: Carli podría no haber caminado por allí, pasar en otra hora, olvidarse de algo y volverse, en fin. El azar podría no ser tan infausto.
Es probable que a Carlos Slepoy Prada todo lo que le pasó y vivió lo hicera tan claro y transparente en sus ideas. No lo sé. Pero su discurso en magistraturas, paneles, tertulias y asambleas en realidad habla de derecho natural aunque no lo diga así, aunque la justicia sea una larga, lenta y convulsa construcción. Derecho a la vida, a los bienes de la civilización, a la dignidad. Su mirada puesta en la justicia va más allá. Comprende. Nunca condena, siempre indica el argumento, la fundamentación de los hechos. Y detrás de sus posiciones expuestas, empujando el carro de la vida tirado por leones, está la esperanza. O, mejor dicho, el optimismo.
Lo conocí aquí, en España, después de la militancia social y política en Argentina. Hasta en la última conversación me llevaba la palabra al tema de la clase obrera, a sus dirigentes, la figura luminosa de Agustín Tosco (uno de ellos) en primer lugar… y a su abogado Cuqui Curuchet, que definió la carrera de abogacía que Carli afrontaba con serias dudas. Curuchet había concurrido a la facultad de Derecho de Buenos Aires para dar una charla sobre cómo defendía los derechos de los trabajadores en tribunales compartiendo horas con ellos, reclamando también por los que caían en prisión. Hablaba mucho, con una verba diversa y vibrante, trufada de tonada cordobesa con ramalazos de humor. Enseguida pasábamos a los dirigentes políticos, en general más sujetos a pasiones y debilidades, los compañeros vistos en el crisol del tiempo. Después las extraordinarias mujeres, la conducta que nos legaron. Los hijos y todos los pibes. El genocidio latinoamericano y los otros genocidios. La prepotencia de los imperios, el acoso a los débiles. Incluso, en mente tenía la idea de una querella al Estado de Israel por sus crímenes contra el pueblo palestino.
Antes hicimos referencia al azar, un azar que fue infausto. Sin embargo, entre los muchos puntos de vista que tendremos a mano para comprender la personalidad de Carli, incluiremos su valoración del azar. Mas no como fatalidad, sino como parte de un juego al que hay que ayudar. Por supuesto, descontado el uso de la inteligencia que favorece las combinaciones. Los empeños fundamentales suyos estaban en cerrarle el paso a toda posibilidad en que la desidia, los prejuicios o el olvido coartaran un resultado deseado. Tanto en los juicios contra las dictaduras latinoamericanas como en la llamada Querella Argentina contra los crímenes del franquismo, Carli apostó a que iban a prosperar. Los de la acera de enfrente esgrimían las leyes dictadas por los poderes de los estados con la justificación de la paz… que acaban protegiendo con el silencio delitos horrorosos. ¿Sólo eso? Lo de la propia acera, los aliados en el viaje tampoco creían que fuera posible romper el pacto de la “cosa cerrada” por las leyes del olvido.
Hemos apuntado su uso de la inteligencia para producir combinaciones de razón y circunstancias favorables a la justicia. Pero, ¿cómo describir mejor su enorme fe en conseguir los objetivos justicieros? Allá iba, implacable e incansable en la búsqueda, arrastrando airoso sus limitaciones físicas. Hay que decir que lo alimentaba la permanente cercanía de las víctimas, el relato y acompañamiento de las mujeres con la cabeza tocada del pañuelo blanco, los testimonios de sobrevivientes, de los fugados de una muerte ya dictaminada, de los ex presos, de gente que relataba su memoria del horror. Alimento emocional, sí, hasta las lágrimas y más allá, con el dolor a cuestas y los anhelos siempre vivos.
Hace unos meses, en una fecha del año 2016, cuando tratamientos recurrentes con antibióticos le había eliminado el 75% de la capacidad auditiva -¡tal como queda escrito!-, en una cafetería de su barrio madrileño, uno de nosotros le dijo: “Carli, tienes que escribir tus andaduras en el tema de la justicia universal, tus puntos de vista. Eres quien conoce los íntimos procesos, sus aplicaciones, marchas y contramarchas. En todas las acciones desarrolladas resplandece ese tema. Nadie mejor que tú para contarlo”.
-Me cuesta un poco ponerme a escribir. Ahora que la sordera me aísla de muchas cosas, puede ser a la vez un recurso aprovechable para escribir.
No hubo tiempo de hacerlo. Lo sé. Las primeras razones, porque continuó ocupando su precioso y avaro tiempo, el tiempo del dios Cronos, devorado desaforadamente por los poderosos pasos de la llamada Querella Argentina. Así mismo, su pensamiento está desgranado en todos los ámbitos donde actuó. En entrevistas a diferentes medios, congresos, artículos, conversaciones cotidianas. Muchos testimonios y testigos se podrían reunir para conformar un vasto campo de doctrina de los principios de la más elevada forma de convivencia humana contenida en el concepto de justicia universal. Iguala todas las etnias, borra las fronteras en la persecución del delito contra la especie humana declarado imprescriptible. Puede, debe y urge que exista en la totalidad de las sociedades de la tierra.
Así sentimos a Carli la gente que lo queremos y acompañamos. Debería hacerse ese campo de doctrina “considerando” como decía César Vallejo, al hombre Carlos Slepoy Prada tal cual es. En suma, contando que cada pensamiento suyo iba impregnado de vitalidad, con luces y sombras del tejido humano, “encarnado” como le gustaba decirlo a él mismo. Vida y obra reunidos, inmensamente reunidos y ¡tan saludables! en tiempos en que espúreos intereses se empeñan en disociarlos. En tiempos en que muchos predican el perdón para responsables de crímenes, corrupción, desastres ecológicos con el eximente “su función en tal o cual área fue útil”, etcétera. Saludable a la humanidad este hombre Carli que jamás buscó estridencias personales en sus hazañas que cualquiera puede contemplar sólo asomándose a observarlo cómo ha vivido.
Tal vez nuestras ilusiones y los cabellos, las manos de firmar, trabajar, escribir y lavarnos, los ojos que hablan, el sueño heroico, la pasión por las multitudes felices acaben pareciéndose a aquello que vemos en la luna. Una superficie blanca en las noches cuando se la ve llena, ese polvo a millones de kilómetros tiene la virtud de brillar. O no. Y haya que ir más arriba para sentir a Carli, allí donde los antiguos pensaban que iba la gente grande y querida. A una constelación. O a una estrella.
*Rafael Flores Montenegro nació en Villa de María, Córdoba, Argentina. Desde 1979 vive en Madrid, España. Su obra narrativa editada comprende libros de cuentos, poesías y ensayos. Para más información: http://www.rafaelfloresmontenegro.com.es/