martes, enero 14, 2025
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Semana Polosecki: “El ojo que mira el Warnes”

El Furgón – Durante toda esta semana, y hasta el 3 de diciembre, cuando se cumplen veinte años de su fallecimiento, vamos a saludar a Fabián Polosecki, a ese flaco creativo y curioso que nos marcó un camino por el lado del periodismo, con una serie de notas de su autoría, publicadas en diversos medios gráficos.

El ojo que mira el Warnes”*

Ver una película sobre el albergue Warnes, en el mismo lugar donde fue filmada y rodeado de sus únicos protagonistas, aporta una información extra, irrepetible en cualquier otro lugar. Enterarse, por ejemplo, que el bebé que recién apareció en la pantalla gigante instalada sobre la cornisa de uno de los dos edificios que alguna vez fueron pensados para servir de hospital y en los que hace más de veinte años se hacinan unas tres mil personas, murió quemado cuando una vela incendió la cama donde dormía.

warnes-1El documento de ochenta minutos que Darío Arcella y Luis Campos filmaron durante los primeros meses de este año, en los cuales incorporaron su cámara de video a la cotidianeidad del barrio, pasó el viernes último por su mejor prueba: la aprobación de quienes aceptaron exponer parte de su vida a un ojo extraño que rara vez llega limpio de prejuicios. Sentados en las sillas que arrastraron hasta el descampado que rodea al edificio n°2, unos trescientos habitantes del Warnes asistieron al raro espectáculo de su propia existencia, contada por ellos mismos. Warnes aparte, producida con absoluta independencia de todo organismo estatal, partidario o internacional, elude deliberadamente cualquier tipo de relato en off o preguntas que pudieran inducir a respuestas prefabricadas para sostener conclusiones obvias.

En el Warnes, el subir y bajar escaleras se lleva buena parte de la actividad diaria, que en el caso de los hombres se completa en el trabajo de cartonero. La cámara va ordenando bloques temáticos. Los ocasionales entrevistados reciben e aplaudo o la rechifla de sus vecinos, según la simpatía que despierten. El objetivo recorre las ventanas. Se detiene. Un par de zapatillas se seca al sol. El lente se acerca y descubre la marca: se llama Bronx. “Cuando pensamos hacer esta película, sabíamos lo que no teníamos que hacer: un documental al estilo oh–pobre–gente–mirá–cómo–vive”, dicen sus realizadores. La pantalla escupe testimonios. “Lujos no tenemos, no. Pero estamos un poco más arriba del piso”, dice un tucumano. “Yo ya trabajé en dos películas”, informa alguien del público, “aparecí en una que hicieron unos canadienses, pero ésa no la vimos nunca”. “La policía me dio vuelta el carro y se lo quería llevar”, dice otro, “llevátelo y dame trabajo”, dice que le dijo mientras en la única ventana que tiene luz aparece él mismo en ese instante empujando de su carro. “Esto es lo que yo sueño todas las noches”, dice un pibe cuando la función termina. “Cuando nos vayamos de acá, vamos a llorar”, dice la madre, y le pregunta al cronista: “¿cuándo nos van a entregar las casas?”. Los aguateros que suben los baldes escaleras arriba, los baños inexistentes, la organización interna, la visita rasante de la televisión, la fe dificultosa, se empujan unos a otros, en el relato de lo del Warnes. También la muerte. “Acá la muerte no se nota”, es una de las frases finales. Todavía sonaba cuando alguien, después de la función, cayó de un primer piso y se llevó la cabeza destrozada hasta un hospital, sin que nadie, casi nadie, lo notara.

*Publicada en Diario Sur, 22 de octubre de 1990