Semana Polosecki: “Volveré y seré Cangallo: El porqué de los nombres de las calles”
Durante toda esta semana, y hasta el 3 de diciembre, cuando se cumplen veinte años de su fallecimiento, vamos a saludar a Fabián Polosecki, a ese flaco creativo y curioso que nos marcó un camino por el lado del periodismo, con una serie de notas de su autoría, publicadas en diversos medios gráficos.
“Volveré y seré Cangallo: El porqué de los nombres de las calles”
Curiosa batalla la de las calles de Buenos Aires. En ella cruzan aceros los generales de un mismo ejército, mientras los irreconciliables adversarios de batallas pasadas recorren indiferentes un destino paralelo que muere en el infinito, en Warnes o Rivadavia.
La razón de que tanto paseo y vereda anónima hoy tenga su respectivo nombre tiene sus propios héroes en los que podríamos denominar los primeros adalides del libre comercio. Contra ellos el gobernador Miguel de Salcedo escribió la primera ordenanza recomendando el bautismo de calles que hasta entonces solo respondían a la denominación que el pueblo espontáneamente y a su bien pensar le había adjudicado. Allá por el año 1734, que de esa fecha se trata, las calles mantenían un discreto silencio respecto de sus nombres que colaboraba con la siempre escurridiza actividad del ilegal, a la sazón, cantidad de comerciantes y contrabandistas, enemigos de hecho del monopolio español.
Fue entonces cuando el gobernador encomendó al Cabildo dividir la ciudad en cuarteles y a los cuarteles en calles con sus correspondientes nombres, con el fin de una mejor individualización de sus habitantes y respectivos medios de vida.
Es un muy ilustrativo artículo al respecto publicado en el Boletín del Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, el historiador Alberto Gabriel Piñeiro apunta, basándose en documentación de la época, la poca gana que el Cabildo puso en esta empresa, al punto que, aduciendo falta de presupuesto, no mandó a confeccionar las tablillas con las nuevas denominaciones, sino que encargó al pintor Pedro González hacer lo que a su oficio le era propio, directamente con pincel sobre paredes blancas, recibiendo por pago cuarenta pesos de aquella época, anterior a la convertibilidad.
Aun así la tarea fue cumplida pese a que el Cabildo –institución siempre más sensible al sentimiento popular que el Ejecutivo– durante muchos años se negó a utilizar tales denominaciones, lo mismo que el común, que siguió llamando calle de los Mendocinos a la legalmente intitulada San Pedro (actual Chacabuco–Maipú), calle Nueva a Del Fuerte (25 de Mayo–Balcarce) y así de seguido.
Más tarde, el peso de los hechos, las instituciones y, sobre todo, la necesidad unificaron la denominación y el uso de un acuerdo tácito que, pese a las modificaciones, continúa hasta hoy.
El reparto de los primeros nombres estuvo facilitado por la brevedad el trazado urbano; sin embargo, la ausencia de batallas, héroes y fechas patrias todavía por venir en tan temprano alumbramiento obligó a extremar recursos a las autoridades de entonces. El santoral católico, tan rico y abundante en nombres, brindó un aporte invalorable para el caso, lo mismo que los edificios públicos (el fuerte, el Cabildo) que prestaron los suyos y algunos accidentes geográficos que sin ironía ni intención de protesta señalaban su presencia en calles como De la Zanja, hoy Chile. Vale decir también que al lado de una calle bautizada por la presencia de alguna propiedad de familia patricia –como, por ejemplo la calle que va al solar de Juan Quintero (actual Belgrano)–, lo cual podría hacer notar cierto sesgo aristocrático al asunto, bien podría encontrarse una calle del Solar, de la Higuera o calle del Pino, que equilibraba con valores más permanentes la exaltación de la naturaleza, cualquier tendencia a sobrevalorar la riqueza o el prestigio social.
No ha de creerse por esto que la permanente necesidad de aumentar el catálogo –a nuevas calles, nuevos nombres–, se mantuvo ajena a las pasiones de entonces, produciendo modificaciones drásticas no bien se sucedían los hechos. En 1808, todas las antiguas denominaciones fueros trastocadas en cuanto se disiparon los humos de la primera contienda armada contra el extranjero que tuvo lugar en nuestro suelo. Calles y paseos fueron bautizados en memoria de los héroes de la Reconquista y Defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas, inmortalizando por algún tiempo (vaya paradoja) los nombres de Somavilla, Maderna, Liniers, Yánez, Ocampo, Agüero, Núñez y tantos otros que, con mejor o peor suerte y con el correr del tiempo, mantuvieron el homenaje en otros barrios o simplemente desaparecieron del trazado urbano.
Piñeiro apunta que en 1882 se produjo la segunda gran transformación de la que resultan varios de los nombres que hoy ostentan algunas calles del centro. “Nos vamos retirando ya de un tiempo amado e ilustre, cuyas impresiones deben llegar hasta nuestros últimos nietos, tan vivas como la han sido en nosotros”, escribió el autor anónimo de un trabajo sobre la razón de los nuevos nombres, que el historiador Jorge Ochoa de Eguileor dio a conocer en 1981. Callao, Suipacha, Independencia, Tacuarí, Belgrano, Maipú y Chacabuco, entre otras, encontraron su lugar definitivo cuando todavía muchos héroes de la Independencia caminaban sobre calles que más tarde llevarían sus nombres. Cinco años más tarde, la guerra con el Paraguay aportó su cuota a la nomenclatura con Juncal e Ituzaingó, que le eran propias.
El gobernador y capitán general don Juan Manuel de Rosas, siendo más tarde él mismo y la interpretación de sus actos motivo central de polémico respeto al merecimiento o no del homenaje aquí estudiado, no fue excesivamente prolífico en cuanto a bautizos de calles, aunque se reservó para sí la hasta entonces conocida como De la Biblioteca (Moreno) y denominó Camino del General Quiroga “el que se formará de Buenos Aires a San José de Flores”, que no bien derrocado el Restaurador, fue bautizada Rivadavia, hasta el día de hoy.
Paralelo con el crecimiento de la ciudad y con el devenir de los años, muchos ilustres que bien se habían ganado su segmento de adoquín con nombre propio comenzaron a ser reconocidos más por esto que por sus hazañas, haciendo necesaria entonces la invención de un subgénero historiográfico que, a modo de ayuda memoria, reconstruye, respetuosamente, la gesta patria a partir del nombre de las calles. Las bibliotecas de antes y ahora son pródigas en esta beneficiosa literatura.
No fueron pocas las dificultades que el progreso impuso a la extendida necesidad de llamar a las calles por su nombre. La anexión paulatina de los otrora alejados centros urbanos de Belgrano, Flores y la Boca al distrito federal convirtió a la ciudad en una suerte de laberinto circular donde las San Martín, Belgrano, Almirante Brown, Rivadavia, Moreno y Necochea se repetían en cada uno de ellos.
El antiguo defecto que se le achaca a Buenos Aires de “estar mirando siempre a Europa” fue motivo también de conflicto en la materia. Basta mencionar la preocupación hecha pública en 1893 por el doctor Adolfo Saldías, en la cual se quejaba airadamente por las nuevas nomenclaturas. “¿Puedes imaginarte el tormento a que someteríamos a un residente británico o francés para hacerle pronunciar este nombre de una de las calles proyectadas: Curapalehue? ¿Qué es Curapalehue?”. A propósito de esto, pero en sentido inverso, viene al caso referir también en la queja más contemporánea de Víctor Prizant, inmigrante polaco, confeccionista primero y tendero después, que fruto del ahorro y el trabajo honrado pudo con los años comprar un departamento en la ex avenida Canning, blanco en su momento de la justificada ira de Arturo Jauretche. “Diez años estuve aprendiendo a decir correctamente Canning –decía mi abuelo con indisimulado acento idish– ¿y ahora me lo cambian por Scalabrini Ortiz?”.
Artículo publicado en Página/12, 20 de marzo de 1992