martes, septiembre 10, 2024
Ficciones

Rajá

Gustavo Grazioli/El Furgón – Corté con mi abogado y me puse a llorar de inmediato. Pagar un divorcio que no busqué no es lo que imaginé después de que ese bendito cura en la iglesia favorita de mamá nos declarara marido y mujer. En medio de la crisis, sentado en la puerta del departamento, mientras me secaba las lágrimas, ayudado por la manga de la remera, intenté preguntarme por esa mujer de tez morocha con la que estuvimos totalmente enamorados “¿Qué pasó con la lealtad que nos juramos?”, fue lo primero que se me cruzó por la cabeza y al instante las lágrimas volvieron a hacerse presentes. Con ella hicimos un hijo -Julián- que ahora tiene 12 años y vive conmigo los fines de semana, porque dice que no quiere estar más con su mamá; además del divorcio también se sumaban los trámites por la tenencia.

Julián, por propia elección, empezó a ir al psicólogo para hablar sobre la separación que vivió. Presenció peleas tremendas en la que no parábamos de revolearnos cosas que, muchas veces, pasaban por arriba de su cabeza. Ese departamento escueto de Once, en el que ahora seguimos viviendo los dos, se había convertido en un tablero de TEG sin estrategias. Y recién ahora después de sufrir la ruptura me doy cuenta. Antes, en el medio de las contiendas no media nada: Julián salía a los gritos por el balcón para pedir ayuda, los vecinos llamaban a la policía. La propia enajenación por querer salir victorioso me convertía en el peor. A veces los que se asomaban a ver qué pasaba eran los borrachos que paraban en plaza Once pero solo les salía arengar por más. Aunque estuviesen viendo a un nene llorando desconsoladamente y a mi mujer conmigo matándose detrás, alzaban el vino y pedían otro round. Un trecho de Avenida Rivadavia parecía a la espera de ver “sangre”, o al menos eso se escuchaba desde la calle.

Tuve que empezar a ir a terapia con mi hijo por orden de la psicóloga. Esos meses no la pasé nada bien, pensé que estaba siendo conejillo de india de una mina recién recibida que puso la obra social. Pero después me di cuenta que ella sufría a la par nuestra, mientras escuchaba y anotaba cada cosa que le iba contando de aquellos episodios violentos que habíamos pasado con mi mujer. Julián, de sólo escuchar, lloraba y me hacía la misma pregunta: “¿Cuándo vamos a volver a ser una familia?”. En ninguna de todas las veces pude contestarle nada. Su madre para lo único llamaba era para meterme presión con la plata del divorcio, además ya había formado pareja otra vez con un tipo de guita y eso directamente la puso en un extremo hermetismo contra mí. Cualquier dialogo que intentaba fracasaba al instante. Apenas si podía decirle “hola” que del otro lado del teléfono se escuchaba “divorcio”. Se quería casar otra vez y eso Julián lo sabía, pero para dejarme tranquilo me decía: “Mamá lo va a exprimir a este tipo, pa. Nada más”.

Durante el día tenía que atender un kiosco en el que me pagaban poco. A mí jefe lo había advertido de esta mala situación económica a la que me estaba sometiendo y traté de hablar en varias oportunidades sobre un aumento, pero su contestación siempre era la misma: “Más adelante lo vemos”. El colegio de Julián, según el cuaderno de comunicados, iba a subir un 20 por ciento en dos meses, el departamento un 15 por ciento y después pagar ese bendito divorcio.

Uno de mis compañeros -Karate kid le decimos porque cuando se pelea revolea patadas para todos lados- , era el único que sabía toda la situación. Una tarde, a la salida del trabajo, me invitó a tomar cerveza y fuimos a un bar donde atienden chicas semidesnudas. Sé que eso fue un primer plan para tratar de levantarme el autoestima pero estaba tan deprimido que ni la mejor modelo me movilizaba. Cuando nos trajeron los chops fríos, con la espuma de cerveza peinada para no volcarse, lo primero que me salió, casi sin mediar palabra, fue darle un sorbo hasta la mitad y mientras tragaba, mi compañero se acercó poniéndose por encima de la mesa para decirme que tenía un trabajo que iba a sacarme todos los problemas. Lo miré con una sonrisa sin entender de qué me estaba hablando y seguí tomando.

-No te estoy mintiendo. Si me haces caso y haces lo que te digo te salvas- dijo, mirándome serio.

-¿De que estas hablando?

-En la esquina de casa viven unos jubilados que cobran pensiones bien gordas. Y eso lo sé porque el que las paga en el banco es amigo mío. Hace rato que vengo pensando en caerle a los viejos, pero cuando te vi así decidí que tenía que pasarte el negocio. Sólo te voy a pedir que me dejes el 30 por ciento de lo que sacas.

Terminé la cerveza, mi cara se había transformado en la de un asesino de cine clase B. No le pegué porque fue el único de los mierdas que hay en mi trabajo que intentó ver qué me pasaba. Solamente lo agarré fuerte de un brazo y con los ojos clavados en los suyos lo mandé al carajo.

-¡¿Qué clase de hijo de puta sos para que se te ocurra robarle a un jubilado?!- me salió lo peor una vez más. Estaba entrando en una ceguera violenta como cuando discutíamos con la mamá de Julián.

-No es para tanto. Sólo te hablé de robarlos, no de lastimarlos- contestó como si nada.

-No contés conmigo para eso, prefiero seguir con mi vida miserable. Eso sí, me entero que lo haces vos, te busco por donde sea y te hago mierda.

Nos quedamos en silencio, sin mirarnos, escuchando la música que sonaba en el bar. Las chicas con orejas de conejo, medias de lycra brillosas y ropa de encaje, iban y venían con los pedidos de todos esos hombres que lucían el porte de señores prolijos pero que ahí eran los mejores quinceañeros. A uno de los que estaba en una mesa lo terminaron sacando dos patovicas por tocarle el culo a una de las chicas cuando estaba pasando con una jarra de cerveza. Le dieron dos o tres cachetazos y lo tiraron a la vereda.

Mi compañero pagó la cuenta y se fue sin saludarme.

Al otro día en el kiosco me tocó cubrir el turno de la mañana, que justo coincidió con el de mi compañero. Nos la pasamos mirándonos mal, como esperando una señal o un pie para arrancar a las piñas. Sabía que no se iba a disculpar. Ocho horas metidos en un caldo de cultivo, donde el aire se había espesado y lo único que se escuchaba eran soplidos de fastidio cuando alguno de los dos tardaba mucho en cobrarle a algún cliente. Me puse a acomodar los sándwiches porque faltaba poco para el mediodía y los oficinistas vienen hambrientos, con sed de sol y charla. Algunos son de comer en la puerta buscando ese rayo que se escabulle por entre medio de los edificios y otros directamente se quedan adentro del local porque saben que suelo poner rock en mis turnos. Mientras atendía la cola larga que se había formado en menos de media hora, vi a mi compañero agarrar sus cosas e irse. Las manos, de tanto contar plata, se me habían puesto callosas pero logré controlar a todos los clientes; ninguno se fue a otro lugar. Los billetes de cien desbordaban la caja. En el medio de todas las voces hablando juntas aparecía, de vez en cuando, la de Spinetta que estaba sonando por los parlantes chiquitos que colgaban arriba de una las heladeras.

Sonó el celular. Atendí. Del otro lado una voz que parecía percudida por el cigarrillo me preguntaba si era el padre de Julián.

-Sí- contesté cortante- ¿Quién habla?- pregunté enseguida con tono molesto.

-Soy la directora del colegio de Julián. Queríamos informarle que si no paga la cuota antes de fin de mes, su hijo va a perder la condición de alumno regular y se va a tener que ir del establecimiento.

Tapé el teléfono y largué una puteada que alertó a todos los que estaban en el local. Respiré profundo.

-Está bien, le pido que me aguante por favor. No quiero que mi hijo se vaya de ahí, tiene a todos sus amigos de la primaria. Deme unos días nomas- dije, cayendo en una súplica.

Intenté comunicarme con la mamá de Julián. Ni bien atendió me empezó a putear, traté de explicarle que nuestro hijo iba a perder su escuela de toda la vida si no pagábamos la cuota. Le pedí que dilatáramos el divorcio pero ni bien escuchó eso, cortó. Quedé en cuclillas en una de las calles angostas de microcentro, cubriéndome la cara con las dos manos. Tuve que volver al kiosco, sentía que los ojos estaban hinchados pero disimulé con la cabeza agacha y me puse a etiquetar algunos productos. El local se había comenzado a vaciar. Mientras limpiaba los restos que dejaron los oficinistas en las mesas, mi compañero me tocó la espalda. Se quedó parado mirándome fijo por unos segundos, pensé que me iba a pegar, y de la mochila sacó tres sobres color madera llenos de billetes. Me los dio. “Ni loco agarro eso”, le dije, pensando que finalmente había ido por los jubilados. “Agarrá, no seas bobo”, insistió, poniendo los sobres en mis manos y enseguida explicó que ahí había mucha más plata que la que puede ganar un jubilado.

-Ahí está tu aumento y más- dijo sonriente, mostrándome que en su mochila había más sobres como los que me dio a mí- Eso sí, renuncia hoy mismo, agarra a Julián y rajá. Ya tengo pasajes a Uruguay, allá está mi vieja- y ni bien terminó de decirme eso, estrechó su mano con la mía.

Lo quedé mirando un instante y nos abrazamos.