Fatiga
Antonio Pohns/El Furgón – La puerta negra de hierro queda atrás. La vereda está contagiada de tarde calurosa. Espásticamente prosigo, en el instante mismo, prosigo. Aumento la velocidad de los pasos. Levanto la vista en dirección al este. Nubes blancas, casi anaranjadas, casi negras, flamean sobre las casas. Cruzo el puente: recuerdo las ranas de la otra noche. El aire se torna más pesado, y para mi desgracia pasa una Ford modelo ochenta, que me envuelve en su veneno combustible… las cosas enfermas pasan.
Es un hecho, cuando estoy cansado, la alucinación es más frecuente y sustancial en mi cabeza. Pareciera que mágicamente brotan de la punta de mis dedos todas aquellas cosas, que quizá, imprudentemente estuve cavilando una y otra vez mientras el estómago se me revolvía por el hambre y los jugos gástricos. Irracionalmente, estas oraciones tan largas son el resultado mismo de haberme encontrado muy feo esta mañana. La cosa es que no soy lindo, pero esta mañana me sentí horrible, y eso es demasiado para una persona tan intolerable como yo, que siempre está buscando una mancha en las sábanas, que aguarda expectante la lluvia, con los ojos puestos en el polvo que anda todavía por el aire y que aún no ensució los muebles, y que por lo tanto, si no lo veo, si no lo huelo, y más aún, si no se posa sobre los muebles, podría hasta decir que es la cosa más pura del universo, pero no, es su destino ponerme de mal humor, en el límite mismo de la discordia.
Estoy enfermo.
Después de este necesario y voluptuoso desahogo, vuelvo a lo que me motivó a comenzar con estas líneas, ello es la fatiga y, dicho sea de paso, el cansancio lentamente está volviendo… Un pragmático filo recorre mi frente iluminada. Es un sonido atrapante el dolor de huesos cuando quieres salir a jugar después de la merienda, pero claro, no se puede.
A lo lejos distingo el colectivo con sus luces encendidas ya… es rápida la noche esta vez. Sigo enfermo.
Como siempre subo sin mirar a los pasajeros. Tal vez por el temor de encontrarme a Poe en uno de los asientos con una hoja de papel metida en la boca. Me siento en uno de ellos, inflexible como un ruido que golpea el interior de una gran catedral.
Pregonan los neumáticos al tomar la primera curva.
Quisiera estar descalzo, pero ahora no se puede, es otra más de las muchas imposibilidades que me altera. Apoyo la cabeza en la ventanilla. Ya es un ritual… se siente más el corazón de la avenida.
Imprudentemente cierro los ojos como para escapar del desamparo, pero es inútil, es inútil intentarlo, todo tiende a la milésima a romperse, a volverse un cráneo volátil y suspendido. Un golpe me despierta. El hospital se alza delante. Es un divertido mausoleo.
Todos parecen girar sin sentido por las calles. Quisiera saber qué tan real es lo que veo; qué tan real es lo que ellos -afuera y ahora, en el preciso instante en el que yo parpadeo y le doy pequeños golpecitos a la ventanilla con la cabeza descolgada- miran estúpidamente. “La humanidad es un ideal”, dijo Oliveira. Lo sé, pero no me lo digas.
Entre miradas perdidas del cansancio, del amor, de las alucinaciones de un rascacielos, del olor a garrapiñada mezclándose con un perfume de mil mangos, logro –desafortunadamente luego me curé, así que no sé qué pasó después- distinguir a Don Alonso Quijano que se toma un helado, sentado, en la entrada de un abandonado edificio… lo pierdo de vista.