miércoles, noviembre 6, 2024
Ficciones

Subte

Paranoid/El Furgón* – Allí debajo el tiempo es distinto, me siento dentro de un reloj de arena que tiene impedido el paso de un lado a otro. Es un mar de gente. Me gusta imaginarme arrastrado por una corriente e incluso pienso en el agua con el mismo anhelo que un náufrago en el océano debe recordar tierra firme.

Me acomodo en una punta del vagón que va repleto y el subte arranca. Quedo estático frente a la ventana, pienso en las diferencias entre ir bajo tierra o en un tren convencional. Me despersonalizo al ver el mismo paisaje como una repetición de paredes grises generando magnetismo en mi mirada y dejándola ahí, en mi reflejo. Sin embargo no veo dentro de mi persona sino dentro de ciertas ideas que tengo de ella,  algunas me sorprenden ya que no las tengo tan latentes como cuando se manifiestan aquí abajo.

Las paredes del túnel chorreando agua me dan la impresión de ser irreales y entonces los recuerdos que tengo también lo son, es una transposición de imágenes de distintas vivencias que se mezcla indefinidamente en un estático collage mental parecido a la imagen en movimiento aparentemente quieta frente a mí, enmarcada por la ventana que me absorbe.

Como los problemas del trabajo son los primeros en llegar, son los primeros en irse; pero se mantienen de trasfondo coloreando el resto de las imágenes de un gris más profundo que el de las paredes. Luego viene ella a danzar un poco alrededor de la figura de mi persona reflejada en  la ventana, y detrás veo un horizonte que es lejano y difuso.

La voz aguda de un niño me distrae en la primera estación. Solicita la atención de los pasajeros anunciando un espectáculo que no genera mayor interés. Saca de su bolsillo tres bolas y comienza a hacer malabares, se cierran las puertas y ya estamos en movimiento pero él no se detiene. Es curioso ver lo aferradas que están las personas a los barrotes del tren y el contraste que eso genera con el niño aparentemente poco ocupado en lograr que las pelotitas realicen piruetas en el aire. Su mirada no está allí sino dentro suyo, tira las pelotitas hacia arriba y la silueta que marcan en el aire no es siempre la misma. Pareciera haber cada vez más fuerza en sus movimientos. Ahora están golpeando el techo, al principio lo rozan pero luego lo chocan haciendo un ruido fuerte que llama la atención de la gente.

Lo miran con el asombro que tendrían de niños, oculto tras un velo de disgusto. No pueden ocultar la atracción que les generan los malabares como así tampoco la repulsión que sienten ante el muchacho por sentirse culpables y no tener muy en claro el crimen.

Detrás del niño, una mujer que también lo mira encuentra su mirada conmigo. Como es natural, vuelve a esconder su mirada en el niño y ahora me mira de reojo, buscando complicidad en la aversión que siente por el muchacho. Yo sé que esa aversión la llevaría a no mirarlo, y que esta es una excepción originada en aquella asombrosa habilidad con las pelotas. Sé que esto la irrita y que su muy sutil gesto de desaprobación y desagrado es producto de ello.

Ahora las pelotas en movimiento se convierten en mis pensamientos que han salido del marco de la ventana y se me presentan haciendo equilibrio en el aire y chocando contra el techo del subte. Van y vienen, se pasan muy cerca entre ellos pero por poco no se tocan; veo a la mujer que danzaba alrededor de mi reflejo en la ventana llenarse de emoción ante el vértigo de volar  y no chocar con otras pelotas. Yo mismo soy una pelota y me veo observándola a ella como si fuese otra, no la llego a chocar pero sin embargo no es ella quien golpea en el techo sino yo. Tengo celos al verla caer abrigada en las manos del niño pero luego siento placer al llegar mi turno.

El subte sigue cada vez más rápido y ahora la luz tiene intermitencias y el espectáculo es otro, siento mucho vértigo y por más que no deje de mirar las pelotitas en el aire ya no puedo verlas.

El niño se sigue viendo a sí mismo, no les presta atención a las pelotitas y termina sin ver nada en concreto, lo que hace no lo emociona y pareciera estar cargando con un grillete en su pierna. Lo imagino haciendo malabares con bolas de cincuenta kilos sin la posibilidad de expresar su cansancio, la misma energía renovada de mi salida del trabajo está latente en sus brazos, pero por motivos opuestos. Si se detiene a pensar esto, se rinde; y rendirse significa mucho cuando no se tiene nada.

Termina los malabares, sin pedir aplausos recibe algunos, tímidos y aislados;  alguna moneda y luego va al siguiente vagón sin siquiera detenerse un momento.

Continúo mi viaje igual que siempre, convencido de que tampoco quisiera rendirme, aunque cada tanto me sigo deteniendo a observarme.

Foto: Kaloian Santos Cabrera