La vida, Allende, la muerte
“Cuando uno se enfrenta al odio acepta irremediablemente una nítida,
aunque absurda, razón de sobrevivir”.
Fernando Alegría – El paso de los gansos.
Por Jorge Montero/El Furgón –
“Nosotros arrendábamos un departamento en la calle Los Grillos, cuando vino el golpe. El 11 de septiembre de 1973, como todos los días salí a trabajar al diario Última Hora. La radio estaba informando del levantamiento de la Marina en Valparaíso”, cuenta el periodista y militante del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionario), Manuel Cabieses Donoso. A esa hora uno podía suponer que pudiera tratarse de otra intentona como el “tancazo” del mes de junio.
En el trayecto a la sede del diario “lo único raro que vi fue un carabinero que caminaba apurado con el revólver de servicio en la mano”. En un quiosco de diarios de la calle Tenderini, Cabieses, vio expuesta la revista Punto Final, de la que era director, correspondiente a ese martes. La portada hacía un llamado: “Soldado: la Patria es la clase trabajadora”.
Aún no había desplazamientos de fuerzas militares en el centro de la ciudad. A medida que llegaban al diario, los periodistas, tras un rápido intercambio, se ponían a trabajar con la intención de sacar una edición urgente llamando a defender al gobierno de la Unidad Popular. “Escuchamos en la radio el primer mensaje al país del presidente Allende desde La Moneda, comenzamos a contactar por teléfono nuestras fuentes de información; era un caos de noticias contradictorias. Ninguna fuente tenía información dura, completa. Y empezamos a organizar el trabajo”.
El golpe, bien planificado, fue una sorpresa. “El domingo anterior Flora y yo -cuenta Cabieses– habíamos ido al cine Las Lilas con Héctor Sánchez, funcionario de la embajada cubana, y su esposa, Gina Pita, de quienes éramos muy amigos. La función empezaba con publicidad y un noticiario de Chile Films. Aparecían unas imágenes de Allende, y el público del cine silbó y gritó contra el presidente. Nos fuimos comentando eso, diciéndonos que era gente del barrio alto de Santiago, en su mayoría opositora al gobierno. Ni nosotros, ni los amigos cubanos suponíamos que menos de 48 horas después se descargaría el golpe”.
Mientras la Flora estaba en su puesto de enfermera en el policlínico Maruri del Servicio Nacional de Salud, donde era fuerte la presencia de militantes de izquierda con algún grado de preparación para atender heridos en el golpe que todos veían venir, pero sin saber cuándo ni cómo; Manuel tenía como tarea principal el movimiento de masas. Era consejero regional del Colegio de Periodistas, presidente del sindicato de trabajadores del diario Última Hora y vicepresidente del Cordón Industrial Santiago Centro. “El Cordón comenzaba a funcionar muy bien, con mucha participación de trabajadores de todo el espectro de lugares de trabajo ubicados en el centro de la capital: bancarios, periodistas, gastronómicos, empleados de comercio, etc.”
Última Hora, a un costado del Teatro Municipal, estaba a unas seis cuadras de La Moneda. El desarrollo del golpe se fue acelerando en el curso de la mañana. Por la cadena de radios se dio a conocer una proclama de los golpistas y sus primeros bandos con amenazas e instrucciones a la población. “Última Hora tenía una terraza desde la cual vimos el bombardeo de La Moneda. Algo inimaginable para un chileno de mi época”, recuerda Cabieses. ¡La Moneda bombardeada por aviones de la FACh! “Creo que ese es el símbolo del tajo brutal que se propinaba a la historia del país y al desarrollo de su maduración democrática”. De allí en adelante no hubo límites al salvajismo de las Fuerzas Armadas y Carabineros.
“El país que habíamos conocido, había dejado de existir. Ya sabíamos que la Imprenta Horizonte, donde se imprimía el diario, había sido ocupada por militares. Ya no había posibilidades de sacar Última Hora. Escuchamos el último–y sobrecogedor– mensaje del presidente Allende. Su intención de morir en La Moneda era clara. En el diario acordamos retirarnos, nos despedimos sin saber si volveríamos a vernos. No sé cómo llegué a mi casa… no lo recuerdo”.
Desde el puesto de comando del golpe, en Peñalolén, se multiplica el intercambio de mensajes entre el general Pinochet y los oficiales encargados de las operaciones. El vicealmirante Patricio Carvajal informa, equivocadamente, que desde La Moneda hay anuncios de conversaciones y de rendición de Allende.
–Pinochet: “Entonces hay que estar listo para actuar sobre él. Más vale matar la perra y se acaba la leva, viejo”.
–Carvajal: “(…) o sea que se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país”.
–Pinochet: “Se mantiene el ofrecimiento… pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando”.
–Carvajal: “Conforme, je, je… conforme”.
Otro de los mensajes hace referencia a la revista Punto Final:
-Puesto Uno: “Correcto… De parte del Comandante en Jefe, además de las medidas que existen sobre radio y televisión, eh, no se aceptan, repito, ninguna publicación de prensa de ninguna especie. Y aquella que llegara a salir, además de ser requisada, motivará la destrucción de las instalaciones en las que fue editada. Cambio… Eh, justamente el personal que trabaja allá en Punto Final, todo el mundo ahí debe ser detenido. Cambio”.
“En mi casa estaban mis hijos y sus primas Alejandra y Marcela: los habían devuelto de sus colegios –continúa relatando Manuel Cabieses–. Les ordené irse a casa de mi cuñada Eliana. Flora se quedó en los consultorios donde trabajaba. Solo entonces me di cuenta que no sabía dónde ir a esconderme. En el MIR nos habían instruido de contar con una ‘casa de seguridad’ donde refugiarnos si ocurría el golpe. Pero yo no había hecho caso”.
Afortunadamente lo ubicó telefónicamente un cuñado, Hugo Martínez, para que fuera a su casa. Él vivía en la zona de Tomás Moro, donde estaba la residencia presidencial, que también había sido bombardeada. “Eso estaba a veinticinco cuadras de mi casa. Era una zona de clase media alta, acomodada. Me fui caminando, no tenía otra forma. Fui testigo de algo que me causó profundo impacto: presencié la alegría que reinaba en ese sector de la ciudad. La gente brindando con champaña en los jardines de sus casas, las radios a todo volumen transmitiendo marchas militares y bandos de los golpistas, las parrillas asando carne. Yo era un pájaro raro, triste, tratando de pasar desapercibido en medio de ese jolgorio”.
La Flora estuvo dos días en el policlínico donde habían preparado un hospital de campaña. “No sabíamos nada el uno del otro”. Finalmente, en una ambulancia, repartieron al personal. “Y mi cuñado Hugo le llevó noticias mías y mi argolla de matrimonio: le pedí que se la entregara por si me pasaba algo. Mi nombre aparecía en uno de los bandos de personas de izquierda que la Junta Militar llamaba a presentarse voluntariamente a las nuevas autoridades del país. Por supuesto, yo no estaba dispuesto a caer en la trampa”.
“Tomé contacto telefónico con Pepe Carrasco –cuenta Cabieses– que me ofreció un nuevo refugio y quedamos en encontrarnos en un lugar cercano a la casa de mi cuñado”. ‘Pepone’ llegó con otro compañero, el argentino Patricio Biedma, que en julio de 1976 fue secuestrado y desaparecido en Buenos Aires.
Periodistas, al fin y al cabo, decidieron ir a ver cómo había quedado La Moneda bombardeada. “A la altura de la calle Huérfanos, carabineros con fusiles estaban allanando los autos, era imposible retroceder y salir de allí. Nos hicieron bajar y alguien me reconoció y avisó a los pacos. Nos llevaron a una comisaría cercana. A Carrasco y a Biedma los dejaron ir y a mí me dejaron detenido porque aparecía en aquel bando de la Junta Militar”. En la comisaría estaban muy felices porque hasta entonces no habían hecho ninguna captura notable.
Otro prisionero, el escritor Luis Sepúlveda cuenta: “Una tarde, a fines de octubre de 1973, el general de brigada Washington Carrasco Fernández visitó las salas de tortura del regimiento Tucapel, en Temuco. Yo era uno de los cinco hombres que colgábamos atados por las muñecas, como reses, a los que el general inspeccionó con ojo crítico. Vestía uniforme de campaña y una pistola de reglamento colgaba de su cintura. De pronto, avanzó hacia nosotros y a cada uno propinó un leve empujón que nos hizo oscilar como péndulos. Enseguida consultó si necesitábamos algo. Uno de los colgados –podría jurar que fue el periodista Manuel Cabieses– le respondió: ¿podría acercarnos el suelo a los pies? Cuando, en 1982, el general Washington Carrasco Fernández fue nombrado ministro de Defensa de la dictadura, reconoció que, tal vez, posiblemente, aunque no se ha probado, durante los primeros meses posteriores al golpe de Estado se podrían haber cometido algunos excesos”.