Redes sociales: ¿De quién es la privacidad?
Por Julián Scher/El Furgón –
Una pregunta: ¿Hasta qué punto alguien realmente nació si no circula una foto suya por las redes sociales digitales?
Otra pregunta: ¿Hasta qué punto alguien se vuelve madre, padre, tutor/a o encargado/a si no publica una foto de su hija o hijo en la escena 2.0?
“Las redes han dejado de ser objetos para convertirse en entornos, donde estamos con los otros: no usamos las redes sino que vivimos en ellas”, escribieron Pablo Boczkowski y Eugenia Mitchelstein, dos especialistas en la materia, en un artículo titulado –justamente– “Vivir en las redes”. Con la privacidad transformada en moneda de cambio para participar de un fenómeno que emerge avasallante, queda girando, entre tantas cosas que quedan girando, la discusión sobre los derechos, las necesidades y los deseos que empujan la exposición de fotos y de videos de menores en el mundo de las pantallas.
Tres de cada cuatro menores de dos años tiene fotos online. Lo contó la periodista Carmen Pérez-Lanzac en el diario español El País a partir de un estudio que dio a conocer la empresa de seguridad en Internet AVG. Pérez-Lanzac cita a su vez a la abogada Stacey Steinberg, quien publicó en 2016 el informe “Sharenting, la privacidad de los niños en la era de las redes sociales”: “Los padres son los veladores de la información personal de sus hijos y los narradores de la vida de estos”. Si las emociones que desatan la maternidad y la paternidad asoman como las razones principales para explicar esto que sucede, la legitimidad de las acciones parentales se sostiene básicamente en un supuesto poco debatido y casi nada argumentado: el amor de los progenitores es la mejor garantía para cuidar el futuro de les niñes.
La contracara de la moneda es la vulneración del derecho a la privacidad que le asiste a todo ser humano, tenga la edad que tenga. ¿O acaso, en lo que respecta a este tema, ser menor de dos años es no ser sujeto de derecho? ¿O será que el hecho de que no puedan dar su consentimiento sobre la publicación de fotos y de videos los ubica como rehenes de los deseos de les mayores? ¿O, peor aún, será que su privacidad es un ítem más en el listado de propiedades de los padres y de las madres? ¿O, peor todavía, será que la cultura de exhibir permanentemente la vida privada va quebrando cualquier clase de límite?
Bastante tiempo antes de la irrupción de WhatsApp, de Facebook y de Instagram y de que la catarata de imágenes de bebés invadiera los celulares, el sociólogo francés Pierre Bourdieu indagó en la foto –la de cualquier aficionado, no la del imprescindible fotoperiodismo– como un elemento para comprender mucho más de los comportamientos colectivos que de las expresiones personales: “Resulta que nada tiene más reglas y convenciones que la práctica fotográfica y las fotografías de aficionados: las ocasiones de fotografiar, así como los objetos, los lugares y los personajes fotografiados o la composición misma de las imágenes, todo parece obedecer a cánones implícitos que se imponen de forma general”. Click acá y click allá, del resto parecen ocuparse la necesidad de pertenecer a una dinámica de socialización cada vez más envolvente y la internalización de modos de pensar y de hacer que condicionan la ficción –muy instalada en el sentido común, por cierto- de que cada cual piensa y hace desde su individualidad –como si no hubiera, diría Bourdieu, estructuras que delimitaran el universo de lo posible y de lo deseable-.
La publicista Laura Baena desliza en la crónica de Pérez-Lanzac un interrogante: “¿Subimos las imágenes porque nos tocan la parte emocional o realmente estamos mercantilizando a los niños?”. Nada impide pensar que haya un poco de ambas o que, incluso, las emociones se hayan tornado mercancías en una industria cuya materia prima fundamental es la múltiple información de la vida privada entregada voluntariamente por quienes forman parte de las redes. La súbita y masiva aparición de la FaceApp sólo vendría a agregarle argumentos a esta hipótesis.
¿El creciente proceso de mercantilización de las relaciones entre las personas es, por lo tanto, una novedad ligada a lo que tantas y tantos llaman “revolución tecnológica”? No da esa sensación. Ya en la segunda mitad del siglo XIX, Karl Marx ensayó una posible respuesta sin imaginar que su descripción de la lógica social del trabajo que produce las mercancías –trabajos privados ejercidos independientemente los unos de los otros– se iba a parecer bastante, en los albores del siglo XXI, a la lógica social por la cual mucha gente se entera de la vida de mucha otra gente: “Los trabajos privados no alcanzan realidad como partes del trabajo social en su conjunto, sino por medio de las relaciones que el intercambio establece entre los productos del trabajo y, a través de los mismos, entre los productores”. Dicho de otro modo, cada cual genera productos de su propia vida, los comparte en una plataforma que funciona como mercado y los intercambia por los productos de la vida de otres que se encuentran en el mismo circuito.
En un escenario hasta hace no tanto inexistente, los Estados, como avisa Pérez-Lanzac, comienzan a intervenir a través de regulaciones y de sentencias judiciales. Pero la discusión sobre el vínculo entre la privacidad, les menores y las redes sociales digitales no debe quedar atrapada en el marco del derecho: lo legal puede o no ser justo y no es suficiente para desentrañar el rumbo de la condición humana en cada momento de la historia. Entender qué significa parir, nacer, vivir y morir obliga siempre a pronunciar la palabra ideología. Aunque las fotos, bastante a menudo, no retraten a la ideología con una sonrisa.
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