miércoles, septiembre 18, 2024
Cultura

Ecce Homo Leonardo, 500 años atrás

“El pintor es dueño de todas las cosas que el hombre puede pensar… Lo que en el universo existe

                     por esencia, presencia o imaginación, él lo tiene antes en su mente y en sus manos luego”.

Leonardo da Vinci

 Por Jorge Montero/El Furgón –

Un destino cruel aguardaba a “La última cena”. Leonardo comenzó el fresco que decora el refectorio de Santa María de las Gracias en 1495, a pedido de Ludovico el Moro. En la pared opuesta, Donato di Montarfano acababa de completar una Crucifixión. Según la plegaria que se recitara o la fecha del calendario litúrgico, los comensales mirarían una u otra pieza. Ludovico ya había ascendido de pleno derecho al ducado de Milán y el monasterio, que había ordenado reformar y embellecer, era para él una obra muy especial: un espléndido mausoleo para la dinastía Sforza.

En la primavera de 1498 la pintura estaba seguramente terminada. Leonardo había trabajado en ella con grandísimo cuidado y mucha lentitud. Muchas anécdotas dan fe de la impasibilidad del pintor y de la impaciencia de sus protectores.

Leonardo da Vinci, autorretrato

“Llegaba bastante temprano -cuenta el novicio Mateo Bandello-, se subía al andamio y se ponía a trabajar. A veces permanecía sin soltar el pincel desde el alba hasta la caída de la tarde, pintando sin cesar y olvidándose de comer y beber. Otras veces no tocaba el pincel durante dos, tres o cuatro días, pero se pasaba varias horas delante de la obra, con los brazos cruzados, examinando y sopesando en silencio las figuras. También recuerdo que en cierta ocasión, a mediodía, cuando el sol estaba en su cenit, abandonó con premura la Corte Vecchia, donde estaba trabajando en su soberbio caballo de arcilla y, sin cuidarse de buscar la sombra, vino directamente al refectorio de Santa María, se encaramó al andamio, cogió el pincel, dio una o dos pinceladas y se fue”.

Con este ritmo, no es de extrañar la demora en concretar su pintura. El prior de Santa Maria delle Grazie estaba harto de tener su refectorio en obras y se quejó amargamente al duque de Milán. Ludovico Sforza comunicó el apremio a Leonardo, y este le explicó que no acababa de encontrar un rostro para Judas. “Acudo al Borghetto, donde habita la más baja e innoble ralea, gentes, muchas de ellas sumamente depravadas y perversas, con la esperanza de encontrar un rostro para tan maligno personaje”. Y apostilló con ironía: “Si finalmente resultara que no lograra encontrar a nadie, tendré que recurrir al rostro del reverendo padre prior”. Nunca se ha probado, sin embargo, que Leonardo cumpliera su jovial amenaza.

La última cena en el refactorio

El perfeccionismo del artista no era, seguramente, el único obstáculo. Al mismo tiempo que pintaba la Cena, Leonardo decoraba unas estancias del Castello Sforzesco, las habitaciones de la esposa del Moro, Beatrice. La presión resultó enorme y, cosa rara en él, explotó. “Hoy el pintor que está decorando los camerini protagonizó un pequeño escándalo y se ha ido”, escribió un secretario del duque. Más tarde un irritado Leonardo mandó una misiva a Ludovico donde se quejaba de que “el hecho de tener que ganarme la vida, me obliga a dedicarme a tareas de menor importancia, en lugar de proseguir con la obra que vuestra Señoría me ha encomendado”.

El ritmo de trabajo de Leonardo, con sus pausas, reiniciaciones y reformas, no se adapta a las técnicas del fresco. Da Vinci utiliza mezclas de óleo y barniz, fácilmente corrompibles. Ya en 1507, el capellán Antonio de Beatis se lamenta de las alteraciones sufridas por la obra, y hacia la mitad del siglo, “Il Cenacolo” parecía condenada a la ruina. En 1652, pese a la fama de “imagen milagrosa” que tenía, se clavaron estandartes imperiales sobre ella. Y en 1796 las tropas napoleónicas utilizaron el refectorio como establo y almacén, deteriorando aún más si cabe el fresco. Frecuente y pésimamente restaurada, a comienzos del siglo XIX no conservaba más que la sombra de su primitivo esplendor. “… esa fragilidad inherente y autoinfligida que parece formar parte de su propia magia”, como escribe el autor británico Charles Nicholl.

Pinin Brambilla, restauradora

Cuando en 1977 se acometió la postrera restauración, los expertos se encontraron con heridas de los bombardeos de la guerra mundial sobre el muro. En el verano de 1943 una bomba de dos mil kilos dejó por primera y única vez en quinientos años la pintura a la intemperie, y eso se cobró un alto precio en su conservación. Los trabajos para curar esos daños se prolongaron por dos décadas, dando tiempo a la restauradora Pinin Brambilla Barcilon a obtener un resultado excepcional. No sólo limpió el muro de la Cena, sino que rescató elementos oscurecidos por los siglos.

“Leonardo es un niño atemporal, de enorme inventiva, en la búsqueda perenne de la perfección. Es un hijo difícil que me preocupa, me pregunto si estará agradecido… No sé si le gusta tener en mis manos sus obras (…) Necesitamos conocerlo, poder entrar en su mente, tan inquieto y misteriosamente ambiguo”, sostuvo la experta.

“La última Cena”,. paralelo con “Viridiana”, el filme de Luis Buñuel

De repente, en 1977, se presentó una Última cena ‘nueva’, con particularidades nunca tenidas antes en cuenta por los expertos, como por ejemplo la mano ‘fuera de lugar’ de Pedro. ¿Por qué oculta una daga a su espalda, lanzándose amenazador sobre el cuello de Juan? ¿Cuál es el significado profundo de la escena?

Es probable que Leonardo superara la censura de los dominicos, argumentando que la daga anunciaba el arrebato que Pedro tendría en el Monte de los Olivos, durante el prendimiento de Jesús que siguió a la cena. Sin embargo, más parece un pobre argumento. Leonardo, sospechoso de herejía en su época, que “llegó a tener -según escribió en 1550 el historiador y artista Giorgio Vasari – unas concepciones tan heréticas que no se aproximaba a ninguna religión, pues tenía en mucha más estima el ser filósofo que cristiano”, bien pudo haber querido reflejar algo más. Tal vez la lucha que en sus días se libraba entre los seguidores de Pedro -la Iglesia de Roma- y los de Juan -la Iglesia libre, que llevaba siglos predicando herejías como la cátara-.

“La última cena”, detalle de Jesús y la ventana

El artista trabaja arduamente los más mínimos detalles del proyecto. Se conservan dibujos de las cabezas de los apóstoles, impactantes estudios fisionómicos en busca de la expresión de sorpresa, asombro o pesadumbre. Ensaya diversas posturas para las manos de Jesús e incluso planifica detalles tan nimios como las mangas de las túnicas. En su Cena, Leonardo representa el momento dramático en el que el Cristo anuncia la terrible profecía: “Uno de vosotros me traicionará”. Desde el centro hacia los extremos de la mesa, parecen propagarse entre los apóstoles ondas de sorpresa y de protesta. Solos, aislados porque saben, Jesús y Judas son ajenos a este ardor emocional. En la pintura, Judas no gesticula ni pregunta, se aparta, inclinado, limitándose a inquirir con la mirada algún indicio de sospecha sobre él.

Pero el último escollo para el artista, antes de la concreción de Il Cenacolo, parece infranqueable: un rostro para Judas Iscariote. Meses buscando, hasta que le llegan noticias de un hombre que, preso en una cárcel de Roma y sentenciado a muerte por robar y asesinar a un ciudadano, tiene esos rasgos duros y fríos, precisos, del traidor. Leonardo tramita un permiso para trasladar el criminal a Milán. Durante meses lo pinta detalladamente.

Finalizada su obra, lo devuelve a los guardias que lo conducirán a prisión. Mientras corre hacia Leonardo, en el postrero momento, el reo grita: “¡Mírame! ¿No reconoces quién soy?”. El artista lo mira sorprendido: “Nunca te había visto en mi vida, la primera vez fue aquel día cuando estabas preso en el calabozo romano”. El hombre suplicante, llorando, pidiendo perdón a Dios, susurra: “Maestro, yo soy aquel muchacho que usted escogió, hace tiempo atrás, para representar a Jesús en este mismo cuadro”.

Boceto de la cabeza de Judas

 “La última cena” es la obra más oscura del mundo. El fresco tiene la extraordinaria habilidad de retratar la naturaleza del hombre, pero Leonardo utiliza una técnica destinada a desaparecer y esto hace que el trabajo fuera aún más recóndito.

Para un artista, seguramente, no hay distancia más decepcionante que la que va de la obsesión que lo lleva a crear al resultado que logra. Él, que exploró sin pausa la tierra incierta de las ciencias, ha estudiado matemáticas, fisiología, biología, ingeniería mecánica, ingeniería militar, el vuelo de las aves, las corrientes fluviales, ha hecho centenares de dibujos de la anatomía humana, ha disecado más cadáveres -treinta- que pinturas y frescos ha dejado -dieciocho-, varios sin terminar. Se avergüenza de su pintura y escribe que su pretensión es pintar cosas que no están en el mundo, que se sustraen a la condición humana.

Es una desesperada confesión de fracaso, en él, que era un artista magistral.

Portada: “La última cena”, en versión de Andy Warhol